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– Ya estoy -oigo la voz de Adrianí a mis espaldas.

Lleva aquel vestido que compramos juntos en una boutique durante las rebajas del año pasado, como regalo de cumpleaños. Se ha puesto un collar de perlas, de bisutería de calidad, y ha elegido bolso y zapatos marrones. Admiro su gusto discreto y me pregunto cómo puede mantenerlo viendo cada día a todas esas mujeres emperifolladas como árboles de Navidad en los culebrones de la tele.

– Vámonos -digo y me pongo de pie.

– ¿Cómo? ¿Piensas salir así?

– ¿Por qué? ¿Qué me pasa?

– Por favor -suplica-. No puedes salir con el traje de diario.

Tengo otro, un traje de verano que me pongo en ocasiones especiales, pero es de color claro y se ensucia, mientras que éste es oscuro y disimula las manchas. Abro el armario y lo veo colgado de una percha de alambre, enfundado en una bolsa de plástico, tal como lo recogimos de la tintorería. Me lo pongo junto con la corbata a juego, la única que tengo que no desentona con este traje.

– Muy bien -aprueba Adrianí satisfecha, y alisa la tela de la americana antes de dirigirse, orgullosa, a la puerta.

Capítulo 13

El Kanandré, que resultó ser Le Canard Doré, nada tiene que ver con los otros clubes de Kustas. Es un edificio neoclásico de principios del siglo XX, de esos que construían los políticos, los grandes comerciantes y los médicos para veranear en Kifisiá. Para llegar a él, hay que atravesar un gran jardín, bien cuidado e iluminado por lámparas en forma de seta. La edificación recibe luz de unos potentes focos ocultos entre los parterres. La verja que da entrada al jardín está abierta y la decoración de hierro forjado que la corona contiene una inscripción en forma de pato: Le Canard Doré. No es un rótulo luminoso, sino una placa pintada. Debido al bochorno, la gente está cenando en el jardín, entre las setas iluminadas.

Me da vergüenza aparcar el Mirafiori entre los Audi, los Mercedes y los BMW. Lo dejo un poco más abajo, al abrigo de la penumbra que proyectan los pinos.

Antes de entrar, Adrianí se detiene para admirar el local.

– Qué glámurus -exclama entusiasmada. La primera vez que me dijo esta palabra, yo no sabía qué significaba y tuve que buscarla en el Oxford English-Greek Learner's Dictionary, el único diccionario inglés-griego que tengo. Ahora ya la conozco. Significa brillante, encantador, seductor, casi mítico.

Adrianí me toma del brazo y cruzamos la verja de entrada. El maître, con sus pantalones negros, su americana color crema y su pajarita, se apresura a recibirnos.

– Buenas noches -nos saluda con gran amabilidad-. ¿Han hecho una reserva?

– No.

– Me temo que no hay mesas. -Su expresión manifiesta tal tristeza que se diría que está al borde del suicidio.

A punto estoy de decirle quién soy, para que se suicide de verdad por tener a un poli en su local a estas horas, pero no hace falta.

– Está bien, Michel -interviene una voz femenina-. Son mis invitados.

Me vuelvo y veo a Élena Kusta. Se ha arreglado el pelo y lleva un sencillo vestido blanco, pero con eso es más que suficiente. No es que aparente menos edad, sencillamente resulta más deseable que cualquier veinteañera.

– Buenas noches, señor Jaritos. -Y me tiende la mano.

– No esperaba encontrarla aquí. -Le presento a Adrianí, que se ha quedado mirándola, impresionada.

– Dinos tenía debilidad por Le Canard Doré, ¿sabe? Era su joya. Pensé que haciéndome cargo del restaurante honraría su recuerdo.

Nos acompaña mientras el maître nos conduce hacia una mesa un poco apartada. Adrianí no puede dejar de mirar a Élena. Al final, no resiste más:

– Perdone, ¿es usted Élena Fragaki? -pregunta.

Una sonrisa ilumina el rostro de Kusta.

– Le agradezco que me recuerde después de tantos años -dice, casi emocionada.

– No es fácil olvidarse de usted.

Kusta tiende la mano y, en un gesto espontáneo, roza el brazo de Adrianí. Entre la admiración de mi mujer y la coquetería de Élena Kusta se ha establecido una alianza inmediata.

El maître despliega los menús. A la derecha, los nombres de los platos aparecen escritos en francés, con el alfabeto latino. A la izquierda, en francés pero con letras griegas. No entiendo nada. Kusta lo advierte enseguida e indica al maître:

– ¿Qué nos recomendarías, Michel?

– El marisco -propone él sin vacilar-. Si los señores prefieren algo más clásico, les recomendaría la terrina de hígado de pato o las setas a la provéngale. De segundo, ternera a la bourguignonne con patatas o bien gallo au vin, que es nuestra especialidad.

O bien el escalope. Si les apetece pescado, el rodaballo es la mejor elección.

– Nos ponemos en sus manos. Confío plenamente en usted -dice Adrianí y el maître se hincha como un gallo a punto de ser rociado con el vino. En momentos como éste, la admiro. Sé perfectamente que no ha entendido nada, pero tiene una forma muy propia de manejar la situación sin delatar su ignorancia.

– ¿Tenéis algo a la parrilla? -pregunto.

– Entrecot.

– Pues tomaré eso.

Apenas se ha alejado el maître cuando llega un camarero con un cestito lleno de pan. Rebanadas de pan integral caliente, rebanadas de pan blanco caliente, grisines y tostaditas. Con el contenido del cestito bastaría para alimentar a toda una familia de albaneses.

– ¿Han elegido la bebida? -pregunta el camarero.

– ¿Vino? -dice Adrianí, consultándome con la mirada.

– Un Chablis del 92 -interviene la señora Kusta. Después se dirige a mí-: ¿Han venido a cenar o por razones profesionales, señor Jaritos?

Siempre consigue desconcertarme.

– A cenar, pero se me ha ocurrido que tal vez aproveche la visita -respondo evasivamente-. No se trata de nada importante. Sólo quiero hacer una pregunta al gerente del establecimiento.

No parece disgustada, porque sonríe.

– Está en el restaurante -dice señalando el edificio neoclásico-. Pregúntele lo que quiera. Ahora tendrán que disculparme. Volveré en cuanto termine mi ronda. -Se acerca a la mesa de al lado y entabla conversación, con la encantadora sonrisa que la caracteriza.

– ¿Me has traído aquí por trabajo? -dice Adrianí.

– No, me apetecía salir un poco. Podríamos haber ido a otro sitio, pero pensé que así mataría dos pájaros de un tiro.

Está tan contenta que se deja convencer sin discusiones y me dedica una sonrisa. Por primera vez se me presenta la oportunidad de mirar a mi alrededor. La edad de los comensales oscila entre los cuarenta y cinco y los sesenta. No hay gente joven. Van todos vestidos de punta en blanco, y agradezco a Adrianí que me haya obligado a cambiarme de traje. Todas las mesas están ocupadas y, si nos encontráramos en una taberna, el ruido sería ensordecedor. En cambio aquí la clientela habla en voz baja, como si estuviéramos en la Biblioteca Nacional.