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Con el rabillo del ojo, observo a la enfermera, que me cubre de cables como si fuera un generador. No sé si las agujas, que empiezan a trazar líneas en el papel, dibujan mi agonía a la vez que los latidos de mi corazón.

– Es una isquemia aguda. Tendrá que quedarse en observación -anuncia el médico.

Es lo que me temía y empiezo a tener sudores fríos. Me resultaría más fácil aceptar que me retienen para someterme a un interrogatorio. Al menos, la jungla de los calabozos me es familiar.

Me conducen a una habitación con dos camas y me alegro de comprobar que la otra está desocupada. Esta vez no me tratan como si fuera un fardo, sino que me trasladan suavemente de la camilla a la cama. En este momento, me fijo por primera vez en la gran bolsa de plástico que lleva Adrianí. La abre y de su interior saca mis pijamas y un par de zapatillas.

– Lo preparé mientras esperábamos la ambulancia -dice en tono de disculpa-. Por si te ingresaban.

Me ayuda a desnudarme y después se sienta en la otra cama sin dejar de mirarme. Sé que debería hacer algo, darle las gracias o decirle que me encuentro mejor, que no se preocupe, pero me siento incapaz de pronunciar ni una palabra. Adrianí me sonríe tímidamente, como en nuestra primera cita. Mira por dónde, pienso, la enfermedad nos ha devuelto nuestros momentos amorosos. Ella tiende la mano y cubre la mía. Ahora que todo está bajo control tiene ganas de llorar, para desahogarse, pero se contiene. El contacto de su mano me reconforta, el dolor remite poco a poco y al final me quedo dormido.

Capítulo 17

Al abrir los ojos, me encuentro en un lugar desconocido. Estoy desorientado. Sólo cuando me fijo en las paredes blancas y el tubo que baja de la botella de suero hasta mi mano recuerdo que he pasado la noche en un hospital. Katerina está sentada en la cama de al lado, sonriéndome.

– ¿Ya te has despertado? -pregunta.

La miro con sorpresa.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Mamá me llamó anoche. He venido en el primer vuelo de la mañana.

– ¿Te llamó en plena noche?

– ¿Qué esperabas? ¿Que te ingresara en el hospital sin decirme nada? -Se levanta, se acerca a mi cama, se inclina y me da un beso en la frente-. Bueno, al final has conseguido que venga a Atenas -bromea-. ¿Cómo te encuentras?

Me concentro para ver si me duele algo, pero no.

– Estoy bien. No me duele nada.

Me escruta como si quisiera comprobar la veracidad de mis palabras. Lleva ropa sencilla, tejanos y una camisa. Su cabello forma una guirnalda de rizos castaños alrededor del rostro y su mirada, que suele ser risueña y traviesa, tiene una expresión indagadora e inquieta. Es guapa, aunque es posible que a mí me lo parezca sólo porque es mi hija. Como decía mi madre, que en gloria esté, todo lo nuestro huele bien, aunque sea un pedo.

– ¿Dónde está tu madre?

– La convencí para que se marchara a casa a descansar un poco. Volverá al mediodía.

No me da tiempo a preguntarle nada sobre ella, porque aparece el médico para examinarme. Me da los buenos días con una sonrisa, después mira a Katerina y ya no aparta la vista. Katerina lo saluda con un gesto y vuelve a dedicarme su atención. Es una chica tímida y se incomoda cuando la observan como si la desnudaran con la mirada.

– Salga un momento, por favor. Hemos de examinar al paciente -dice la enfermera que acompaña al médico y trae un aparato para realizar electrocardiogramas.

– Puede quedarse, no molesta -interviene el médico.

Katerina se retira a un rincón para no estorbar y la enfermera acerca el aparato a la cama.

– ¿Qué tal esta mañana? -pregunta el médico.

– Mejor. El dolor ha desaparecido.

– Veamos.

Las agujas vuelven a trazar dibujitos mientras yo estudio las caras que me rodean. No sé si mi expresión delata mi agonía, pero los ojos de Katerina no pueden disimular la suya. El médico, por el contrario, observa el resultado impávido y la enfermera más bien con cara de aburrimiento.

