– ¿Qué haces aquí?
– ¿Tú qué crees? Ahora que papá ha muerto, yo me ocupo del negocio. Y no quiero ver pasma por aquí, causa mala impresión.
Me dan ganas de pegarle un cachete, pero justo en este momento aparece Jortiatis, atribulado.
– Cálmate, Makis -casi le suplica-. Ya hemos tenido bastantes problemas, no queremos más. Perdone el malentendido, teniente.
Sus palabras me apaciguan, pero en cambio enfurecen a Makis, quien lo agarra por las solapas y empieza a sacudirlo.
– ¡Cállate! -grita-. Estás despedido, ¿te enteras? ¡Te has pasado de listo! ¡Si el viejo me hubiese hecho caso, hace ya tiempo que estarías en la calle!
Jortiatis lo mira estupefacto. Después estalla en una risa loca, casi paranoica. Aunque su cuerpo enclenque tiembla como un flan y sus gafas de montura metálica casi se le caen al suelo, le resulta imposible contener la risa. Makis lo mira asombrado. El fotógrafo ha interrumpido su trabajo para observar la escena. Jortiatis da media vuelta y se aleja sin dejar de reír. Tengo ganas de preguntarle qué le parece tan gracioso, pero no es el momento. El espectáculo ya no me interesa y me marcho.
– ¿Dónde está la comisaría de Jaidari? -pregunto al portero.
– Has de tomar la calle Karaiskaki en dirección a Atenas y doblar en dirección a Vía Sacra. La encontrarás en la esquina de Vía Sacra con Neas Fokeas. -Mientras me alejo, grita-: Si éste ha de hacerse cargo, esto no durará ni dos meses y me quedaré sin trabajo.
Lo dejo con el fantasma del paro inminente y me dirijo al Mirafiori.
Capítulo 9
Los camiones y las furgonetas circulan por Vía Sacra a velocidad de comitiva oficial. Traquetean sobre los parches del asfalto con las luces largas encendidas y tocan la bocina endemoniadamente a cada sacudida. Miro los escasos bloques de pisos, con la ropa tendida en los balcones y las ventanas a oscuras, y se me ocurre que los inquilinos deben de estar ahorrando electricidad, ya que resulta imposible imaginar que estén durmiendo con este escándalo. Los pocos taxis que transitan por estos barrios tienen la luz verde apagada y circulan junto a las aceras, como gatos deslumbrados por los focos.
Debido a la humedad, la ropa se me pega al cuerpo. Qué asco de tiempo. En la esquina de la tercera manzana, a mi derecha, vislumbro el único edificio iluminado. En los viejos tiempos no había mucho margen de equivocación: una casa iluminada a estas horas sólo podía ser un burdel o una comisaría. Ahora, con tantos bares y clubes nocturnos, no resulta tan fácil. Al acercarme veo que estoy de suerte. Es la comisaría de Jaidari. Hay dos plazas de aparcamiento libres en la entrada, pero están reservadas para los coches patrulla, de modo que aparco un poco más abajo.
– ¿Qué desea? -pregunta el agente de la puerta.
– Teniente Jaritos. Quisiera hablar con el oficial de guardia respecto a una moto robada.
Me observa con aire de desconfianza. No le cabe en la cabeza que exista en Ática un policía capaz de trasladarse a Jaidari en plena noche para investigar el robo de una moto en lugar de esperar a que amanezca o, mejor aún, de pedir un informe por la vía oficial sin levantarse de la silla.
– Primer piso, primera puerta a la izquierda, teniente -se apresura a responder para recuperar el tiempo que ha perdido en contemplarme.
El ascensor está ocupado. Considero la posibilidad de subir por las escaleras, pero estoy demasiado cansado y opto por esperar. Este aparato es más eficaz que el nuestro y llega en menos de un minuto.
El oficial es un hombre de unos treinta y cinco años, de esos que creen que el mundo entero se ha confabulado para molestarlos sin causa justificada y sin que exista remedio posible para ello. Está hablando con un policía joven que se encuentra de pie junto a su escritorio.
– Espera fuera, ya te llamaré -indica al verme.
