Выбрать главу

Vuelve el camarero con una botella de vino. La hace rodar entre las manos cual prestidigitador y la descorcha. La envuelve en una servilleta, sirve apenas un par de gotas en mi copa y, como si hubiera cambiado de opinión, se incorpora y permanece inmóvil, la botella suspendida en el aire, observándome.

– ¿Qué te pasa? Llénala -digo.

Me dirige una mirada que no alcanzo a interpretar y llena la copa. El vino es aromático y tiene un sabor suave, entre dulce y amargo. De pronto, vislumbro en el centro del jardín al ex ministro que tiene tan alto índice de aceptación. Preside una mesa en la que cenan otros cinco comensales, tres hombres y dos mujeres. De vez en cuando, aparta la vista de su plato y mira a su alrededor, como si esperara que alguien se acercara a saludarlo. La clientela de Le Canard Doré, sin embargo, prescinde de ex ministros; esa gente sólo se codea con el primer ministro. Aquí el índice de popularidad no sirve de nada, aunque sea superior al del jefe de su partido.

El entrecot gotea sangre. Por las patatitas redondas que hay en el plato de Adrianí, deduzco que le han servido el «burriñón» o como se llame.

– ¿Te gusta? -me pregunta ella.

– ¿Y a ti?

– Es delicioso.

La carne se me atraganta, porque tengo la sensación de estar masticando a la víctima de un asesinato de los que veo a diario, y me levanto en busca del gerente. De camino hacia el edificio, paso por delante del ex ministro, quien levanta la cabeza y me mira. Está esperando que lo salude, pero yo también paso de largo, aunque no me codee con el primer ministro sino con Guikas.

A derecha y a izquierda de la planta baja del edificio neoclásico hay dos grandes salas que en invierno deben de servir de comedores. Una escalera de madera conduce al primer piso, donde ha de haber otras salas. Las paredes están revestidas de madera y pocos cuadros cuelgan de ellas. En el vestíbulo encuentro al maître en compañía de otro hombre, alto y delgado y ataviado con un traje carísimo. Enseguida comprendo que se trata del gerente, pero prefiero asegurarme, a pesar de todo.

– Quisiera hablar con el gerente del restaurante.

– Yo mismo.

– Soy el teniente Jaritos.

– Ah, sí -responde sin dudar. Kusta ha debido de avisarlo-. ¿En qué puedo ayudarle, teniente? -Acentúa la mayoría de las palabras en la última sílaba, y la «r» se le escapa y suena como una «g», pero consigue hacerse entender.

– Quisiera formularle algunas preguntas. No le robaré mucho tiempo. -Por lo visto el ambiente ha influido en mi comportamiento, porque me muestro más amable que de costumbre.

– Estoy a su disposición.

– La noche del crimen, Dinos Kustas pasó por aquí antes de ir al otro club, ¿no es así?

– Sí.

– ¿Recuerda a qué hora vino?

– No miré el reloj, pero él solía presentarse siempre a la misma hora: a las once.

– ¿Y a qué hora se marchó?

– Mmmm… -piensa un poco-. A eso de las doce o doce y media, tal vez.

– ¿Se llevó algo?

– ¿Qué podría haberse llevado? ¿Comida empaquetada?

Se ríe con su propia broma, pero a mí empieza a irritarme su acento y su tendencia a contestar a mis preguntas con otras preguntas.

– No sé, por eso te lo pregunto. ¿Se llevó algo? -Normalmente, la estrategia del tuteo repentino da resultado con los griegos, pero éste no se da por aludido.

– ¿Comida? No.

– ¿Otra cosa, tal vez? ¿Dinero, por ejemplo?

– Esto no es un banco, teniente, ¿verdad?

– No he dicho que sea un banco. Me refería a que tal vez se llevó la recaudación de la jornada.

– Oh, mais non -se le escapa en francés-. Jamás hacía eso. Cada mañana venía un furgón blindado para llevarse el dinero.

– ¿City Protection?

– Sí, señor.

El furgón blindado hacía el mismo recorrido todos los días: Kifisiá-Kalamaki, Kalamaki-avenida Atenas, avenida Atenas-banco. Como un autobús de línea.

