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Descuelga el auricular, habla con la chica y nos indica que subamos al segundo piso. El ascensor es un añadido posterior y en su interior apenas caben dos personas adultas.

Al salir del ascensor advierto que las basuras ocultaban una mansión construida por un tal Bodosakis en la década de los treinta. Ante nosotros, se abre una enorme estancia que recuerda los viejos salones de baile. A la izquierda, una amplia escalera de madera conduce a las otras plantas. El espacio ha sido dividido mediante tabiques de conglomerado en seis cubículos, tres a cada lado, en los que apenas cabe un escritorio con su silla correspondiente y otro asiento para las visitas, siempre que no sean obesas. Dentro de los recintos trabajan dos hombres y cuatro mujeres, sentados delante de sus respectivos ordenadores. Antes este tipo de jaulas se reservaban a los botones y los porteros. Ahora se destinan a los refugiados y los ejecutivos.

El pasillo central conduce hacia una serie de habitaciones: dos a la derecha, dos a la izquierda y una al fondo. El despacho de Niki Kusta es el primero a la derecha. La puerta está abierta y veo a una mujer joven, de unos veinticinco años, con el cabello negro muy corto y la mirada fija en la pantalla de un ordenador. Va vestida de negro y no lleva maquillaje. Llamo a la puerta abierta y ella vuelve la cabeza.

– Teniente Jaritos -me presento-. Y mi compañero…

– Ya sé. Adelante, teniente.

Aunque el despacho no es muy grande, supera las dimensiones de un cubículo. En las paredes observo tablones con gráficos y anotaciones.

– Llegan tarde -comenta al tiempo que señala las dos sillas dispuestas delante de su escritorio-. Estaba esperándoles. -Esboza una sonrisa cándida, casi infantil, que la hace parecer aún más joven.

– Es una visita de rutina, señorita Kusta. No había prisa.

– Claro; qué puedo decirles yo, si no sé nada en absoluto. Me enteré del asesinato de mi padre por la radio. -Habla siempre con la misma sonrisa, aunque se apresura a añadir-: No pretendo acusar a nadie. En su dolor, Élena ni siquiera se acordó de avisarme. O tal vez no quiso sobresaltarme en plena noche y decidió esperar hasta la mañana.

– ¿Estuvo usted en casa toda la noche? Tal vez llamó y no la encontró.

– No, estaba en casa con mi hermano.

La respuesta me sorprende.

– ¿Con su hermano? ¿Viven juntos?

– No pero Makis tiene problemas y…

– Conozco sus problemas. Me habló de ellos su… -Evoco la imagen de la señora Kusta en sus tiempos de artista, con el profundo escote y la pierna desnuda, y no me parece apropiado decir «su madrastra»-. Me lo dijo la señora Kusta.

De nuevo la sonrisa infantil asoma en su rostro.

– Me facilita las cosas, teniente. Makis está bien ahora, pero a veces se desanima y corre el peligro de sufrir una recaída. Entonces necesita apoyo. La noche del crimen fue una de esas ocasiones. Estuve con él toda la noche, cuidándolo.

Pudo superar el bache la noche del crimen, pienso, pero anoche, no. Ayer tomó su dosis y estaba colocado.

– ¿Es su comportamiento habitual? ¿Cuando necesita apoyo suele acudir a usted?

– Mi padre era un hombre chapado a la antigua. Creía que la severidad y la inflexibilidad lo curan todo. Makis tuvo tres recaídas, pero mi padre no cambió de táctica. -Tras una pequeña pausa añade, vacilante-: Su relación con Élena no es buena.

Finjo no saber nada del tema.

– ¿Por qué? ¿Existe alguna razón en concreto para que se produzcan roces?

– Makis nunca llegó a superar el trauma que le causó lo de nuestra madre.

– ¿Qué trauma?

– ¿No lo sabía? -Parece extrañada-. Nuestra madre nos abandonó.

No, no lo sabía. Como nadie me lo había dicho, pensaba que había muerto o que se había divorciado de Kustas.

Por lo visto Vlasópulos suponía lo mismo, porque pregunta sorprendido:

– ¿Les abandonó?

