– Yo tampoco lo hablo, pero he oído el nombre tantas veces que ya lo he aprendido. Si usted supiera francés, se daría cuenta de que mi pronunciación deja mucho que desear. -Su sinceridad me desarma y pienso que me cae simpática.
– ¿Tenía enemigos su marido? -pregunto para volver a nuestro tema.
– ¿Usted no?
– ¿Cómo?
– Me refiero a enemigos, colegas que codicien su puesto y estén dispuestos a ponerle la zancadilla, malhechores que deseen matarlo. ¿No los tiene? Hace quince años que abandoné el teatro y aún hoy siguen rumoreando a mis espaldas que me acostaba con el productor para ganar más dinero o que llevaba vestidos provocativos para conquistar a los espectadores ricos. Llevo quince años casada con el mismo hombre y no han dejado de llamarme puta.
Ha conseguido turbarme de nuevo, pues yo era de los que compartían esa opinión cuando la veía en el escenario.
– No me refería a eso -me defiendo, como si pidiera un perdón tardío para mis pecados.
– Ya sé qué le interesa saber: si tenía enemigos dispuestos a matarlo, padrinos de la noche, protectores…
– Sí. Al menos esto he deducido al ver su casa, que parece una fortaleza.
– No, teniente. De nuestra casa sólo se deduce que Dinos tomaba medidas y sabía protegerse.
– Voy a salir. Me llevo el coche -oigo una voz a mis espaldas.
Al volverme, veo a un hombre joven, de apenas treinta años, alto y sin afeitar. Viste vaqueros, botas negras con espuelas y una camisa estampada. Sin embargo, lo que más llama la atención de su aspecto son los ojos, de una mirada turbia y apagada, incapaz de fijarse en nada. En cuanto se centra en un punto, salta a otro.
– A tu padre no le gustaba que usaras el coche.
Élena habla con voz dulce y amistosa, casi como si se disculpara.
– Mi padre está muerto. Dame las llaves.
– Sabes que no puedo.
Hasta su negación resulta dulce. Por un instante, la mirada del joven se anima y se clava en los ojos de ella. Tengo la sensación de que pretende atacarla y me dispongo a impedírselo. No obstante, la mirada vuelve a apagarse y se aparta de Kusta; acto seguido el hombre da media vuelta y se encamina a la puerta.
– A mi marido no lo asesinaron los padrinos de la noche, teniente -dice Élena, dirigiéndose a mí-. Sé que sus colegas así lo creen, pero se equivocan.
– Chorradas. -El hijo cambia de opinión y regresa-. Pues claro que lo mataron ellos. Atrincherada aquí dentro, con tus piscinas y tus filipinas, tú no te enteras de lo que pasa en la calle. Él lo sabía pero se hacía el duro, con sus matones de pacotilla.
El chico no me cae bien, pero lo que dice suena lógico. Mucha gente paga para estar tranquila. Sin embargo, al recordar las heridas de Kustas, la idea de que fueran infligidas por un profesional sigue sin encajar con todo esto.
– ¿Sabes si tu padre había recibido amenazas de los mañosos? -pregunta Dermitzakis.
– Yo no sé nada. Doy mi opinión, porque me parece la más razonable. Pero no me pregunten nada más porque no estoy al corriente. -El mozalbete parece haber perdido todas sus ínfulas y trata de recoger velas.
– De todas formas, tendrás que declarar. Si sabes algo, éste es el momento de decirlo.
– No vi ni oí nada; no sé nada. Escríbanlo tal cual y lo firmaré. -Tiene prisa por marchar antes de que le hagamos más preguntas.
– Es Makis, el hijo del primer matrimonio de Kustas -explica ella-. No le tengan en cuenta el mal humor, lo ha pasado mal. Estuvo en un centro de desintoxicación. -Hace una pausa para ver cómo reaccionamos y, al no observar nada, continúa-: Espero que no vuelva a caer. Ha estado limpio durante los últimos seis meses.
– ¿Su marido tenía más hijos? -pregunto.
– Una hija más joven, Niki. Los dos hermanos no se parecen en nada. Niki fue a la universidad, hizo un master en Inglaterra y trabaja en R.I. Helias, una empresa de sondeos.
Dermitzakis saca un pequeño bloc y anota el nombre. Espero que lo haya escrito correctamente, no tengo ganas de volver a quedar en ridículo.
– ¿Qué le lleva a suponer que a su marido no lo mató la mafia sino otra persona?
