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Katerina sale discretamente de la habitación.

– Sólo un tipo se atrevió a hablar un poco.

– ¿Qué dijo?

– Ni se te ocurra preguntarlo.

– ¿Cómo te atreves, Vlasópulos? -protesto y me incorporo bruscamente en la cama. En ese preciso instante, mi corazón empieza a latir con desenfreno. Me asusto y vuelvo a acostarme.

– Me ha entendido mal -se apresura a explicar Vlasópulos-. Ésa fue la respuesta del tipo. Aunque estábamos solos, él miraba a nuestro alrededor como si temiera que nos estuvieran observando. Entonces susurró: «Ni se te ocurra preguntarlo».

¿En qué estaba metido Kustas? ¿Con quién se relacionaba, para que todo el mundo esté tan atemorizado? Ya no me cabe duda de que su asesinato fue un ajuste de cuentas, aunque no de las mafias nocturnas, como creían los de la Antiterrorista.

Este asunto llega mucho más hondo, tanto que no lo descubriremos ni con una perforadora.

– ¿Alguna pista con las llamadas telefónicas? -pregunto a Dermitzakis.

Me mira fijamente antes de responder.

– Este Kustas… ¿estaba metido en política?

– ¿Por qué?

– Porque, aparte de las llamadas hechas a los clubes y a su casa, todas las demás iban dirigidas a políticos.

– ¿Políticos? -De pronto me pica la curiosidad y vuelvo a incorporarme en la cama, aunque esta vez más despacio, sin brusquedades-. ¿De quién se trata?

Dermitzakis consulta una nota que saca del bolsillo.

– Tres diputados del Gobierno, dos de la oposición y un ex ministro. A este último lo llamó cinco veces en tres días.

El ex ministro con el alto índice de popularidad que cenaba en Le Canard Doré. Esto me lleva a pensar en las palabras de Guikas. Ahora ya sé quién lo presiona para que archive el caso. Evidentemente, no puede darle carpetazo, pero si lo archiva con los casos sin resolver y algún día descubrimos por azar al asesino, éste confesará sin revelar el verdadero móvil del crimen y nosotros presentaremos cargos sin necesidad de investigar a fondo. Es decir, carpetazo. En cuanto a Kustas, se movía entre asuntos turbios y contactos políticos. Sin duda, Sotirópulos sabe o sospecha algo, pero también él prefiere callar.

– ¿Hizo otras llamadas?

– Sí, a dos teléfonos móviles, pero no he localizado a los titulares. Probablemente sean extranjeros.

Es posible que las llamadas al extranjero carezcan de importancia. Tal vez quisiera contratar artistas para sus clubes, aunque tampoco descarto otro tipo de negocios. Cualquiera sabe.

– Archivadlo con los casos sin resolver y abandonad las investigaciones -ordeno, y acto seguido se produce un incómodo silencio.

– ¿No quiere que investiguemos su relación con los políticos? -pregunta Dermitzakis tímidamente.

– ¿Cómo? ¿Interrogándolos? Dirán que eran amigos y que se llamaban para cenar juntos. Y para colmo, el ministro nos amonestará por molestar a personajes públicos sin pruebas. Archivadlo. Con suerte, dentro de un par de años pillaremos al asesino por otro crimen.

Raras veces recurro a los argumentos de Guikas, pero esta vez tiene razón. Tal vez ésta no sea la solución más adecuada, pero sí la menos peligrosa. Cualquier otra nos acarrearía problemas. No pienso enfrentarme a Guikas sin contar con pruebas suficientes. Además, está la plantita.

Se van y me dejan sumido en mis pensamientos, hasta que entran en la habitación Adrianí y Katerina.

– ¿También aquí tienes que hablar de asesinatos? -pregunta Adrianí en tono de reproche.

– ¿De qué voy a hablar con estos dos? ¿De cuánta gasolina gasta el Hyundai de Vlasópulos? ¿O quieres que pregunte a Dermitzakis si tiene cara de vinagre porque ayer perdió el Panathinaikós? Éstos son los únicos temas que les interesan.

