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– ¿Por qué? -Me observa extrañado.

– Porque investigaré hasta el último movimiento de la cuenta desde el día en que se abrió y pediré comprobantes de cada ingreso, cada reintegro y cada transacción. Calculo que nos llevará un par de jornadas.

– Pero si acaba de decirme que sólo le interesa el movimiento de los dos últimos días…

– Usted quiere cumplir bien con su trabajo y yo con el mío. Éste es el procedimiento oficial.

Piensa en lo mismo que he pensado yo cuando le he pedido dos empleados: en la gente que se amontona delante de las ventanillas. En la calle se desata una tormenta con rayos y truenos. El director descuelga el teléfono y pide un extracto de la cuenta de Kustas. Deja el auricular y me mira. Ya le gustaría echarme del despacho, pero no le queda más remedio que aguantarse. Cuando llega el extracto, separa la última hoja y me la entrega. Kustas sacó cincuenta mil dracmas el día anterior a su muerte. Se gastó veinte mil, y encontramos las treinta mil restantes en su billetera. Nada más.

– Gracias por su ayuda -digo y le devuelvo la hoja.

No me saluda cuando me marcho, y yo tampoco a él. No es que pretenda mostrarme descortés, sino que estoy pensando en Kustas. La posibilidad de que sacara dinero para entregarlo a su asesino queda descartada. Así pues, debieron de citarlo para mantener una conversación en el coche. Cuando encontremos al asesino, si lo encontramos, sabremos cuál iba a ser el tema de la charla. Tomo nota mental de pedir a Dermitzakis que averigüe qué llamadas realizó Kustas desde su teléfono móvil y desde el fijo. Tal vez eso nos dé alguna pista.

Está lloviendo a mares. Llego al Mirafiori calado hasta los huesos y renegando del tiempo; de Kustas, que tuvo la ocurrencia de abrir sus cuentas en Glifada, y del director del Banco Nacional, que me ha causado este retraso.

A la altura del aeropuerto, el embotellamiento en la avenida Vuliagmenis es tal que apenas avanzamos. Los semáforos no funcionan, los conductores están como locos y las bocinas resuenan. La ropa se me ha pegado al cuerpo y tiemblo como un pez fuera del agua. No hará más de media hora que empezó a llover pero, a la altura de Iliúpolis, un gran torrente baja de la montaña. Un Yugo, un Renault Clio y un Fiat Uno han quedado atrapados en el charco. Los conductores, sentados tras el volante, contemplan las aguas como turistas en las cataratas del

Niágara. Si el Mirafiori se cala ahora, jamás volverá a arrancar, pienso, y tendré que desplazarme en trolebús. Bajo la ventanilla e indico a los demás conductores que quiero pasar al carril de la izquierda. El que debía cederme el paso saca la cabeza por la ventanilla y empieza a llamarme de todo, pero a cambio recibe una ducha de agua de lluvia. Enseguida mete la cabeza dentro del coche y sube la ventanilla, mientras consigo cambiar de carril. En el primer semáforo que me permite girar a la izquierda, doy la vuelta y subo a la acera. Apago el motor y, tiritando, espero a que escampe. Ayer por la noche era un armador griego en un restaurante francés; hoy soy un náufrago paquistaní en las aguas de Vuliagmenis.

Capítulo 15

El centro de la ciudad aparece alfombrado con las basuras que ha arrastrado la lluvia. La gente llega a su destino atravesando un bosque de desechos: tetrabriks de Milko, botellas de plástico de Coca-Cola, latas de cerveza y envases vacíos de yogur. Por más que la radio anuncie que la huelga de basureros ha terminado, la porquería sigue imperando. Seguramente esperan a que las seque el sol antes de pasar a recogerlas.

El trayecto hasta la avenida Alexandras dura lo mismo que un viaje a Volos: unas tres horas. Cuando llego, ya se me ha secado la ropa. Al verme entrar, Vlasópulos se apresura a recibirme:

– El director quiere verlo.

– Vale. Pasa a mi despacho. -Veré a Guikas más tarde, cuando me haya calmado un poco-. ¿Alguna novedad en el caso Kustas?

