El oficial salta y aparta al agresor de su mujer de un empujón.
– Quieto -le advierte con severidad-. Aquí dentro tendrás que comportarte.
– No le crea, oficial. -La rolliza nos suplica a todos por turno. Primero a su marido, después al agente. Luego me tocará a mí-. No le haga caso. Se trata de nuestro padrino de bodas, el hombre que nos casó.
– ¡Boda en la iglesia y cuernos en la cama! -vocifera el marido.
– ¿Me permites que te dé un consejo? -dice el oficial con calma-. Vete a casa y consúltalo con la almohada. Si por la mañana todavía deseas presentar una denuncia, aquí estaremos.
– ¡No! ¡La presento ahora!
– Muy bien -responde el oficial y a continuación grita-: ¡Karambikos! -En cuanto aparece el joven policía, señala al hombre-: Detenlo. Y dale un poco de alcohol y un algodón para la nariz.
– ¿A mí? -pregunta el tipo, estupefacto-. ¿Vas a detenerme a mí?
– Por supuesto, por agredir a tu mujer. La has abofeteado ante mis propios ojos. Pásate una noche en chirona para calmarte y mañana intercambiaremos denuncias. Yo te denuncio a ti y tú a tu padrino de boda.
Su forma de manejar este caso me lleva a reconsiderar mi opinión. Modifico la primera impresión que me causó y empiezo a admirarlo. Es fácil controlar a un malhechor: lo encierras y punto. Lo difícil es dominar a un ciudadano normal, y este policía es capaz de hacerlo.
El hombre se desinfla como un globo.
– Prefiero calmarme en casa -susurra amedrentado.
– Llévatelo de aquí -indica el oficial a la rolliza-. ¡Y la próxima vez que lo vea, lo encerraré sin dudarlo! ¡Ya estoy harto de sus berrinches!
– Vámonos, cariño -dice la regordeta. Al verlo apocado, se pone mimosa-. Mira cómo me has dejado el vestido… -Y le muestra la sangre.
– Te compraré otro. Te compraré una docena, aunque eres una puta y no te lo mereces.
– No se imagina lo celoso que es -me susurra la mujer. Ya ha llegado mi turno-. No se imagina cuánto he de sufrir.
En realidad no parece sufrir tanto. El meneo de su culo al salir del despacho indica que más bien se siente orgullosa.
– Cada dos por tres viene a presentar denuncias -dice el oficial, indignado-. No ha pasado ni una semana desde la última vez. Un tipo había aparcado delante de su garaje y se liaron a puñetazos. Recibió una paliza y vinieron los dos a denunciarse mutuamente. Mientras prestaban declaración, recibimos el aviso del asesinato de Kustas.
La historia me trae sin cuidado. Sólo quiero terminar con el asunto de la moto para irme a dormir. Afortunadamente, el oficial me libra del esfuerzo de recordárselo.
– Me había preguntado algo. ¿De qué se trataba?
– Sí… ¿Sabes si Kustas había recibido amenazas de las mafias que venden protección?
El oficial se echa a reír.
– ¿Bromea? ¿Quién se atrevería a amenazar a Kustas, teniente?
– No sé. Por eso te lo pregunto.
Aunque tanto el despacho como el pasillo están vacíos, el hombre se inclina para hablarme al oído.
– Nadie se atrevía a acercársele siquiera. Iba siempre acompañado de un par de matones. Lo llevaban a casa y después volvían al club, donde dormían, igual que el portero. Lo cierto es que le habría salido más barato pagar protección, pero era demasiado orgulloso para ello. Gastaba fortunas en guardaespaldas y sistemas de alarma, y al final se lo cargaron.
– ¿Qué sabe de los guardaespaldas?
El oficial se encoge de hombros.
– ¿Qué puedo decirle? Son unos matones, ya conoce el paño.
– ¿Tienen antecedentes?
Vuelve a reír.
– No están fichados, si a eso se refiere. Son ex policías apartados del cuerpo. No pasaron ni un día en el paro: Kustas los contrató enseguida.
