– Me sugirió que archivara el caso desde el primer día.
– ¿Y tú crees que Stellas me da órdenes? -grita. Está enfadado porque piensa que lo subestimo, y también para levantar una cortina de humo-. Aquí tenemos a las cuarenta tribus de Israel. Albaneses, serbios, rumanos, búlgaros, todos dispuestos a matar por un mendrugo. Cualquiera los encuentra. Archivaremos el asunto y, con un poco de suerte, el año que viene detendremos al asesino por otro crimen y, de paso, esclareceremos éste.
Termina y espera a ver si voy a poner objeciones. Permanezco callado y él se tranquiliza.
– Además, tenemos noticias referentes al otro caso.
Coge del escritorio dos folios unidos con una grapa y me los da. El primero está en alemán. Por los sellos deduzco que se trata de un documento oficial.
– Es la declaración del alemán. Ha llegado esta mañana por fax. Lo localizaron en la Universidad de Berlín.
Paso la hoja y veo que el segundo folio es la traducción del primero al griego.
– ¡Qué rápido! -comento para picarlo, porque ya sé lo que viene a continuación.
– La cuestión es conocer a las personas adecuadas -replica con orgullo, confirmando mi sospecha.
– ¿Su amigo en Alemania?
– Hartman, sí.
A saber si ha sido Hartman o mi petición lo que ha producido la declaración suplementaria. Los documentos pasan siempre primero por las manos de Guikas.
– Hemos estado investigando acerca de Kustas en ambientes sospechosos, pero todos tienen miedo y no sueltan prenda. Es posible que este caso tenga mucha más trascendencia de lo que imaginábamos al principio. Quizá deberíamos investigar un poco más, a ver adónde nos conduce.
Me observa. Después asume esa expresión desenfadada a la que suele recurrir cuando quiere decirme algo sin necesidad de palabras.
– Kostas, sé muy bien adónde quieres ir a parar. Que Vlasópulos se ocupe del caso. No insistas.
Por un momento nos miramos en silencio. Después abro la puerta y salgo del despacho.
– ¿Qué pasó con Hartman? -pregunto a Rula.
– ¿Quién es?
– El alemán a quien tenías que llamar en Munich.
– Ah, no lo encontramos y lo dejamos correr.
Si resolviera los crímenes con la misma facilidad, ya sería jefe de la policía.
En el ascensor, me devano los sesos pensando en quién ha podido ordenar a Guikas que abandone el caso y por qué razones. ¿En qué asuntos turbios andaba metido Kustas? Drogas, imposible. Los casos relacionados con drogas no se abandonan. Primero salen a la luz y después los culpables intentan comprar su libertad. Lo único que se me ocurre es que se trate de un lío de usureros. Si estaban involucrados empresarios conocidos, pudieron usar sus influencias para tapar el asunto antes de que sus nombres aparecieran en los periódicos y la televisión. La rápida ojeada que eché en las cuentas de Kustas, sin embargo, no sugería nada de eso. Además, si después de lo que me ha dicho Guikas pido una orden judicial para los bancos, seguro que tendré problemas.
Me siento a mi escritorio y empiezo a leer la traducción de la declaración del alemán. Es muy breve, apenas unas pocas líneas.
«Vi al desconocido paseando por las calles de Jora, en Santorini, cogido de la mano de una chica. Era de estatura mediana, rubia, y llevaba el cabello largo y recogido en una coleta. No podría precisar su edad. Aparentaba unos veinte años, pero seguramente era mayor. Volví a encontrármelos más tarde, mientras comía en una taberna. Ellos se sentaron a la mesa de enfrente. Fue la última vez que los vi.»
Miro, pensativo, el folio de la declaración. El único dato nuevo es que la chica era rubia, de cabello largo. Una aguja en un pajar. El mundo está lleno de rubias. La declaración ni siquiera detalla si el cabello era rubio natural o teñido.
