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– ¿Cómo? -grita aterrorizada-. ¿Se te ha dormido la mano?

Da media vuelta y se aleja corriendo.

– ¿Adónde vas? -llamo a sus espaldas.

– Quédate acostado y no te muevas.

La oigo llamar por teléfono, dando mi nombre y la dirección de la casa. Vuelve y me examina con la mirada, intentando averiguar por mi aspecto cómo me siento.

– ¿A quién has llamado?

– A una ambulancia. Llegará en un cuarto de hora.

– ¿Te has vuelto loca? ¿He de ir al hospital por un dolor de espalda? Ya he pedido hora para el reumatólogo.

Se esfuerza por disimular su pánico.

– Kostas, cariño, tal vez no se trate de la espalda. Podría ser el corazón.

– Pero ¿qué tonterías dices? Mi corazón está perfectamente, sólo me duele la espalda. Por mucho que venga la ambulancia, te juro que no pienso ir a ninguna parte.

– Por favor, hazlo por mí. ¿No me merezco un favor?

Me está suplicando, y ahora yo también tengo miedo, aunque quiera hacerme el duro.

– De acuerdo, pero nada de ambulancias. Iremos en el coche.

Hago gesto de levantarme, pero mi corazón empieza a latir como un motor fuera borda y me abandono a mi suerte. Adrianí se da cuenta y, en lugar de empezar a discutir, se inquieta aún más. Justo a los quince minutos se oye la sirena de la ambulancia, y ella corre a abrirles la puerta. Poco después entran en el dormitorio dos camilleros. Me depositan cual fardo en la camilla, me tapan con una manta y echan a correr hacia la puerta de la calle.

– ¿Adónde lo llevan? -pregunta Adrianí.

– Al Estatal General, está de guardia. ¿Nos acompaña?

– Por supuesto.

Dos o tres transeúntes se detienen para admirar el espectáculo. Desearía que me tragase la tierra, porque tengo la sensación de que están mirando a un viejo que cuenta los viajes al hospital para calcular los días que le quedan. Adrianí se sienta a mi lado y me sujeta la mano. Cierran las puertas, ponen en marcha la sirena y arrancan.

Tardamos unos diez minutos en llegar a la sala de urgencias del hospital. Los camilleros me aparcan en un pasillo.

– Esperen aquí, enseguida pasará un médico -dicen a Adrianí y se largan con viento fresco.

Miro a mi alrededor. Sólo veo camillas a lo largo de las paredes y dos hileras de puertas blancas. En la camilla de enfrente hay una vieja escuálida, que yace con la boca abierta y los ojos cerrados. Un espectro. Junto a su almohada, una cuarentona, también escuálida, mira a su alrededor con la misma expresión vacía y aburrida que caracteriza a los asiduos detenidos de Jefatura. La vieja suelta un suspiro y la cuarentona se inclina sobre ella.

– ¿Qué quieres, mamá? -pregunta con cierta impaciencia. No sé cómo consigue hacerse entender la vieja sin mover los labios, pero la cuestión es que lo logra y la cuarentona responde-: Vale, ten paciencia. Aquí hay mucha gente. -Y clava la mirada en el techo, ya que lo demás no le interesa en absoluto.

Vuelvo los ojos a Adrianí, quien ha sacado un pañuelo y pretende secar el sudor inexistente de mi frente. Me pregunto cuántas veces soportará traerme aquí sin maldecirme interiormente, como hace la escuálida con su madre. De repente, me siento como un cadáver que llevan de acá para allá sin poder remediarlo. Si Vlasópulos o Dermitzakis me interrogaran ahora, lo confesaría todo, incluso aquello que no he hecho.

Se abre una de las puertas rojas y sale una pareja de unos cuarenta años. Adrianí me deja solo y entra en la consulta, dejando la puerta abierta. No oigo sus palabras, pero las deduzco por la respuesta de una voz masculina:

– No sea tan exigente, señora. Lo examinaremos cuando llegue su turno.

– ¡Son unos desconsiderados! -grita Adrianí y cierra de un portazo.