– Excelente -asiente el médico, satisfecho-. Su electrocardiograma ha mejorado mucho. Ya puede agradecérselo a su mujer.

– ¿Por qué?

– Porque tuvo la presencia de ánimo de traerlo enseguida al hospital. Así hemos evitado males mayores.

– ¿Se lo ha dicho?

– Por supuesto.

Me gustaría arrearle una bofetada. Ahora no habrá quien soporte las ínfulas de Adrianí.

– ¿Cuándo sintió el dolor por primera vez?

– Hará cosa de un mes -calculo.

– Debería haber ido al médico enseguida.

– ¿Mi padre? Menudo es él -interviene Katerina desde el rincón.

– ¿Le dan miedo los médicos?

– ¿Que si le dan miedo? Si tiene que elegir entre un médico y un asesino, se queda con el segundo.

Intercambian una mirada y se echan a reír. La enfermera permanece impasible, con lo cual se gana mis simpatías.

– Vendrán a buscarlo para una ecografía y una radiografía de tórax -nos informa el médico-. Yo volveré mañana por la mañana.

Me da una palmadita en el hombro, se despide de Katerina con una sonrisa y sale de la habitación seguido de la enfermera. Katerina echa a correr tras ellos. Al cabo de un momento regresa con una planta enorme entre los brazos. Parece un platanero metido en un tiesto.

– ¿Qué es esto?

– De parte de Guikas, con sus mejores deseos para que te recuperes pronto.

Abro el sobrecito y leo la tarjeta en la que ha garabateado una frase. Aunque sé que no vendrá a verme, a pesar de todo su gesto me emociona. Normalmente, no hacemos más que incordiarnos el uno al otro.

– ¿Has preguntado al médico cuándo saldré de aquí?

– ¡Pero bueno! Supongo que no estarás hablando en serio. ¿Quieres que piense que estoy loca? No han pasado ni veinticuatro horas…

Ya lo sé, pero la pregunta candente es cuántos días más tendré que aguantar aquí antes de recuperar mi libertad. Se abre la puerta de la habitación y aparece un enfermero con una silla de ruedas. Viene a llevarme a radiología. Me ayuda a levantarme, Katerina corre a sujetarme por el otro brazo y, entre los dos, me acomodan en la silla como si yo fuera un inválido al que sacan a pasear por el parque.

– ¿Me acompañas? -pregunto a mi hija.

– Por supuesto.

La triste realidad es que la quiero junto a mí porque tengo miedo. Miedo del hospital, de los médicos y de los aparatos. Necesito a alguien que me brinde un apoyo.

La sala de radiología me recuerda la sucursal del Banco Nacional donde Kustas tenía su cuenta. La muchedumbre se abre camino a empujones. Pacientes vestidos con su sencilla ropa de calle; otros, en pijama, y otros más, acompañados de sus esposas o hijas, sostienen las botellas de suero en alto, para que no se interrumpa el goteo. Mi botella cuelga de un soporte de la silla de ruedas como si fuera un farolillo o una cisterna de váter individual. Entro en radiología temblando. ¿Y si me encuentran algo en los pulmones?

De vuelta a la habitación, media hora más tarde, encuentro a Vlasópulos y a Dermitzakis esperándome. Vlasópulos saluda a Katerina, a quien conoce desde hace años. Dermitzakis, que la ve por primera vez porque es nuevo en el departamento, se limita a decir «mucho gusto» y evita mirarla más, por temor a que yo interprete mal sus intenciones, cosa que evidentemente haría.

– ¿Qué bromas son éstas, teniente? -dice Dermitzakis.

– No me pasa nada, estoy bien. Si esperabas librarte de mí, ya puedes ir olvidándote.

– No queremos librarnos de usted. A veces nos regaña, pero los demás son mucho peores.

– ¿Qué hay de nuevo?

– Déjese de noticias -interviene Vlasópulos-. Ahora lo importante es usted.

– Quiero saber qué ha ocurrido. Me estoy ahogando aquí dentro; me gustaría al menos oír algo interesante. ¿Alguna novedad en el caso Kustas?