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– ¡Cada noche un gran descubrimiento médico! -interviene Adrianí-. ¡Tanto progreso me asombra! -Se muestra irónica con los médicos, para así solidarizarse conmigo y allanar el terreno para hacer las paces.

– Les asignan fondos para la investigación, y ellos se dedican a investigar sus ombligos -respondo.

Los dos nos echamos a reír y se rompe el hielo.

Estoy harto de médicos y medicinas, tengo ganas de salir a pasear, respirar un poco el aroma de las basuras. En cambio, decido acercarme a Los Baglamás para interrogar al portero y a los guardaespaldas de Kustas. A estas horas, seguro que los encuentro.

Capítulo 8

El tráfico es escaso en la avenida Atenas. Todo está a oscuras, excepto los escaparates de los concesionarios automovilísticos, profusamente iluminados. En plena noche, los montones de basura parecen obras de fortificación remanentes de la batalla de Atenas [3]. Unos pocos camiones articulados y un par de autobuses de línea circulan en dirección a la ciudad. Algunos de los pasajeros dormitan con la cabeza apoyada en la ventanilla, otros admiran el paisaje a través de los cristales.

Los Baglamás aparece a mi izquierda, en la entrada a Jaidari. Sigo adelante y doy la vuelta en el primer semáforo, para aparcar delante de la entrada. También esta construcción está pintada de blanco. Por lo visto el blanco predominaba en la vida de Kustas: clubes blancos, estatuas blancas en el jardín, mármoles blancos en la casa, sombrillas blancas junto a la piscina. Cualquiera diría que, antes de convertirse en empresario, había sido enfermero. También aquí hay una gran estructura metálica delante de la fachada, aunque no tan imponente como la que vi en el Flor de Noche. Más que la lista electoral de la segunda circunscripción de Atenas, parece una lista comarcal.

El portero es un hombretón de unos treinta años. Luce el clásico abrigo de botones dorados y una gorra con trencilla. Su mole bloquea la entrada al club.

– ¿Lambros Mandás? -pregunto al acercarme.

– Sí. ¿Por qué?

– Me gustaría que me contaras un par de cosas acerca de la muerte de Kustas.

Me mira de arriba abajo.

– Te costará un kilo -dice al final.

Me lo quedo mirando, pero no me da tiempo a recuperarme de la sorpresa.

– Oye, no sólo contestaré a tus preguntas, sino que reconstruiré la escena completa, te diré cómo matan los mañosos, hasta puedo dibujar la silueta del cadáver en el asfalto. Por doscientos talegos más, hago traer un BMW igualito al del jefe para hacer la escena más creíble.

– ¿Desde cuándo el Estado griego ha de pagar para interrogar a los testigos presenciales?

Me mira, cortado.

– ¿No eres de la tele? -pregunta.

– No, si en vez de cobrar tus talegos aún acabarás en el talego. Teniente Jaritos, del Departamento de Homicidios. ¿Qué te has creído? ¿Que esto es un reality show? -Mentalmente agradezco a Adrianí que me enseñara la expresión en el momento oportuno.

– No sé por qué has venido, no tengo nada que decir. Ya os conté todo lo que sabía cuando presté declaración.

– ¿Y eso de los mafiosos?

– Nada. Creí que eras de la tele y se me ocurrió soltarte un rollo para sacar algo de pasta.

– Haremos una cosa -le digo sin alterarme-. Te llevaré a Jefatura a declarar. A la salida, el cuerpo entero de periodistas de Ática te estará esperando para sonsacártelo todo gratis.

No tarda más de cinco segundos en ofrecerse:

– Pregunta.

– ¿A qué hora salió Kustas del club la noche del crimen?

– A eso de las dos y media. Me extrañó que se marchara solo y le dije…

– Ya sé qué le dijiste. ¿Qué hizo él?

– Se acercó al coche y abrió la puerta.

– ¿Dónde estaba el coche?

– Allí mismo, encima de la acera. -Señala el lugar donde está aparcado un Ford Escort rojo-. Siempre lo dejaba allí. Yo me ocupaba de que la plaza quedara libre.

– ¿Qué hizo después?