– Sí. Se fue con un cantante. Que yo sepa, siguen juntos. Si no me equivoco, él ya no canta, tiene una empresa discográfica. Desde que abandonó a papá, no quiso vernos más. Nos borró de su vida. -Habla sin amargura, sin emoción, como si relatara la vida de otras personas-. Makis nunca lo superó. Él tenía catorce años y yo, doce. Cuando Élena llegó a casa, mi hermano le dedicó todo su odio, como si le echara la culpa de lo sucedido. -Se interrumpe de nuevo, como si necesitara reconsiderar sus palabras. Luego prosigue con la misma sonrisa-: Bueno, tal vez esté siendo injusta con él; para mí fue más fácil. Verá, yo me he distanciado un poco. Raras veces voy a verles. En realidad sólo les visito en Navidad y el día de su santo. Sin embargo, de no ser por Élena no iría nunca.

– ¿Por qué? ¿Tenía problemas con su padre? -Si afirma que visita la casa paterna sólo por la señora Kusta, es evidente que no se llevan bien.

– No. Pero soy una persona independiente, me gusta arreglármelas yo sola. Cuando terminé mis estudios y volví a Grecia, le pedí a mi padre el apartamento que tenía en la calle Fokilidu, en Kolonaki. El primer piso de su propiedad. Desde entonces vivo allí. Luego encontré este trabajo y decidí llevar mi propia vida.

– ¿En qué consiste exactamente su trabajo, señorita Kusta?

– Hice un máster sobre estudios de mercado en Inglaterra, aunque aquí también me ocupo de realizar sondeos y calculo índices de audiencia. Ahora mismo nos han encargado un sondeo sobre la imagen pública de los líderes políticos. ¿Le interesa saber quién es el más popular?

La cuestión no me interesa particularmente, pero la chica es tan amable que no quiero ser descortés. Me inclino sobre el ordenador.

Los números me confunden hasta que leo el nombre de un ex ministro, actual diputado de la oposición mayoritaria. En una columna junto a su nombre aparece el porcentaje de popularidad que le corresponde: 62 por ciento.

– ¿Su índice de popularidad es del sesenta y dos por ciento? -pregunto incrédulo.

– Pues sí. Mayor que el del líder de su partido. El sesenta y dos por ciento de los encuestados le votarían para el cargo de primer ministro.

Es uno de esos políticos que aparecen cada día en la televisión y se oyen a todas horas en la radio, hablando de todo y de todos. Suele meterse con su jefe para «diferenciarse», por usar la expresión tan en boga. Cada vez que lo oigo hablar me tiro de los pelos, pero tal como antiguamente todos los caminos conducían a Roma, ahora conducen a la pequeña pantalla. Si apareces con suficiente frecuencia, puedes llegar a primer ministro. Y él lo sabe bien.

– Gracias, señorita Kusta. Si necesito algo más, ya la llamaré.

Me encamino hacia la puerta antes de que se me escape algún taco. Soy funcionario público y, si por mala suerte acaba convirtiéndose en ministro de Orden Público, yo podría acabar en un puesto fronterizo.

Ya he llegado a la puerta cuando se me ocurre una última cuestión y me vuelvo.

– Anoche vi a su hermano -digo-. Estaba en Los Baglamás y declaró ante Jortiatis que ahora se ocupa él del negocio.

Se pasa las manos por el corto cabello y suspira profundamente.

– Era el sueño de Makis -asiente-. Llevaba años pidiéndolo. Si mi padre hubiese aceptado, quizá Makis hubiese seguido un camino muy distinto. Él no dejaba de insistir, pero mi padre no quería ni oír hablar del tema. Ahora que está muerto, cree que podrá conseguirlo, aunque se verá decepcionado.

– ¿Por qué?

– Porque mi padre heredó sus propiedades indivisas, y ni Élena ni yo aceptaríamos que Makis se encargara de la gestión de un club nocturno. Al menos en su actual situación. Sería la ruina de mi hermano y también la del negocio.

– Tal vez su padre dejó un testamento.

La chica se echa a reír.

– ¿Mi padre? ¡Inconcebible! -Al reparar en mi desconcierto, se apresura a explicar-: Mi padre detestaba los documentos, teniente. Odiaba los acuerdos firmados, los contratos y los escritos en general. Nunca escribía. Incluso concertaba acuerdos verbales con los artistas que actuaban en sus clubes. Ellos sabían que siempre cumplía su palabra y confiaban en él.