– Nada en particular. Sencillamente me parece poco probable. ¿Hemos terminado? -pregunta con impaciencia-. Tendrán que disculparme, pero aún no me he repuesto del golpe.
Sin esperar mi contestación, nos deja y se dirige a la puerta. El gato se levanta y la sigue, con la cola tiesa como una antena.
La filipina nos acompaña a la salida, donde la releva el guardia de seguridad, que nos conduce hasta la verja de la calle. Se las da de vigilante serio y taciturno, pero algo me dice que es una pose para esquivar mi mirada.
Ya en la calle, Makis nos espera apoyado en el coche patrulla.
– ¿Quieren saber si mi padre tenía enemigos? -Me mira a los ojos, pero enseguida su mirada baja a la altura de mi cinturón.
– ¿Los tenía?
– Sí. Esa que está ahí dentro. -Señala hacia el Alcatraz-. Todo cambió el día en que ella llegó. Sabía que mi padre la quería con locura y se aprovechaba de la situación. Sólo le importaba su dinero.
Un taxi libre pasa por la calle. Makis lo para y sube al coche, que se aleja antes de que pueda hacerle más preguntas. El tipo nos ha soltado el cuento de la mujer que mata a su marido para quedarse con el dinero y se larga. No sé si su estrategia ha sido eficaz. He de meditar la cuestión, y la verdad es que Élena Kusta me resulta simpática.
Capítulo 7
– ¿Has llamado al médico?
Adrianí está en la mesa de la cocina, delante de una pila de periódicos. Está recortando los cupones que le permitirán obtener una batería de cocina. Hasta el momento ha conseguido una alfombra de colores chillones que ha colocado delante del tresillo, una agenda electrónica que no sabe usar porque está en inglés, un libro de cocina que tiró a la basura porque no explicaba cómo preparar imam, sino la receta de pollo a la naranja, y un juego de copas, lo único que ha merecido la pena.
Anoche le prometí que concertaría una cita con el médico, por mi dolor de espalda. Sin embargo, esta mañana me metí de cabeza en el expediente del cadáver sin identificar, luego surgió el caso Kustas, y al final me olvidé por completo del médico.
– Sí que llamé, pero comunicaba -miento, y me dispongo a salir de la cocina antes de que empiece a reñirme.
– ¿Se puede saber por qué no volviste a llamar? ¿Os cortaron el teléfono? -pregunta en tono irónico.
– Con el trabajo se me olvidó. Además, me encuentro muy bien, ya se me ha pasado. -Ésta es una de las razones de mi olvido, hace días que la espalda no me duele. Si algo no te molesta, no lo molestes tú tampoco. Es una regla fundamental.
– Como se trate de una espondilartritis, pasarás el resto de tu vida doblado en dos… Y ojalá sólo sea eso. ¿Y si se te ha dislocado un disco intervertebral? ¿No viste lo que le pasó a Manzos, el hijo de mi amiga Ana? A sus treinta y cinco años está clavado en una silla de ruedas.
– ¡No seas agorera! -replico-. ¡No me pasa nada, sólo es un dolor de espalda, pero si sigues llamando al mal tiempo, seguro que acabo con cáncer de huesos!
– ¡Lo que te pase será por culpa de tu cabezonería! -es la respuesta despiadada y, en lugar de salir yo de la cocina, se larga ella. Cojo las tijeras y empiezo a recortar cupones, a ver si me calmo un poco.
Desde que nos casamos, Adrianí vive dominada por el temor a las enfermedades. Durante los primeros años de nuestro matrimonio solía apoyar la oreja en mi pecho mientras yo dormía, para ver si mi corazón seguía latiendo. O acercaba la mejilla a mi boca para asegurarse de que respiraba. Al principio esta manía me halagaba, como cuando me acariciaba el vello del pecho o me preparaba tomates rellenos, que es mi plato favorito. Después de cinco años de matrimonio, sus caricias me producían cosquillas; a los diez, el peso de su cabeza apoyada en mi pecho me producía disnea; a los quince, los tomates rellenos se me indigestaban. Los matrimonios felices, sin embargo, se nutren de las contradicciones. Adrianí tiene pánico a las enfermedades; yo, a los médicos. Ella sale corriendo a hacerse un análisis a la menor molestia, yo pienso que hasta al dolor más intenso es preferible dejarlo en paz. Ya pasará. De momento, los hechos siempre me han dado la razón.