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– ¿Tú por aquí a estas horas? -Muestro mi disgusto a propósito, para que sepa que estoy molesto porque no ha venido a verme en tantos días.

– Tengo una sorpresa para usted.

– ¿Qué sorpresa?

Se acerca y se sienta en la otra cama.

– Alguien ha reconocido el cadáver de la isla.

Olvido al instante mi desagrado y las quejas del paciente que goza sintiéndose abandonado, y estoy a punto de saltar al suelo.

– ¿Cuándo?

– Esta mañana. Había pedido a Sotirópulos que volviera a mostrar la foto. El individuo en cuestión la vio, acudió a la comisaría de su barrio y ellos le remitieron a nosotros.

– ¿Y quién es? Habla, hombre.

Vlasópulos sigue contemplándome con una sonrisa.

– Le he tomado declaración, pero pensé que usted preferiría la noticia de primera mano. No sé si he hecho bien. Está esperando en el pasillo.

– Hazle pasar, no me tortures.

Vlasópulos sale de la habitación. Vuelve al poco rato acompañado de un joven corpulento, de estatura mediana y sin afeitar. Su rasgo característico son las piernas, torcidas como un paréntesis. Lleva una bolsa de plástico en la mano.

– Buenos días -saluda tímidamente-. El señor subteniente me comentó que estaba usted en el hospital y le he traído unas pocas naranjas. -Lo de «unas pocas» es un decir, porque en la bolsa habrá al menos tres kilos.

– Te lo agradezco, pero no era necesario.

– Las vitaminas son buenas para la salud -asegura, como si quisiera justificarse.

– ¿Cómo te llamas?

– Saráfoglu…, Kiriakos Saráfoglu.

– ¿Sabes quién era el tipo que viste en la televisión?

– Sí. -Mide sus palabras-. Mire, yo soy futbolista. Juego en el Falirikós, un equipo de tercera división. Allí lo conocí. Era un árbitro llamado Jristos Petrulias.

– ¿Por qué no has venido antes? ¿Ayer viste la fotografía por primera vez?

– No, la vi hace algunos días, pero no estaba seguro de que fuera él. En ese estado… -Quiere describir el estado del cadáver, pero no encuentra las palabras adecuadas. A fin de cuentas, sólo es un futbolista-. Se parecía, pero no hubiese podido jurar que se tratara del mismo hombre. Mis compañeros también opinaban que se parecía, aunque me dijeron que era una coincidencia. Imposible que fuera Petrulias. No es fácil afirmar que alguien está muerto, siempre dudas. ¿Y si mañana resulta que está vivo? Hasta podría denunciarte. Pero ayer ya me convencí. Es él.

– ¿Cuándo lo viste por última vez?

No responde enseguida, sino que se lo piensa.

– En el partido contra el Tritón, a mediados de mayo. Lo recuerdo bien, porque el Tritón estaba a punto de ganar el partido y la liga y, en el último minuto, Petrulias pitó un penalti que no era. Por eso perdieron.

– ¿No lo has vuelto a ver desde entonces?

– No, aunque arbitró otros partidos, porque oí mencionar su nombre hasta el final de la liga.

– ¿Sabes si tenía algún otro trabajo?

– Supongo que sí. El arbitraje no es una profesión remunerada, todos necesitan otro trabajo.

– ¿Dónde vivía? ¿Sabes su dirección?

– No, pero pertenecía al Colegio de Árbitros de Atenas. Ellos la tendrán.

Vlasópulos saca del bolsillo su famoso bloc, donde lo anota todo, desde la información relacionada con sus investigaciones hasta la lista de la compra, y apunta el nombre de la asociación.

– Kiriakos, ¿sabes si Petrulias tenía enemigos?

El chico se echa a reír.

– Todos los árbitros tienen enemigos, teniente. En Grecia, cuando se pierde un partido es el fin del mundo. Todos tienen la culpa, los directivos, los jugadores, el árbitro… Sobre todo el árbitro, que se vendió al equipo contrario.

– ¿Qué quieres decir? ¿Petrulias se vendía? -pregunta Vlasópulos.

El chico, de repente, cambia de actitud. Hasta el momento parecía sentirse cómodo; ahora está a punto de decir algo, cambia de opinión y se encoge de hombros.

