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Seguro que también te abrías el vestido para que admirara tus piernas, pienso, pero no lo dices porque está delante Adrianí.

– No quería ser su amante -prosigue como si me hubiera leído el pensamiento-. Eso suponían todos, pero no era cierto. Quería que se fijara en mí y me contratara para cantar en el Flor de Noche. Después de la tercera o cuarta vez, me envió flores al camerino y me invitó a cenar. Su mujer acababa de abandonarlo, dejándolo al cuidado de dos niños pequeños. Salimos un par de veces. Era un hombre agradable y me gustaba su compañía, pero no soltaba ni una palabra en cuanto a contratos. Al final, en lugar de ofrecerme un trabajo en su establecimiento, me propuso matrimonio. Lo medité y al final acepté. Desde cierto punto de vista, podría decirse que lo engatusé.

– ¿Por qué? -pregunta Adrianí-. ¿Por qué dejó su carrera?

– Porque tenía ya treinta y cinco años, señora Jaritu. En mi profesión, si a esa edad no has llegado a lo más alto, corres el peligro de acabar haciendo giras por las provincias. Y yo no estaba en lo más alto, no nos engañemos. -Tras una breve pausa, me sonríe-: Se lo cuento, teniente, para que lo sepa por mí, antes de que otros lo presenten como les convenga.

Cuando llega el momento de marcharnos, se niega a aceptar que paguemos la cuenta.

– La próxima vez -dice-. Esta noche son mis invitados. ¿Quién sabe? A lo mejor me traen suerte y puedo quedarme con el local.

Aunque ya sabía que no me dejarían pagar, con Élena Kusta o sin ella, he traído dinero, por si acaso.

– Ha sido una velada maravillosa -comenta Adrianí en el momento en que arranco el Mirafiori, y me da un beso en la mejilla. El segundo de la noche. Últimamente, me está acostumbrando mal.

– ¿Qué te ha parecido Élena Kusta?

– Es una gran mujer. Y no se da aires a pesar de su posición.

– ¿Y lo que ha dicho de su marido?

– ¿Que lo engatusó? Valoro su sinceridad. Todas las mujeres hacemos lo mismo. Si te contara lo que hice yo para engatusarte…

Freno el coche y la miro. Me dirige una sonrisa triunfal. Estoy a punto de preguntar qué hizo, pero cambio de opinión. Mejor no saberlo.

En las tres horas que llevamos fuera, las basuras han cubierto por completo la acera de la calle Aristokleus y han llegado hasta nuestro portal. Adrianí se apoya en mí, salta por encima de dos bolsas de plástico y aterriza en la entrada.

– ¡Qué gentuza! -exclama indignada-. ¿No han oído por radio y televisión la advertencia de que no saquemos la basura a la calle?

– Oyen tantas cosas que se olvidan -contesto, y salto yo también, siguiendo sus pasos.

Capítulo 14

Las dos cuentas bancadas de Kustas, la del Banco Nacional y la del Comercial, son de sucursales de Glifada. Decido visitarlas temprano, antes de ir a la oficina. Ojalá logre convencer a los directores de que me las enseñen sin necesidad de una orden judicial, porque si tengo que recurrir al fiscal, perderé un par de días. La única posibilidad de que Kustas llevara una gran suma de dinero en el coche es que lo hubiera sacado del banco el mismo día de su asesinato, o el anterior como mucho. De ser así, lo hizo para pagar a su asesino, con lo cual quedaría abierta la pregunta de dónde está el dinero, ya que no lo hemos encontrado. Si por el contrario no hay dinero de por medio, se trata de un asunto turbio. Ambas posibilidades conducen a la misma conclusión: Kustas tenía que encontrarse a solas con el asesino, por eso abrió el coche y no quiso que lo acompañaran sus matones. Cuando el otro lo llamó, se volvió para responder. Lo cierto es que se citó con él a las dos y media de la madrugada, ya fuera para darle dinero o para hablar en la intimidad del coche. El asunto apesta. A saber qué negocios sospechosos se traía entre manos y con quién. ¿Cómo descubrir al asesino?

