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Recortar cupones me irrita y decido abandonar la tarea. En la sala de estar, Adrianí ocupa su puesto habitual delante del televisor, con el mando a distancia en la mano, para cambiar de canal en cuanto empiecen los anuncios. Está viendo al mismo tipo del barco, que se ha mudado de atuendo. Ahora luce una americana granate, camisa verde y pantalones marrones. Sentado en un sillón, con una mano sobre la boca, escucha con suma atención lo que una voz femenina le dice por teléfono. Frente a él, una pareja que debe de rondar los cuarenta, ambos vestidos con los saldos de Miñón, lo observan ansiosamente.

– ¿Qué estás viendo? -pregunto a mi mujer.

– Un reality show -responde ella sin apartar la vista de la pantalla.

De pronto me acuerdo del «Kanandré» de Kustas, que resultó ser Le Canard Doré, y sospecho que también Adrianí se equivoca.

– ¿Qué? -vuelvo a preguntar para asegurarme.

– Reality show -repite con impaciencia-. ¿En qué mundo vives? Es lo último en espectáculos televisivos. Investigan todo lo que va mal y lo exponen a la luz pública. En otras palabras, llevan a cabo el trabajo que deberíais hacer vosotros.

– Si esos tipos tuvieran pruebas, acudirían a nosotros en lugar de salir en la tele para quejarse de que somos unos ineptos.

– Es que tienen razón. La gente contrata guardias privados y sistemas de seguridad justamente porque no sabéis ocuparos de vuestro trabajo. ¿A quién se le ocurre confiar su seguridad a la poli hoy en día? ¡A nadie!

Recuerdo al guardia privado de Kustas y me cabreo, aunque opto por callarme. Me dirijo al dormitorio y del estante superior de la librería, donde guardo mis diccionarios, bajo el primer tomo del Liddell-Scott. En mis ratos de ocio me tumbo en la cama, abro un diccionario y me relajo. Así me olvido de las quejas de Adrianí, de los problemas del departamento y hasta de los crímenes que debo investigar. Me abandono a la dicha de la soledad. El diccionario de Liddell-Scott es fuente especial de orgullo. Es una edición de 1907 en cuatro volúmenes, regalo de mi madrina, quien a su vez lo había heredado de su padre. Hija de un abogado de renombre, mi madrina vivía en Atenas, pero como su familia tenía una casa en mi pueblo, iban a pasar allí las vacaciones de Semana Santa. Cuando nací, mi padre quiso convencer a un político local de que fuera mi padrino. Sin embargo, dado que era un simple cabo de gendarmería, no tenía enchufes con los políticos. Tuvo que conformarse con la hija del abogado, una solterona que deseaba, al menos, tener un ahijado. En Navidad siempre me regalaba unos pantalones; y en Semana Santa, un par de zapatos nuevos y un cirio. Si los pantalones se me rompían antes del año, tenía que llevarlos remendados. Si los zapatos se agujereaban, andaba descalzo hasta la siguiente Semana Santa. En ambos casos, recibía dos soberanas palizas: una de mi madre y otra de mi padre. Mi madrina me regaló el Liddell-Scott cuando entré en la academia de policía. Aunque nunca me ha servido para nada útil, al menos despertó en mí la manía de buscar palabras.

Abro el diccionario en la a y busco «Artritis: inflamación de las articulaciones. Afección articular aguda debida a la inflamación de los tejidos articulares, que causa un intenso dolor por opresión de los nervios adyacentes. Quien dolencia artrítica padece, sufre tormento abrasador en las articulaciones, donde, asimismo, acumula ácidos, alternando estadios de dolor agudo con otros de alivio temporal. Hip., 524. 20, Afor. 1247».

Mis articulaciones no padecen tormentos abrasadores; sólo un dolorcillo sin importancia, que va y viene. A fin de cuentas, Hipócrates era médico, seguro que lo pintaba todo más negro para ganarse clientela.

– Katerina está al teléfono. ¿Quieres hablar con ella? -oigo la voz de Adrianí en la puerta.

Sabe muy bien que cuando llama mi hija siempre salgo corriendo en dirección al teléfono, pero ella me lo pregunta para fastidiarme. No aprueba mi afición por los diccionarios y pretende insinuar que, por esta manía, soy capaz de sacrificar una conversación con mi hija.

Paso por delante de ella sin mirarla, voy a la sala de estar y levanto el auricular.

– Hola, cariño. ¿Cómo estás?

Se ríe.

– Bien, si exceptuamos que estoy metida hasta el cuello en leyes. Estoy reuniendo material para mi doctorado.

– Quien algo quiere, algo le cuesta -respondo en tono condescendiente, aunque en realidad no quepo en mí de orgullo. Mi hija ha conseguido llegar al doctorado, y sus profesores están encantados con sus progresos.

– ¿Has ido al médico, papá?

Se produce una pequeña pausa, mientras me contengo para no montar en cólera.

– ¿Por qué habría de ir al médico? -pregunto sin alterar el tono de voz.

– Porque te duele la espalda.

Miro alrededor. Ni rastro de Adrianí. Se lo ha contado todo a su hija y se ha esfumado para ahorrarse la bronca.

– No tiene importancia, no te preocupes.

– Si algo te molesta y no vas al médico, es normal que me preocupe. ¿Irás, o tengo que seguir preocupándome?

– De acuerdo, iré.

– Llamaré mañana para asegurarme de que has concertado una visita. Por favor, no me obligues a perderme las clases para ir a Atenas.

– ¿Cómo está Panos? -Cambio de tema porque mis nervios están a punto de traicionarme.

– Muy bien, te manda recuerdos -responde secamente y enseguida cuelga el teléfono.

Es mi manera de mostrarle mi disgusto. Panos es el novio de mi hija. Hace cuatro años que salen juntos, pero a mí no me gusta y Katerina lo sabe. No es mal chico: estudia ciencias verduleras; vaya, que va para perito agrónomo. Pero es un cachas que siempre lleva camiseta y zapatillas deportivas, y los que van con esa pinta tienen el cerebro más pequeño que las olivas del cultivo nacional. Con el tiempo, mi hija y yo hemos establecido un código. Yo no pregunto por Panos y ella me evita los detalles de su relación. Las pocas veces que menciono al tipo ese, es porque estoy enfadado con ella.

Ahora que le he dado mi palabra, no tiene sentido discutir con Adrianí. Me siento a ver las noticias por si dicen algo de Kustas. Adrianí sigue sin asomar la nariz, está esperando a que el informativo me distraiga. Poco después entra en silencio, como el gato de Élena Kusta, y se sienta en el borde del sillón. Desde el momento en que aparece por la puerta hasta el instante en que se sienta mantiene la mirada fija en la pantalla, para soslayar la mía.

No hay noticias relacionadas con el asesinato y, como siempre que no disponen de material nuevo, vuelven a pasar los reportajes de días anteriores. Ocurre lo contrario que en el cine. En el cine, dan avances de las películas por estrenar; en los informativos, repiten las noticias que ya hemos visto. Sólo al final del reportaje comentan que el Departamento de Homicidios se ha hecho cargo del caso. A continuación difunden la revelación médica del día. Un equipo científico de Islandia o Groenlandia ha descubierto que el ajo no sólo previene la hipertensión arterial, sino también los infartos de miocardio. Acto seguido, aparece una científica en bata blanca y mascarilla de quirófano que se pone a picar ajos como si quisiera preparar ajiaceite. Es una confabulación para crisparme los nervios.