– Se oyen comentarios por ahí. Después de un partido, casi siempre habrá quien acuse al árbitro de haberse vendido. La mayoría de las veces es mentira. En algunos casos, es verdad. Cualquiera sabe.

Aunque esté al corriente de algo en concreto, no lo dirá. Se gana la vida dando patadas a una pelota; si va a un poli con el cuento de que cierto árbitro recibe sobornos, terminará dando patadas a las pifias secas, como los chicos de mi pueblo.

– De acuerdo, Kiriakos -asiento con calma-. Eso es todo. Te hemos hecho venir hasta aquí pero nos has sido de gran ayuda.

Se pone de pie enseguida. En sus ojos se refleja el alivio por haberse librado de entrar en detalles.

– Que se mejore -me desea al despedirse.

Vlasópulos no considera necesario acompañarlo. Ahora que nos ha contado lo que sabía, ya no le necesitamos, podemos prescindir de cortesías.

– Llama al Colegio de Árbitros y averigua dónde vivía Petrulias -le indico-. Date un paseo por allí y habla con los vecinos. A lo mejor tenía un compañero de piso. Llámame cuando hayas terminado.

– De acuerdo.

Se dispone a salir de la habitación.

– Sotiris -llamo cuando llega a la puerta-. Te felicito, has hecho un buen trabajo.

La satisfacción ilumina su rostro.

– Lo llamaré -promete antes de marcharse.

Dejo el diccionario a mi lado y trato de ordenar la información que me ha dado Saráfoglu. De acuerdo: Jristos Petrulias era árbitro de tercera división y se lo cargaron. Supongamos que se dejó sobornar y amañó un partido. ¿Lo mataron por ello? ¿Tan importante es la liga de tercera? Si alguien te birla cincuenta millones, es posible que se te crucen los cables y te lo cargues. Pero cinco mil…, ni los albaneses matan por tan poco. Y si lo hubiesen matado por haberse dejado sobornar, lo habrían hecho de noche, cerca de su casa o en algún descampado. No se lo habrían llevado a una isla para matarlo, desnudarlo y enterrarlo después de quemarle las huellas dactilares. Tiene que existir otro motivo, algo que no está relacionado con el arbitraje sino, probablemente, con su otro empleo. Tenemos que averiguar dónde trabajaba. De pronto se me ocurre que los dos últimos casos que he estado investigando tienen una característica en común: dan una imagen de entrada, pero ocultan aspectos inesperados.

El repentino descubrimiento de la identidad del cadáver me ha animado y, cuando entra en mi habitación el médico, le lanzo un ataque en toda regla:

– ¿Qué hay, doctor? ¿Cuándo saldré de aquí?

Él sonríe sin inmutarse, con la tranquilidad de quien esconde un as en la manga.

– Hoy es miércoles. Te daremos de alta el sábado.

Decido emplear armas más potentes.

– ¿No será que tengo algo malo y no queréis decírmelo? ¿Por qué, si no, ibais a tenerme aquí tantos días, ocupando dos camas sin causa justificada? Que yo sepa, la sanidad pública no puede permitirse estos lujos.

– No, no te pasa nada, pero…

¿Por qué se le habrá ocurrido añadir ese «pero»? Será que no estoy tan recuperado como me parece.

– ¿Qué significa ese «pero»? -pregunto, mientras mi corazón vuelve a latir como un motor fuera borda.

Tras vacilar un poco, al final lo suelta todo.

– Tu mujer nos comentó que no eres el tipo de persona que pediría la baja por enfermedad para cuidarse en casa. Teme que, en cuanto salgas del hospital, vuelvas corriendo al trabajo. Nos pidió que te tuviéramos aquí un par de días más.

No sé cómo reaccionar, si enfurecerme por los tejemanejes de Adrianí a mis espaldas, o quedarme boquiabierto ante su capacidad de convencer al mundo entero, incluso a los médicos, de que actúe según su conveniencia.

– Por favor, no me delates. Te lo he dicho en confianza -casi me suplica Uzunidis-. Además, ten en cuenta que el tiempo que te quedes en el hospital no tendrás que pasarlo en casa.