En momentos así, cuando me encuentro en un callejón sin salida, el despacho me resulta pequeño y me asalta la necesidad de salir. Las oficinas de R.I. Helias, donde trabaja la hija de Kustas, están en la calle Apólonos, pasada Vulís. Ordeno a Vlasópulos que pida un coche patrulla. El teléfono suena en el momento en que me dispongo a salir. Es el comandante de la comisaría de la isla.
– He recibido la foto por fax. Intentaré averiguar algo, teniente.
– Es urgente. Empieza por los hoteles. Con un poco de suerte habrán guardado sus datos. De lo contrario, pregunta a los que alquilan habitaciones.
– De acuerdo. En cuanto a los otros dos…, ¿no tendrá su descripción? -pregunta vacilante.
– Si supiera sus nombres y su descripción, iría yo mismo a detenerlos. No sé nada, estoy buscando a ciegas. Podrían ser altos o bajos, gordos o delgados, qué sé yo. En cualquier caso, no debería resultar difícil averiguar algo. En la isla no habrá muchas parejas de hombres que pasen juntos las vacaciones.
– Se equivoca, teniente. En verano abundan. Se pasean por el pueblo cogidos del brazo o de la mano, o toman juntos el sol en la playa. Ya me entiende.
– ¿Qué estás sugiriendo? ¿Que una romántica parejita de maricas lo asesinó?
– Todo es posible. Así va el mundo.
Capítulo 11
De repente, nos asalta de nuevo la ola de calor. Cada año el verano nos hace la misma jugarreta. Los atenienses salen disparados en dirección a las islas y las playas para refrescarse en julio y en agosto, cuando suele soplar el meltemi [4], y en cuanto regresan a sus casas a principios de septiembre, ya sin posibilidad de escapatoria, el calor los acecha a la vuelta de la esquina para abrumarlos hasta noviembre.
El tráfico es fluido hasta el Hilton, pero a partir del parquecito del hospital Evangelismos hay un atasco fenomenal. Antes los atenienses se pasaban el día en los cafés, jugando a las cartas o al chaquete. Ahora se pasan las horas muertas en los coches, toqueteando el volante y el cambio de marchas. En los cafés, hablaban de todo; con los coches, van a donde quieren. Por eso eligen visitar el centro de la ciudad, porque allí encuentran de todo, desde los organismos oficiales hasta los fragantes montones de basura.
De pronto me doy cuenta de que los carriles de la avenida Reina Sofía en dirección a la plaza de Syndagma están obstruidos por los camiones de la basura. Al principio sólo había un par, después se les sumaron algunos más y ahora ocupan toda la calzada. Los coches tratan de circular entre ellos, avanzan a paso de tortuga y, con suerte, un par consigue pasar el semáforo cada vez que se pone en verde.
– ¿Adónde van todos estos basureros? -pregunto a Vlasópulos, extrañado.
– Ni idea. A lo mejor ha terminado la huelga y han salido a recoger la porquería.
A la altura de la calle Kubari el tráfico se detiene por completo, y todos los camioneros empiezan a tocar el claxon con insistencia. Un guardia urbano se acerca para preguntarnos adónde nos dirigimos.
– A la calle Filelinon -responde Vlasópulos.
– Pues han elegido el mejor momento. -Levanta los brazos en señal de impotencia-. Los basureros marchan con sus camiones hacia el Ministerio de Economía.
Hasta donde abarca la vista, la plaza de Syndagma es un mar de camiones; nosotros, una boya perdida entre ellos. A nuestro lado, un camionero vocifera por el móvil. Su voz debe de oírse, incluso sin la ayuda del aparato, hasta en el mismísimo hemiciclo.
– ¿Que dónde estoy? Parado a la altura del Parlamento. Es lo nunca visto, hemos colapsado toda la ciudad. Por aquí no pasa ni un mosquito. Hemos dicho al ministro que, si no acepta nuestras reivindicaciones, Atenas quedará ahogada en las basuras. Y que cuando empecemos a recoger, lo incluiremos a él también.
Promete volver a llamar antes de interrumpir la comunicación. Después se vuelve hacia nosotros y, al ver que estoy observándole, me tiende el móvil por la ventanilla.