Vuelve a mi lado pero evita mirarme, como si se avergonzara de su fracaso. El dolor me paraliza ambos brazos y no consigo acomodarme en la litera. Un hombre que andará rondando los sesenta está sentado en una silla de plástico, cerca de la cuarentona escuálida. Está inclinado hacia delante y le gotea sangre de la nariz, gotita tras gotita, como un grifo con la zapata desgastada. El hombre mantiene la mirada fija en el charquito de sangre, no lo suficientemente grande como para atrapar un coche pero un charquito, al fin y al cabo. Las sillas a ambos lados están vacías: la gente prefiere esperar de pie antes que sentarse en ellas.

Calculo que habrán pasado ya un par de horas cuando, de pronto, se oyen voces, gritos, lamentos y el sonido de una camilla que rueda pasillo abajo. Al pasar a mi lado, veo a un gitano bigotudo y sin afeitar que gimotea. Lleva una cazadora ajada de tela brillante, unos tejanos desgastados y una camisa rota a la altura del hígado, donde distingo una enorme herida de arma blanca. Mañana estará en el depósito, pienso. Markidis se hará cargo de él. Detrás de la camilla, cinco gitanas con faldas y pañolones floreados lloran y se golpean los pechos y ponen el hospital patas arriba.

Se abre la puerta de la consulta de enfrente y sale un médico que andará por los treinta. Alto, moreno, de cabello rizado: un chico guapo.

– Callaos un poco -grita a las gitanas-. Esto es un hospital. Hay más enfermos.

Al verlo, Adrianí me abandona y corre a su lado.

– Por favor, doctor -le ruega-. Eche un vistazo a mi marido. Al menos, asegúrenos que no es grave. -Se pone de puntillas para acercarse a su oído y le susurra algo.

El médico se queda inmóvil por un momento y después se dirige a mí. Por lo visto, hay algo en mi aspecto que le preocupa, porque se acerca.

– ¿Qué le pasa? -pregunta.

– Siento una punzada en la espalda.

– ¿La espalda o el pecho?

– No sé si me duele la espalda y se refleja en el pecho, o si es al revés.

– ¿Alguna otra molestia?

– Los brazos. Al principio se me durmió el brazo izquierdo, ahora me duelen los dos.

– ¿Y en el estómago?

– Sí, me siento hinchado.

Ahora su preocupación es evidente. Detiene a una enfermera que pasa corriendo con una muestra de orina.

– Enfermera, ayúdeme a meter la camilla en la consulta.

Una mirada basta para que se entiendan.

– Sujete esto un momento -indica la enfermera a una de las mujeres que están esperando y le pasa el frasco con la orina.

– ¡Pero bueno! -se indigna la mujer-. Como si no tuviéramos bastante con esperar tres horas a que nos vea un médico, que encima hemos de cargar con la orina ajena.

La enfermera no le presta atención. Ayuda al médico a empujar la camilla y me meten en la consulta.

Una mujer rechoncha y de luto sostiene la camisa de un viejo sentado en la cama, dispuesta a ayudarlo a ponérsela.

– Le agradecería que acabara de vestirse en el pasillo -dice el médico.

– Todavía no hemos terminado -protesta la mujer-. No sabemos si hacen falta nuevos análisis, medicamentos…

– Les llamaré en cinco minutos. He de atender una urgencia.

– Vamos, papá -dice la mujer al viejo, y lo ayuda a ponerse de pie mientras recoge sus ropas de la silla. Al pasar por mi lado, no se contiene-: ¿Qué enchufe tiene el señor? -pregunta al médico. Sus ojos y sus palabras destilan veneno. Si pudiera interrogarte ahora mismo, tú también desearías tener enchufe para salvarte, pienso. Sin embargo, soy el único que parece prestarle atención.

– ¿Qué seguro tiene? -me pregunta la enfermera.

– De policía -interviene Adrianí-. Mi marido es teniente de la policía.

La mujer la oye desde la puerta.

– Claro, no me extraña -exclama en tono triunfal-. Éstos sí que tienen enchufe, con lo que cobran de los narcotraficantes…

No sé qué me duele más, si la espalda o la humillación. Espero que alguien me defienda, pero nadie parece haberla oído, ni siquiera Adrianí, que me ayuda a desnudarme. De lo que deduzco que está aterrorizada.