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– Sabía que lo preguntarías. En mi opinión fueron dos. Uno le sujetó los brazos por detrás y el otro le quebró el cuello. A uno solo le habría resultado muy difícil.

– Pues sí que me has alegrado el día.

– Ya lo sé. Encontrarás más detalles en el informe -añade con el sadismo propio de un forense.

– No me interesan más detalles. Ya me has dicho bastante.

Cuelgo el teléfono y tomo otro sorbo de griego ma non troppo. Perfecto. Tenemos un cadáver sin identificar y a dos asesinos desconocidos. Como si la muerte de Kustas no fuera suficiente, he de cargar con otro crimen de profesionales. Es imposible que lo mataran para robarle. Ningún ladrón se habría tomado la molestia de quemarle los dedos y enterrarlo desnudo. Se habría limitado a despeñarlo por un barranco. Sin embargo, la víctima debió de alojarse en algún lugar de la isla, en un hotel en régimen de media pensión o en alguna room to let, con o sin su amiga. Alguien lo recordaría, aparte del filósofo-domador de fieras.

¿Y sus asesinos? También tuvieron que alojarse en alguna parte. Un día no basta para localizar a una persona, arrastrarla a un lugar apartado y asesinarla.

Me dispongo a llamar a Vlasópulos cuando recuerdo que he de telefonear a la clínica del departamento para pedir visita al médico. No me apetece oír la doble reprimenda de Adrianí y Katerina esta noche. Como no sé el número, llamo a la centralita.

– ¿Qué especialidad? -pregunta la telefonista.

– No lo sé. Me duele la espalda y quiero que me vea un médico.

– Empezaremos por el reumatólogo y luego ya veremos. No le puedo dar hora antes del 26 de septiembre. A las once.

Faltan diez días. Ahora que he de contestar «de acuerdo» se me traba la lengua. La chica interpreta mi silencio como disconformidad y añade con cierta vacilación:

– Si es urgente, podría pasarle por delante de los demás pacientes, teniente.

– No, no es necesario. No corre prisa.

En realidad, si pudiera retrasar la visita diez días más, se lo agradecería de corazón. Sigo pensando en la cita con el médico cuando Vlasópulos entra en el despacho.

– La manada le está esperando en el pasillo -dice, refiriéndose a los periodistas.

– Vale. Cuando salgas, diles que pasen. Entretanto, toma esta fotografía. -Le tiendo una de las fotos del cadáver ya limpio. La imagen ante todo-. Envíala a la comisaría de la isla. Que pregunten en los hoteles y en las casas donde alquilan habitaciones si alguien lo recuerda. Si se alojó en un hotel, deben de tener sus datos. Que averigüen también si coincidió con dos hombres, probablemente griegos. Ellos debieron de alquilar una habitación en una casa privada, para no tener que mostrar la documentación. Y toma, pide que escaneen esta otra foto y que miren en el ordenador, a ver si hay suerte y alguno de los que están fichados se le parece.

– Sólo unos mil -comenta con expresión fatalista.

– Mejor buscar uno entre mil que una aguja en un pajar. Que pasen los rumiantes. -Este apelativo se debe a que vienen aquí, se tragan la información que les damos y luego la regurgitan ante los micrófonos y las cámaras-. ¿Alguna novedad en el caso Kustas?

– No. Nada todavía.

En cuanto Vlasópulos sale del despacho, los periodistas, liderados por Sotirópulos, entran en estampida y se plantan delante de mi escritorio. Sotirópulos, por antigüedad, se adjudica el papel de jefe. Como siempre, luce una camisa de Armani, tejanos Harley-Davidson y mocasines Timberland. Lleva el pelo rapado y gafitas redondas de fina montura metálica. Me recuerda aquellas gabardinas reversibles que estaban de moda hace tiempo. Así es Sotirópulos. Tiene aspecto de adolescente yanqui y cara de oficial de las SS.

– Nos han dicho que llevas la investigación del caso Kustas, teniente -empieza.