– Esto es todo. Muchas gracias.

– De nada. Espero que haya disfrutado de la cena.

Me limito a responder con una sonrisa que podría significar «sí», para que no piense que me he arrugado porque me han servido un filete crudo, como si fuera un caníbal. En fin, Kustas no se llevó dinero de Los Baglamás ni de Le Canard Doré. Mi última esperanza es que lo sacara del banco. Aunque, en ese caso…, ¿dónde estaba? ¿Y si lo que fue a buscar al coche no era dinero, sino otra cosa, que ha desaparecido? O tal vez se trató de una serie de coincidencias, y el asesino se limitó a esperar su salida. Conocía sus costumbres y sus horarios, y sabía que a esa hora no tardaría en aparecer. Si el extracto de su cuenta bancaria demuestra que no solicitó ningún reintegro, esta hipótesis sería la más probable. Sin embargo, aún queda una pregunta pendiente: ¿qué fue a buscar al coche, al margen de quién fuera el asesino?

De vuelta a la mesa, descubro que Adrianí y la señora Kusta están charlando como viejas amigas.

– ¿Ha terminado? -me pregunta Kusta.

– Sí, sólo era un pequeño detalle. ¿El gerente es francés?

– Sí, el chef también. Como ya le comenté, Dinos quería un restaurante genuinamente francés.

– Y su presencia le da luz -interviene Adrianí con dulzura.

Élena Kusta se ríe con timidez, pero es evidente que le ha gustado el cumplido.

– No me tiente, señora Jaritu. Decidí probar durante unos días, pero no estoy segura de hacerme cargo del restaurante. -Se vuelve hacia mí-: Makis tiene parte de razón, teniente. He pasado demasiado tiempo escondida en mi fortaleza, y el mundo exterior me asusta.

– Si se decide, sólo quedará el Flor de Noche sin dirección. -No entiende mi insinuación y me dirige una mirada interrogante. Decido ser más directo-: Anoche, en Los Baglamás, Makis afirmaba ante quien quisiera oírlo que él es el jefe.

La reacción de Kusta es idéntica a la de su hijastra. Suspira profundamente y se apoya en el respaldo de la silla.

– Entonces también querrá dirigir el Flor de Noche. Esos clubes han sido siempre su mayor ambición. Siempre discutía con su padre por ese tema, pero mi marido no se dejaba convencer. -Guarda silencio y vuelve a suspirar-. Alguien debería hablar con él, explicarle que sería su ruina, pero ¿quién? La única persona a la que hace caso es Niki. A mí me odia, ya lo ha visto.

– No sólo lo vi, sino que él mismo me lo dijo.

– ¿Cuándo?

– El día que fuimos a verla a su casa, él nos esperó en la calle para advertirnos de que usted había engatusado a su padre y que lo manipulaba a su antojo.

Lo suelto sin ningún miramiento para observar su reacción, pero ella se limita a sonreír con amargura.

– Es cierto -asiente pensativa-. No lo manipulaba a mi antojo, eso hubiese sido imposible. Pero engatusarlo… sí, tal vez.

Vuelve a callar y su mirada se pierde en la lejanía, entre los árboles, como si estuviera rememorando el pasado para decidir si había engatusado a Dinos Kustas.

– ¿Sabe cómo conocí a mi marido? -pregunta de pronto-. Yo cantaba en el teatro Acropole. El era dueño de Los Baglamás y, por aquel entonces, estaba a punto de inaugurar el Flor de Noche.

– ¿No fue el Flor de Noche el primero en funcionar?

– No. Primero abrió Los Baglamás; después, el Flor de Noche, y por último, este restaurante. Mi marido empezó de cero, señor Jaritos, y, como suele suceder en estos casos, fue subiendo peldaño a peldaño. En fin. En esa época aún no había micrófonos inalámbricos. Para bajar del escenario teníamos que arrastrar largos cables. Dinos era un asiduo. Se sentaba siempre en segunda o tercera fila, junto al pasillo. En cuanto le veía, yo bajaba del escenario, le sonreía y, al pasar, me apoyaba un momento en él…