– Abrió la puerta y se agachó para buscar algo. Entonces vi al tipo que se acercaba.

– ¿En moto?

– No, a pie. La moto ya estaba aquí, aunque sólo después la relacioné con el caso.

– Dejemos la moto de momento. Háblame del asesino. ¿Desde dónde se acercó a Kustas?

– Desde allí.

Señala a un punto en dirección a Scaramangás. Los Baglamás está en medio de un descampado. A la izquierda, un oscuro callejón sin salida apenas permite el paso de un furgón. A continuación hay un almacén de cemento y un taller de coches. El asesino esperaba en el callejón y, cuando vio que Kustas se dirigía al coche, se acercó. La cuestión es cómo sabía que Kustas saldría solo del club. Siempre iba acompañado de sus dos guardaespaldas. Pensar en liquidar a los tres hubiese sido demasiado arriesgado.

Quizá Kustas había ido al coche para buscar algo relacionado con su asesino. En tal caso, éste habría podido prever sus movimientos. Sin embargo, según el informe oficial, no se encontró nada que apoyara esta hipótesis, ni en el coche ni en las manos de Kustas.

– ¿Qué hizo el asesino? -interrogo de nuevo al portero.

– Se le acercó por detrás y debió de decirle algo. En realidad no oí nada, pero lo supongo, porque Kustas se volvió.

– Déjate de suposiciones. ¿Llevaba algo en la mano cuando se volvió para mirar al asesino?

– No, nada.

– ¿Qué pasó entonces?

– El tipo disparó tres o cuatro veces…, cuatro, creo. Luego echó a correr hacia la moto.

– ¿No se agachó a recoger nada del coche antes de salir corriendo?

– No. ¿Qué habría de recoger?

– ¡Su abrigo! ¿Cómo quieres que lo sepa? -pregunto irritado, como si él tuviera la culpa de que mi teoría careciera de base-. ¿Qué aspecto tenía el asesino?

– Era de mediana estatura, quizá tirando a alto. Llevaba una camiseta blanca, pantalones vaqueros y gafas negras.

– ¿Pudiste verle la cara?

– No, estaba muy oscuro. Sólo pude verle el pelo. Era blanco.

– Esto no lo dijiste en la declaración.

– Se me olvidó.

Tal vez sí. O tal vez se lo guardara para cuando le pagaran el millón.

– ¿Era un hombre mayor?

– Ya te lo he dicho: estaba oscuro y no le vi la cara, sólo el cabello blanco.

Eso no significa necesariamente que fuera viejo, algunos encanecen a los treinta.

– Hablemos de su cómplice. ¿A qué hora llegó con la moto?

Medita un poco.

– No podría decirlo con exactitud. Por aquí pasan motos y ciclomotores a cada momento. Me fijé en él porque se detuvo y esperó con el motor en marcha. Aunque esto tampoco es inusual. El club es conocido y mucha gente se cita aquí. Supuse que estaría esperando a alguien.

– ¿Cuánto rato estuvo esperando?

– Tres o cuatro minutos, desde que llegó hasta que el jefe salió del club.

Otro que fue puntual. Por lo visto sabían a qué hora saldría Kustas. De lo contrario, el cómplice hubiese aparecido antes o hubiese esperado dando vueltas, para no llamar la atención.

– ¿Qué aspecto tenía éste?

El portero se encoge de hombros.

– Llevaba casco y una cazadora de piel. No recuerdo los pantalones.

Suelta un suspiro de alivio, como si estuviera muy cansado o considerara que lo peor ya había pasado. Si éste es el caso, se equivoca.

– ¿Qué les dirías a los periodistas acerca de los padrinos de la noche? -pregunto con voz severa.

– Que lo mataron ellos. ¿No?

– ¿Cómo lo sabes?

– ¡Vamos! Fue un trabajo de profesionales, salta a la vista.

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[3] La batalla de Atenas se libró en diciembre de 1944, entre el ejército popular de izquierdas que había luchado contra las tropas de ocupación nazi y las fuerzas leales al régimen derechista, que actuaron con el apoyo del Ejército británico. (N. de la T.)