Ésta es otra de sus características. Hace años que no me habla de usted. Sólo dice «teniente» o, en la mayoría de los casos, «qué tienes de nuevo, teniente»; siempre me tutea. De esta forma se imagina que expresa el auténtico sentir popular, aunque no se le ocurre que más bien se parece al tono de los procuradores de palacio en los tribunales militares de la Junta.

– Así es -respondo tajante, porque sé cuál será la siguiente pregunta.

– ¿Qué tienes de nuevo?

– Nada. Ayer mismo asumí el caso y aún estoy reuniendo información. Dentro de un par de días habré conseguido más datos. Mientras tanto, tengo otra cosilla para vosotros.

Reparto las fotografías del cadáver sin identificar. Es la táctica de Guikas, pero al revés. Él me sorprendió con Kustas; yo los sorprendo con el desconocido. Los periodistas contemplan el cuerpo desnudo que yace sobre la mesa de autopsias, incapaces de apartar la vista. Sé que mi truco ha funcionado y que esta noche las fotos serán emitidas por televisión. Así aumentan las posibilidades de que alguien lo reconozca.

– ¿Quién es? -pregunta Lambridu, una mujer bajita y patizamba ataviada con una minifalda color lila.

– Aún no lo sabemos.

Los pongo al corriente de la historia, pero me guardo lo de la chica a la que vieron con él en Santorini. Si se entera de que la estamos buscando, tendrá miedo y desaparecerá. Mejor no inquietarla.

Los hombres, en un movimiento sincronizado, acercan la mano a la cintura. En otros tiempos hubiese pensado que se disponían a sacar sus pistolas. Ahora sé que sólo buscan los teléfonos móviles. Antes de cruzar la puerta del despacho, ya suenan los pitidos de los números que van marcando.

Sotirópulos deja que salgan los demás y cierra la puerta.

– Tú sabes algo más y no quieres contárnoslo, teniente.

– Sotirópulos, ya empiezo a estar harto de que me llames teniente. Llámame Jaritos, Kostas o como te dé la gana, pero deja ya lo de teniente.

– Te llamaré «señor represor» -responde con ironía-, como en mis tiempos de estudiante.

– ¿Y cómo te llamábamos nosotros?

– Rojo -dice, con la cabeza bien erguida.

Miro sus Armani y sus Harley-Davidson y una vez más pienso en lo mucho que nos equivocábamos. Al menos, nosotros ya nos hemos dado cuenta. En cambio él sigue en la inopia.

– No sé nada del cadáver. En cuanto me entere de algo, os lo comunicaré.

– ¿Y acerca de Kustas?

– La Brigada Antiterrorista supone que se trata de un ajuste de cuentas. -Por muy mal que me caiga, tiene buen olfato. Me interesa ver su reacción.

– Es posible. Pero te daré un consejo: para enterrar a Kustas, no uses una pala. Coge un pico y excava con cuidado.

– ¿Por qué?

– Porque te encontrarás con alguna sorpresa y podrías meterte en líos.

Antes de que yo acierte a preguntar a qué se refiere, abre la puerta y sale del despacho. Descuelgo el teléfono y llamo al jefe de Identificación.

– ¿Habéis encontrado alguna cosa en el coche de Kustas? -pregunto después de presentarme.

– Nada. Ni dentro del coche ni fuera. Sólo la guantera estaba abierta.

– ¿Qué contenía?

– Lo de siempre. El permiso de circulación, los papeles del seguro y un par de guantes.

Me parece poco probable que Kustas abriera la guantera para sacar los guantes o el permiso de circulación. ¿Buscaba otra cosa? ¿Qué sería?

– ¿El cadáver llevaba algo encima?

Se produce un breve silencio mientras examina el informe.

– Un pañuelo, una billetera con treinta mil dracmas, tres tarjetas de crédito y un teléfono móvil, marca Motorola. Las llaves del coche estaban en la cerradura.

La guantera pudo abrirse mientras conducía. Tal vez no se dio cuenta y se la dejó abierta. De repente, se me ocurre otra idea.

– ¿Encontrasteis algo en la moto que se usó para cometer el crimen?

– Nada. Estaba limpia.