– Bueno, pero al menos por un tiempo te convendría olvidarte del departamento y de los asesinos.

– ¿Te has propuesto amargarme el día?

Se calla enseguida. Poco a poco, voy descubriendo las ventajas de estar enfermo. La gente te mima, te adula y cierra la boca al menor indicio de incomodidad.

– Si su voz se oye desde el pasillo, es señal de que se encuentra mejor. -El médico aparece en la puerta-. Antes de irme, quería decirle que la radiografía está limpia, la ecografía no muestra nada importante y, en términos generales, su evolución es muy satisfactoria.

La noticia me anima y pienso que lo grave ya ha pasado.

– ¿Cuándo me dará el alta, doctor?

– Ya veo que tiene ganas de dejarnos -responde en tono de broma, pero sin comprometerse a nada-. Lo he arreglado todo para que no metan a otro paciente en la habitación, así estará más tranquilo.

Le damos las gracias en coro. Él se despide con una sonrisa, primero de Adrianí, después de Katerina, y finalmente se va.

– Creo que dormiré un poco.

– Perfecto, te sentará bien -conviene Adrianí, como si hablara con un niño que acaba de dar su primera muestra de sensatez-. Nosotras bajaremos a tomar un café.

No tengo sueño pero necesito quedarme solo. Me duele haber mandado archivar el caso y necesito un poco de paz para digerir mi propia decisión.

Capítulo 18

«Lavativa: aplicación por vía rectal de agua u otro líquido (como leche o aceite) que, a su vez, contiene otras sustancias en estado de disolución y que, según la dolencia, ejerce una acción depuradora.»

La voz no proviene del Dimitrakos ni del Liddell-Scott sino del Diccionario hermenéutico de términos hipocráticos, de Panos D. Apostolidis. Me lo ha regalado Katerina. Tiene casi novecientas páginas y le debe de haber costado una fortuna. Quise regañarla por malgastar su dinero de esta forma pero respondió que su estancia con nosotros en Atenas ha supuesto menos gastos que en Salónica, de manera que ha podido permitirse el lujo de hacerme un regalo.

Llevo ya cinco días en la habitación con las dos camas, una de ellas vacía. Ya nos hemos hecho amiguetes con el médico y sé cómo se llama, Fanis Uzunidis, aunque de nada me sirve nuestra amistad. Cada mañana le pregunto cuándo me soltarán y él siempre me responde con una sonrisa enigmática, como los políticos cuando no están dispuestos a hacer declaraciones. Ayer traté de presionarlo y, por primera vez, reaccionó.

– Tómatelo como unas vacaciones. Según me han dicho, tuviste que interrumpirlas. Aquí puedes descansar.

Guikas debería asignar un sueldo a Adrianí. Los chivatazos de este calibre se cotizan mucho en el departamento. Al menos, sé que estoy bien. Mi mujer y mi hija son el mejor indicador. Durante los dos primeros días, cada vez que abría los ojos las tenía delante. Ahora aparecen más o menos a mediodía, después de terminar las faenas de la casa. Desgraciadamente, cuando menciono el alta todo el mundo se vuelve sordo y tengo que conformarme dando paseos de corto recorrido: de la habitación al baño y del baño a la habitación. Ya estoy harto. Por eso, esta mañana me he quedado en la cama y he buscado la voz «lavativa».

«Si el próximo trimestre llegas otra vez con estas notas, te pondré una lavativa», me amenazaba mi padre cada vez que recibía el boletín. Yo no entendía por qué una lavativa constituía un castigo peor que una paliza o permanecer encerrado en mi habitación. Cuando fui a la Academia de Policía descubrí que había sido la tortura predilecta del régimen de Metaxás [5]. Claro que en aquella época mi padre era un simple gendarme y dudo que tuviera la oportunidad de poner lavativas a los detenidos. Pese a ello usaba la amenaza a discreción, ya que contaba con la aprobación de sus superiores.

– ¿Se puede?

Levanto la cabeza y veo a Vlasópulos, que me sonríe desde la puerta.

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[5] Dictador fascista que ocupó el poder desde 1936 hasta la segunda guerra mundial. (N. de la T.)