Adrianí se equivoca en despreciarnos. La gente aún confía su seguridad a los polis, aunque prefiere a los renegados.
En todo caso, de nuevo me veo obligado a reconocer que la Brigada Antiterrorista tiene razón. Kustas y sus sistemas de alarma no estaban bien vistos, y se lo cargaron. Hasta puede que no los molestara en absoluto, que lo mataran porque sí, para aterrorizar a los demás y demostrarles que nadie es invulnerable, ni siquiera Kustas.
Ya no me queda nada más que hacer. Deseo los buenos días al oficial de guardia y me voy. Se me cierran los ojos de sueño.
En el siguiente semáforo de Vía Sacra cambio de dirección y me incorporo al tráfico que se dirige a Atenas. Ahora yo también conduzco pegadito a la acera, como un gato deslumbrado por los faros.
Son las tres y media cuando llego a casa. Adrianí está durmiendo. Me desnudo y me acuesto sin encender la luz para no despertarla, pero se da cuenta de mi presencia y entreabre los ojos.
– ¿Qué hora es? -pregunta.
– Duérmete.
Si se entera de que son las tres y media, habrá bronca. Acabaré saludando la mañana en mi despacho, como el oficial de guardia de Jaidari. Me ha costado demasiado acabar con esas escenitas para provocar una voluntariamente.
Capítulo 10
Las fotografías del cadáver sin identificar están encima de mi escritorio; hay todo un paquete de ellas. Mientras las examino una por una, voy sorbiendo el café griego ma non troppo servido en un vaso de plástico. Tres de las fotos muestran el cadáver tal como lo encontramos, cubierto de barro. En el resto aparece lavado y adecentado, un hombre de apenas treinta y cinco años, con un cuerpo fuerte y atlético y un semblante atractivo, incluso en su estado apergaminado. La piel ha adquirido un tono verdoso tirando a pardo, pasando por el grisáceo. Reality show.
Muerdo el cruasán y descuelgo el auricular para llamar a Markidis. Su voz es soñolienta, como siempre. Se diría que aún no ha tomado café.
– ¿Cuándo tendré el informe? -pregunto.
– Antes de mediodía, aunque si quieres puedo avanzártelo por teléfono. No hay mucho que decir.
– Te escucho.
– Para empezar, es imposible establecer con precisión la fecha de la muerte. Sin embargo, estás de suerte. -Por el tono que emplea, cualquiera diría que me ha tocado la lotería.
– ¿Por qué?
– Porque lo enterraron en una isla. Le quemaron las yemas de los dedos, pero no tuvieron en cuenta que el aire y la humedad del mar favorecen la conservación de los cuerpos, lo cual facilita su identificación. Calculo que debió de permanecer enterrado unos dos meses y medio, quizá tres.
Es decir, que lo mataron entre el 15 y el 30 de junio.
– ¿Cómo murió?
– Ésta es la cuestión. No hay señales de un arma homicida: ni cuchillo ni navaja. Tampoco le aplastaron la cabeza con una piedra. Sólo he encontrado una rotura de los ligamentos entre la segunda vértebra y la base del cráneo, además de una dislocación de los discos intervertebrales. Por lo tanto, me imagino que lo mataron desnucándolo.
– ¿A eso se deben las marcas del cuello?
– No, ésas son señales de lucha.
Me maldigo por haber catalogado a Anita de drogadicta cuando en realidad su diagnóstico fue correcto.
– Como habrás visto en las fotos, era un tipo atlético. No se dejó matar fácilmente -prosigue Markidis-. Tiene señales parecidas en los brazos. Se conservaron porque, como habrás observado, su piel se apergaminó. Son las ventajas del verano. Todo el mundo anda medio desnudo. Basta con tocar a alguien para dejar huellas.
Lo dice como si lo considerara parte de los placeres estivales: el mar, el sol y las copitas de ouzo en la playa.
– ¿Cuántos fueron? -pregunto.
Oigo una risa ahogada que se interrumpe bruscamente.