Dejo la calle Ymitú y entro en la avenida Vuliagmenis. La ola de calor de ayer ha creado una atmósfera irrespirable, el cielo está cargado de nubes y el bochorno es tremendo. Tengo que secarme las manos continuamente, porque me sudan y temo perder el control del volante. Por suerte, a la altura de Brajami los coches empiezan a circular con fluidez y encuentro el relativo aliviode una brisa refrescante. En realidad, son imaginaciones mías, porque el aire que entra por la ventana es tan ardiente como si viniera del desierto.

Tardo cuarenta y cinco minutos en llegar al banco y aparcar. Es una de esas sucursales nuevas, decoradas en blanco y azul celeste, los colores de la bandera. Los escritorios son idénticos, cada uno con sus dos sillas destinadas a los clientes, todas vacías, porque el único cliente, aparte de las tres personas que aguardan su turno ante la ventanilla, soy yo. Cuento los miembros del personaclass="underline" unos diez directores, subdirectores e interventores, y tan sólo tres empleados, uno de ellos en la caja. Me acerco a una empleada encorvada sobre un documento y pregunto por el director de la sucursal. Sin levantar la cabeza, extiende una mano y señala la escalera. Pierdo la oportunidad de verle la cara, pero la admiro por ser capaz de orientarse entre el laberinto de jefes.

El director es un hombre de unos cuarenta años. No sé cómo ha podido confundirme con un empresario deseoso de trabajar con su banco, pero lo cierto es que me recibe con una sonrisa abierta y luminosa. En cuanto lo informo del motivo de mi visita, la sonrisa se desvanece y es sustituida por una mirada tenebrosa.

– Imposible. Eso contravendría el secreto bancario -objeta.

– Lo sé. Y usted también sabe que Kustas murió asesinado. No soy pariente ni heredero. Soy policía y le pido que colabore en nuestra investigación.

Se encuentra en una posición incómoda. No pretende dificultar mi labor, sino sopesar las consecuencias.

– No puedo entregarle una copia del movimiento de cuentas, pero sí mostrárselo.

– Con eso será suficiente.

– Si esto llegara a saberse, perdería mi empleo. Me entiende, ¿verdad?

– No se preocupe, guardaré el secreto.

Levanta el auricular y pide el movimiento de cuentas de Kustas. Me pregunto si lo traerá uno de los directores o interventores, porque los empleados rasos escasean. Al final, aparece la chica que me ha indicado el despacho.

Estudio las operaciones bancarias. Figuran ingresos diarios de unos cinco millones de dracmas, pero ningún reintegro importante, ni el día del asesinato ni el anterior. Dejo el documento sobre el escritorio del director y me dispongo a marcharme. Si Kustas sacó dinero para pagar a alguien la noche del crimen, no fue en el Banco Comercial.

La sucursal del Banco Nacional queda a dos pasos y es el polo opuesto de la anterior. Aquí hay pocos directores, muchos empleados y unas colas en ventanilla que recuerdan las delegaciones de Hacienda cuando finaliza el plazo de entrega de las declaraciones. Las dos sillas ante la mesa del director están ocupadas, y tengo que esperar a que queden libres.

Al cabo de media hora, cuando consigo entrar en el despacho y comunicarle el motivo de mi visita, el tipo alza los brazos en señal de impotencia.

– Por desgracia, no estoy en disposición de ayudarlo. El secreto bancario me lo impide.

– Ya lo sé, pero su cliente murió asesinado y estamos buscando al culpable.

– Nuestro cliente fue asesinado, cierto, pero dejó herederos que, por el momento, desconozco. Oficialmente al menos.

– No quiero copias del movimiento de cuentas, ni siquiera le pido que me lo muestre. Basta con que me diga si Kustas extrajo una suma importante el día de su muerte, o el anterior.

– Lo lamento.

– Podría venir con una orden judicial para investigar sus cuentas.

El director sonríe.

– Ya veo que conoce el procedimiento legal; ¿por qué no lo sigue? Así los dos estaremos más seguros.

– Muy bien -asiento, y acto seguido me pongo en pie-. Volveré mañana con la orden judicial. Por cierto, necesitaré los servicios de dos de sus empleados.