– Toma, llama a casa y diles que llegarás tarde -me dice-. No creo que logres salir de aquí antes de la noche. -Y se troncha de risa con su broma.
Pongo cara de circunstancias y me limito a mirar por el parabrisas. Si le contesto, tal vez acabe tirándome a mí también a la basura, junto con el ministro, y a ver cuándo se dignarían recogernos.
Una decena de guardias urbanos pasea entre los camiones. Todos miran a su alrededor, hablan por radio y no hacen nada, porque en realidad no hay nada que hacer.
– ¿Qué está pasando? -pregunto al guardia más cercano, el mismo que nos habló hace unos minutos.
– Lo de siempre -responde con voz resignada-. Éstos arman el lío padre, el fiscal intenta negociar para que despejen la plaza y nosotros recibimos los insultos.
No veo a las Fuerzas Especiales, pero si hubiesen venido, se habrían desplegado alrededor de la plaza. Durante el funeral de Papandreu nos apostamos en la esquina de Mitropoleos con Filelinon. En aquellos tiempos yo era un simple novato que veía pasar el mar de personas siguiendo el féretro y rogaba por que no nos ordenaran dispersar la marcha. Con aquella multitud encendida, sólo Dios sabe qué hubiese podido pasar. La policía temía a la muchedumbre tanto como ésta a la policía. Algo es algo. Ahora, en lugar de multitudes hay un mar de camiones de basura. Los conductores nos insultan, nosotros tocamos el claxon y lo único que nos da miedo son los gérmenes contaminantes de los desechos.
El móvil del camionero me devuelve a la realidad y admiro a los fabricantes, capaces de inventar un sonido capaz de hacerse oír en medio de semejante pandemónium. El conductor se lleva el móvil al oído, se tapa el otro con un dedo y empieza a aullar.
– ¿Hemos de despejar la plaza sólo porque el ministro ha aceptado una entrevista con nosotros? Primero que acceda a nuestras reivindicaciones, después ya nos iremos. ¡No hay más que hablar! -Deja el móvil, abre la puerta del camión y empieza a gritar-: ¡Sois unos vendidos! ¡Sois unos golfos! ¿Cuánto os han dado para batiros en retirada, eh? ¿Cuánto habéis sacado? -Vuelve a agarrar el móvil-: ¡Ahora mismo voy a la central y monto un cirio! ¡Se van a enterar!
Como si quisiera demostrar que habla en serio, pone marcha atrás y choca con uno de sus compañeros.
– ¡Más despacio, colega! -grita el de atrás-. Si me destrozas el camión tendré que pagarlo yo.
En el coche patrulla hace un calor de espanto, tengo la cabeza a punto de estallar y percibo el olor de mi propia transpiración. Vlasópulos saca un pañuelo para secarse la cara. Al otro lado, el camionero ha apoyado un codo en el volante y, con la cabeza en la palma de la mano, contempla el hotel Gran Bretaña. Estará decidiendo a quién habría que fusilar por traición.
Transcurre un cuarto de hora. Los camiones se ponen en marcha lentamente, como arrastrados por una ligera brisa. Quince minutos más y también nosotros arrancamos y avanzamos, milímetro a milímetro, en dirección a la plaza. Al llegar a Filelinon, consulto mi reloj. Hace tres horas que salimos de la avenida Alexandras y ya son casi las dos.
Dejamos el coche en la esquina de Filelinon con Almirante Nikodimu. Las oficinas de R.I. Helias están en un viejo edificio de tres plantas. La puerta de nogal se abre a un espacio tranquilo y caluroso. No hay tapicerías color hígado, ni modernas estructuras metálicas, ni guardias de seguridad. Las paredes están revestidas de paneles de madera hasta media altura y a partir de ahí, pintadas con paisajes marítimos. La chica que nos recibe, ataviada con un vestido sobrio y sin maquillaje, hace juego con la decoración. El único instrumento moderno que observo en la sala es el ordenador que hay encima de su escritorio.
– ¿Qué desean? -pregunta amablemente.
Vlasópulos y yo nos presentamos y le informamos que deseamos hablar con Niki Kusta.