En el balcón de enfrente, el melenudo ha abrazado a la chica y la está acariciando. Ella le devuelve el abrazo mientras él le rodea la cintura y la besa en el pelo, en el cuello y en la boca. El teléfono me distrae del espectáculo. Es el jefe de la policía de la isla.
– No se alojó en la isla, teniente -me informa-. Hemos preguntado en todos los hoteles y casas particulares.
– ¿Alguien lo ha reconocido?
– Sólo el propietario del café de la plaza. Por lo visto estuvo en el local en compañía de otros dos tipos.
Algo se agita en mi interior. Los dos tipos no podrían ser sino sus asesinos. De modo que los conocía.
– ¿Tenemos la descripción de esos dos?
– Es muy imprecisa. Uno tenía el pelo castaño y el otro, moreno. Al del café le parecieron extranjeros.
– ¿Está seguro?
– No, porque cada vez que se acercaba a su mesa, ellos callaban.
– ¿Y la chica?
– No la vio, sólo a los dos tipos. Ya ve -añade como si quisiera justificarse-. En verano la isla está llena de gente; cómo recordar unas caras…
– Gracias, subteniente -digo y cuelgo el teléfono.
Si no se alojaba en la isla, ¿qué hacía allí? ¿Llegó en lancha con sus asesinos? Es posible, dado que los conocía. O tal vez llegó en barco y tenía intención de quedarse, pero lo mataron antes de que pudiera alquilar una habitación. ¿Y la chica? El alemán los vio juntos en Santorini. Quizá Dermitzakis tuviera razón: un polvo rápido y cada uno por su lado. ¿O acaso los tipos lo seguían para controlar sus movimientos?
Una imagen empieza a formarse lentamente en mi cabeza. El desconocido llega a la isla, ya fuera en barco y en compañía de la chica, en cuyo caso no tuvo tiempo de alquilar una habitación porque se lo cargaron; ya fuera en lancha rápida con la chica y los dos tipos. La segunda posibilidad me resulta más convincente. La chica se aleja para que puedan hablar tranquilos. Ellos se sientan en el café, discuten y no llegan a un acuerdo. Se lo llevan a la montaña, lo matan y lo entierran. Después desaparecen todos, chica y asesinos.
Capítulo 16
Ha vuelto el dolor de espalda, más intenso que antes. Es un dolor penetrante que me llega hasta el pecho. No me cuesta mucho imaginar la causa: son las tres horas que pasé dentro del coche calado hasta los huesos. Me siento delante del televisor mordiéndome el labio; si me quejo, Adrianí empezará a darme la lata.
Las noticias comienzan con su tema predilecto, el diluvio: las calles convertidas en lagos, las cien llamadas que recibieron los bomberos, las mesas y las sillas que nadan sin flotadores, y la gente que saca el agua con cubos y maldice la pasividad de las autoridades.
– Tienen toda la razón -se indigna Adrianí-. Ni siquiera son capaces de construir una buena red de alcantarillado. Sólo se dedican a buscar votos.
No contesto porque no tengo ganas de discusiones. Las noticias políticas, en quinta o sexta posición, como atletas que nunca consiguen clasificarse para las finales, no tienen gran interés. Aparece el ex ministro con el alto índice de popularidad y declara que no está de acuerdo con la política de su partido en el tema del problema greco-turco. Parece dispuesto a bombardear Turquía usando como base de operaciones el restaurante francés donde cena cada noche.
Ya hablan del descubrimiento médico del día, y aún no han dicho una palabra de Kustas ni del cadáver sin identificar. Me levanto sin hacer ruido y me dirijo al dormitorio. Bajo el segundo tomo de Dimitrakos y me echo en la cama con la intención de leer algunas voces y distraerme. De pronto advierto que se me ha dormido el brazo izquierdo, hasta el punto de que no consigo sujetar el diccionario. Dejo el libro y permanezco inmóvil mientras el dolor atraviesa mi pecho.
– ¿Qué te pasa? ¿Por qué te has acostado? -Adrianí me mira preocupada desde la puerta.
– Me duele otra vez la espalda. Será por la lluvia de esta mañana. Se me ha dormido la mano…