– Teniente Jaritos, del Departamento de Homicidios.
Se pone en pie de un salto mientras el policía joven se desliza fuera del despacho pasando por detrás del escritorio, como si temiera que yo fuera a pegarle y quisiera protegerse.
– Oficial Kardasis. Perdone, teniente, pero esto es un manicomio.
– Ya lo veo -respondo en tono comprensivo mientras observo el despacho vacío-. Quisiera alguna información acerca de la moto que usaron en el asesinato de Konstantinos Kustas.
– Sí, señor -asiente y se dirige al archivo-. Aquí está. Una Yamaha de 200 centímetros cúbicos, matrícula AZO-526. La habían robado dos días antes…
– Eso ya lo sé -lo interrumpo-. He leído el informe. No he venido aquí en plena noche para que me lo vuelvas a leer. Quiero saber cómo la encontrasteis.
– Un coche patrulla la localizó al día siguiente en la calle Leonidu, delante de la delegación de Hacienda de Jaidari. Al principio no le dieron importancia, pero les llamó la atención que siguiera allí por la noche. Comprobaron la matrícula y ¡bingo!
– ¿Cómo supisteis que se trataba de la moto empleada en el asesinato de Kustas?
– El portero del club la reconoció.
Suponiendo que no la hubiera confundido con otra parecida. Cierto que el portero dispuso al menos de dos o tres minutos para verla bien, mientras el cómplice esperaba al asesino. Difícilmente podría equivocarse. El hecho de que la abandonasen en aquel punto indicaba que un coche debía de esperarlos en las inmediaciones. ¿De qué otro modo iban a huir a esas horas? Un asesinato con tres cómplices es un trabajo de profesionales, me guste o no. Intento ordenar los hechos. El crimen se cometió a las dos y media. Necesitaron más o menos diez minutos para llegar a la calle Leonidu. Antes de las tres de la madrugada volvieron a casa a descansar de su dura jornada.
– ¿Sabes si alguien vio un coche alejándose a gran velocidad en torno a las tres o tres menos cuarto?
El oficial de guardia niega con la cabeza.
– No, teniente. Ya preguntamos al respecto, pero nadie vio nada. Los vecinos de este barrio son, en su mayoría, trabajadores que se acuestan temprano y se levantan temprano. No se deje engañar por la numerosa clientela del club de Kustas. Los habituales no son de por aquí, vienen de lejos.
– ¿Sabes si Kustas había recibido amenazas de las mafias que venden protección?
No le da tiempo a responder la pregunta porque una pareja entra apresuradamente en el despacho. El hombre, cincuentón, está fuera de sí. Sostiene un pañuelo ensangrentado en la nariz y advierto que le faltan los dos botones centrales de su camisa blanca. Lo acompaña una mujer regordeta y de formas abundantes, belleza arrabalera de primer orden. Lleva un vestido blanco ceñido bajo el pecho, para resaltar el volumen de sus senos. Ha estado llorando y se le ha corrido el maquillaje, tiñendo sus ojeras de negro.
– ¿Tú, otra vez? -dice el oficial con hastío.
– Quiero presentar una denuncia -grita el hombre.
– ¿A quién vas a denunciar esta vez, y por qué?
– A Arguiris Rutsaftis -responde el hombre, a voz en cuello-. Se propasó con mi mujer y después me pegó.
– ¿Dónde ocurrió esto?
– En Los Baglamás.
Entonces los reconozco. Ocupaban una de las mesas del fondo y estaban en compañía de otro hombre más joven.
– Aristo, por favor -suplica la rolliza-. Déjate de denuncias. Haremos el ridículo en los tribunales.
– ¡Tú te callas! ¡Cállate, puta! ¡La culpa es tuya! ¡Si no te gustara tanto menear el culo, aquel tipejo no se habría atrevido!
Acto seguido le suelta una bofetada. Con el impulso, el pañuelo se le escapa y dos gotas de sangre caen sobre los generosos pechos de la rolliza, que empieza a chillar, no sé si por la bofetada o por las manchas en el vestido. Probablemente será por lo segundo, ya que parece más acostumbrada a las bofetadas que a los vestidos caros.