– Si lo pregunta así, no.

– ¿Se puede saber qué quieres decir con eso, Vlasópulos? ¿Cómo habría de preguntártelo? Mejor di «sin comentarios», eso que ahora está tan de moda. -Me alegro de haber tenido la oportunidad de descargar mi frustración contra él, así me enfrentaré a Guikas más sereno.

– Quiero decir que sobre el caso Kustas nadie sabe nada.

– Sí saben, pero prefieren callárselo.

– No, teniente. -Guarda silencio y me mira perplejo-. Algo raro pasaba con Kustas. No con su muerte, sino con él mismo.

– ¿A qué te refieres?

– No lo sé, es difícil de precisar. Cuando pregunto acerca del asesinato, todos responden sin problemas. Cuando pregunto qué tipo de persona era, se les traba la lengua.

– No me vengas con psicoanálisis de pacotilla, Vlasópulos. Nosotros nos ocupamos de los trapos sucios, no de las sutilezas de diván. Sigue preguntando, presiónalos.

– De acuerdo. -Deduzco que lo he convencido, porque añade-: Sea como sea, seguiré investigando.

– Bien dicho. Llama a Dermitzakis.

Le he echado una buena bronca, pero sus palabras me dan qué pensar. Si está en lo cierto, hay una conspiración de silencio. No por temor a Kustas, que está ya muerto, sino a sus colaboradores. La segunda opción empieza a cobrar cuerpo. Kustas salió solo del club la noche del crimen porque se había citado con un «colaborador». Mal que me pese, la Brigada Antiterrorista tenía razón. Tal vez el asesino fuera inepto o novato, pero cobró por cometer el crimen.

– Quiero que investigues todas las llamadas telefónicas de Kustas -ordeno a Dermitzakis en cuanto aparece-. Las que hizo desde el restaurante, los dos clubes, su casa y el móvil. Quiero saber a qué números llamaba.

– ¿A partir de qué fecha?

– Los últimos quince días, así nos cubrimos las espaldas. Empieza con el móvil. Lo más probable es que lo utilizara.

Lo dejo y me dispongo a subir al despacho de Guikas. La noticia de que me he pasado tres horas en remojo ha debido de conmover al ascensor, porque me abre las puertas sin tardanza. Rula me recibe con una gran sonrisa.

– ¿Cuándo será la boda? -pregunto.

– Bueno, Sakis quiere que nos casemos enseguida, pero yo no tengo prisa.

– ¿Por qué?

– Que sufra un poco. Los hombres son arrogantes con las mujeres fáciles. -Me mira como si insinuara que tengo suerte de estar con Adrianí, fuera ya de su alcance.

– ¿Está en su despacho? -pregunto, intentando dominar el irreprimible impulso de salir huyendo.

– Sí, y lleva todo el día buscándole.

Así es: en cuanto abro la puerta, se me echa encima.

– ¿Dónde te habías metido? No me ha llegado ningún informe.

– Aún no hay informe. Estamos dando palos de ciego.

Lo pongo al día de mis pesquisas desde que me encargué del caso y le cuento mi aventura bancaria de la mañana. Me contempla con aire pensativo.

– Prefiero que te ocupes del caso del cadáver sin identificar -resuelve al final-. Que Vlasópulos se ocupe de Kustas.

Su decisión me deja atónito. Intento averiguar qué se propone, pero su rostro permanece inexpresivo.

– ¿Por qué? -Es lo único que se me ocurre preguntar.

– Lo investigará durante unas semanas, no conseguirá nada y pasará al archivo de casos sin resolver.

De repente recuerdo las palabras de Sotirópulos: si investigo el caso de Kustas a fondo, acabaré metiéndome en líos. Conozco bien a Guikas. No deja piedra sin levantar en delitos mucho menos trascendentes. Si ahora se muestra dispuesto a archivar éste, es que ha recibido órdenes de arriba. Aunque creía haber descargado mi irritación contra Vlasópulos, de pronto siento que se me crispan los nervios.

– ¿Ha sido idea de Stellas?

– ¿Qué tiene que ver él en este asunto?