Han pasado tres horas desde que Adrianí y yo salimos corriendo a la calle. Estoy sentado en el pretil de la plaza, frente a la suvlakerie, aunque ahora no puedo leer el rótulo porque todo está a oscuras. No hay luz ni teléfono. Oímos en un transistor que el epicentro del terremoto se halla en el mar, al norte de Creta, y que ha alcanzado 5,8 grados en la escala de Richter. En las tres horas transcurridas desde entonces, los habitantes de la isla han contado treinta y siete nuevas sacudidas, pero se ha desatado una gran discusión en torno a la última. La mitad sostenía que contaba, la otra mitad argumentaba que no, que sólo había sido un complemento de la penúltima, una especie de oferta dos por uno, como hacen en los supermercados cuando te regalan un disco por la compra de un detergente. Seguro que continuarán discutiendo hasta saciar su masoquismo.
– Después del terremoto de Kalamata, contaron cincuenta y dos réplicas en tres horas -comenta uno que está sentado a mi lado, y por su tono se diría que lamenta que su isla no haya estado a la altura.
El pueblo entero se ha reunido en la plaza. Unos se sientan en las sillas de la taberna y del restaurante, que están cerrados; otros en las del café del hermano de mi cuñado, que está abierto y suele servir naranjadas, Coca-Colas y café con hielo, aunque en esta ocasión nadie pide nada. Todos ocupan las sillas sin consumir y yo me alegro de verle pagar por su avaricia. Los que no llegaron a tiempo para sentarse se pasean por la plaza, entre los chiquillos que corren, juegan al fútbol y se pelean. El jaleo es formidable, porque no sólo alborotan los niños, también gritan los adultos del café a los de la plaza, los de la plaza a los de la taberna y los de la taberna a los del restaurante. Los dos puestos de suvlakis se están forrando. Los niños tienen hambre y no hay nada más que comer. Han puesto las parrillas y se hartan de asar carne para pinchos, que sirven con una rebanada de pan rústico. Al final el pan se acaba y sirven los suvlakis sin nada más. El resplandor de las brasas es la única luz que se ve en la plaza.
Los pocos turistas que quedaban en la isla este mes de septiembre han sido expulsados de la plaza y han buscado refugio en la parada del autobús. Con mucho gusto se marcharían de aquí, pero el autobús, aparcado un poco más abajo, no se atreve a circular y ellos tampoco se atreven a entrar en sus habitaciones para buscar sus equipajes. Algunos se han apostado delante de los asadores y esperan un turno que no les llegará nunca, porque los lugareños no tienen la menor intención de cedérselo.
A medida que avanza la noche y se van repitiendo los temblores, el miedo silencia las voces y acalla el jolgorio. Como si no hubiera bastantes problemas, empieza a caer una fina llovizna que levanta nuevas oleadas de protestas. La furgoneta de la compañía eléctrica pasa por cuarta vez, deprisa y tocando el claxon para abrirse camino.
– ¿Y ahora qué, Lambros? ¿Cuándo volverá la luz? -pregunta mi vecino al acompañante del conductor.
– Ya puedes esperar sentado. Se ha cortado el cable submarino y tardarán en arreglarlo -responde el otro, contento de que, esta vez, la luz se haya ido por una causa justificada, a diferencia de lo que ocurre normalmente, que el suministro se interrumpe sin razón un par de veces al día.
– ¡Vergüenza tendría que daros, inútiles! -increpa mi vecino a los de la furgoneta.
Está dispuesto a seguir despotricando, pero una nueva sacudida le hace perder el equilibrio y se cae del pretil. Un murmullo de infinitos matices se levanta de la plaza. Desde los «ahí va otra vez» de los más flemáticos hasta los aspavientos histéricos de algunas mujeres.
– Vaya, estás aquí. Hemos estado buscándote por toda la plaza -se oye a mi lado la voz de Adrianí.
Viene acompañada de Eleni, su hermana, y de Aspa, la hija de ésta, que estudia tercero de secundaria y es una chica tranquila e inteligente, la más simpática de la familia de mi cuñada.
– ¿Todo bien? -pregunto a Eleni, más que nada por cortesía, porque ya veo que no ha sufrido daño alguno.
– Qué horror, aún estoy temblando. Habíamos ido a la asociación para discutir qué se puede hacer con ese cerdo de Teologu, que pretende construir un hotelazo en el cabo y cerrar la vista de la playa, cuando sentí que el suelo se movía bajo mis pies. El tiempo que tardé en llegar al colegio para asegurarme de que Aspa estaba bien fue un auténtico infierno.
– La culpa es tuya. Claro, el señor no estaba bien en casa y necesitaba unas vacaciones. ¿Cómo no iba a haber un terremoto, si no parabas de quejarte? -Con sus palabras, Adrianí acababa de convertirme en la falla responsable del seísmo.
En realidad no hubo manera de convencerla de que nos quedásemos en casa, gracias a lo cual ahora tendremos que buscar entre los escombros para rescatar bragas y calzoncillos. La injusticia de sus palabras está a punto de sacarme de mis casillas cuando vuelve a atenazarme aquel dolor punzante en la espalda y doy un brinco involuntario.
– ¿Qué te pasa? ¿Otra vez el dolor? -pregunta Adrianí, que lleva veinticinco años espiando todos mis movimientos-. Lo tienes bien merecido, por no querer ir al médico. ¿Se puede saber para qué cotizas a la Seguridad Social?
– Es verdad. ¿Por qué no vas al médico si te duele? -interviene Eleni, echando leña al fuego.
– ¡Porque tiene miedo, como todos los hombres! ¡Todo un teniente de policía, jefe del Departamento de Homicidios! Se pasa la vida enfrentándose a asesinos y a navajeros pero le da miedo ir al médico…
– Sólo es un tirón. No pienso ir a visitarme por un tirón.
– Ya ves, él solito ha hecho el diagnóstico -señala Adrianí, despectivamente.
La conversación se desarrolla sobre un fondo de sacudidas, como si estuviéramos a bordo de un pesquero. La llovizna arrecia. Hará cosa de un mes que apareció el dolor por primera vez. Intenso y repentino, me clava un puñal en el omoplato izquierdo antes de apoderarse del brazo; dura unos diez minutos y luego desaparece. No quiero ir al médico, porque cuando empiezan a mirar siempre acaban encontrándote algo.
Mis pensamientos cambian de rumbo, no gracias a mi voluntad de hierro, sino debido al clamor que recorre la plaza. Al volverme, veo que el alcalde se ha subido al pretil y trata de tranquilizar los ánimos.
– ¡Silencio! ¡Escuchadme un momentito! -grita y el vocerío se calma un poco-. He hablado con el gobernador. Me ha asegurado que ya han enviado mantas y tiendas de campaña. Están en camino -añade satisfecho. En vez de aplacar a la multitud, esta noticia la inflama más.
– ¿Cuándo llegarán? ¿Para Año Nuevo?
– Llevamos cinco horas a oscuras, aguantando la lluvia, ¿y ahora vienes tú a decirnos que aún están en camino? -Advierto un claro énfasis en el «aún».