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– ¿Sabes que en Kalamata siguen viviendo en caravanas diez años después del terremoto?

– ¡Qué mierda de Estado! ¡Sólo sabe cobrar impuestos!

El alcalde se esfuerza por apaciguarlos.

– Chicos, un poco de paciencia. No somos los únicos afectados.

– No somos los únicos, pero seguro que seremos los últimos en ser atendidos. Y todo gracias a ti.

– Ya decía yo que no le votáramos, pero no me hicisteis caso -interviene alguien en voz alta.

– Llegarán, están en camino, os doy mi palabra -asegura el alcalde, inquieto ya porque intuye que empieza a perder votos. Busca un punto de apoyo y me encuentra a mí-. Ya ve cómo están las cosas, teniente. Aquí todo se convierte en una odisea. Por desgracia, los que viven en Atenas no se dan cuenta de nada.

– Razón no les falta -se interpone Adrianí, a quien le gusta erigirse en defensora de perros, gatos y apaleados, siempre que no tenga que llevárselos a casa-. ¿Por qué no envía un helicóptero a buscarlas? En la isla hay un helipuerto.

– Pues sí, hay un helipuerto -dice el alcalde meneando tristemente la cabeza-. Aunque sin helicóptero. Nos construyeron el helipuerto, pero llevamos seis años esperando el vehículo. Cuando se produce alguna urgencia, viene un helicóptero de Atenas para recoger al enfermo.

Parece que hoy todo se ha confabulado para llevarle la contraria, porque apenas termina de hablar, se oye el motor de un helicóptero en las alturas.

– ¡Aquí está! ¡Ha llegado! ¿Qué os decía? -exclama el alcalde.

A lo lejos distinguimos el bulto negro del helicóptero que se acerca con su luz intermitente. El cuerpo entero de la policía de la isla, es decir, un subteniente y dos agentes, hacen acto de presencia tratando de imponer orden. Se dan la mano en cadena, pero como sólo son tres, seguro que salen rodando al primer empujón. Sin decir palabra, me planto delante de la multitud.

– Un poco de calma -aconsejo dirigiéndome a la gente-. Los mismos que transportan los equipos los van a repartir entre todos vosotros.

No sé si se impone mi personalidad o el remolino de viento que levanta el helicóptero al aterrizar; el caso es que la gente empieza a retroceder.

El aparato toca tierra, se abre la puerta y sale una joven que ronda los veinticinco años, muy maquillada y emperifollada, al estilo de lo que en mi pueblo llamábamos busconas.

– ¡Aquí estamos! -exclama con entusiasmo.

De repente, la gente estalla en aplausos y la joven empieza a contonearse, juguetona. Tras ella, en vez de mantas y tiendas de campaña, aparecen un tipo con perilla, cámara al hombro, y dos porteadores de cajas, focos y trípodes.

– Pero… si son de la tele -se oye una voz decepcionada. Los aplausos pierden toda su energía, cual gaseosa que se queda sin gas.

– ¿Son de la televisión? -pregunta el alcalde a la joven, preparándose a despotricar contra ellos.

– Ahora no, después -contesta ella apresurada-. Primero quiero ver las casas derruidas. ¿Hay alguna por aquí?

– No, gracias a Dios, pero…

– Ya te he dicho que no habría -recrimina el cámara a la reportera-. Vámonos, estamos perdiendo el tiempo.

– Imposible -replica ella y agarra el micrófono-. Es tarde, perderé el programa.

– ¿Es que sólo cuentan las casas derruidas? -grita el alcalde, indignado-. Llevamos cinco horas a la intemperie, está lloviendo, se ha ido la luz, no hay teléfono, no nos atrevemos a entrar en nuestras casas y a nadie le importa un comino. ¿Qué hemos de hacer? ¿Derribar las casas para atraer vuestro interés?

– ¡Eso es! -exclama la buscona con entusiasmo-. ¡La indiferencia criminal del Estado! ¿Dónde está el alcalde? ¿Hay alcalde aquí?

– Servidor.

– Ah, usted. -No parece convencida, pero no le queda más remedio que conformarse-. ¿Cómo se llama?

– Kalokiris, Yangos.

– Bien, señor Kalokiris. Quédese junto a mí. Lo llamaré para que hable ante las cámaras.

Agarra el micrófono y espera con cierto nerviosismo a establecer comunicación con los estudios. Y, puesto que hoy en día todos trabajan para la tele, Dios incluido, en este preciso momento el latigazo de dos truenos surca el cielo y empieza a llover a mares.

– Buenas tardes, Yorgos… Buenas tardes, señoras y señores… -dice la buscona al micrófono. Es la señal de que la comunicación está abierta-. La situación es dramática en esta región aislada de Grecia, Yorgos. Los lugareños tuvieron que abandonar sus casas con la primera sacudida, que alcanzó 5,8 grados Richter. Ya han transcurrido cinco horas pero los representantes del Estado no han hecho acto de presencia. Como puedes ver, está lloviendo a mares y los isleños esperan en vano la llegada de mantas y tiendas de campaña para pasar su primera noche tras la catástrofe…

– ¿Se han producido daños materiales? -pregunta el presentador.

– No cabe duda de que así ha sido, Yorgos, pero en este momento resulta imposible registrarlos, porque la red eléctrica ha sufrido un fallo y la isla está sumida en las tinieblas. Contamos con la presencia del alcalde de la isla, el señor… -Ya se ha olvidado de su nombre.

– Kalokiris… -añade el alcalde.

– … el señor Kalokiris, quien nos ofrecerá una imagen precisa de lo ocurrido. ¿Cuál es la situación en estos momentos, señor alcalde?

– Nos hallamos en unas condiciones deplorables, como usted ha dicho. Por enésima vez, nos enfrentamos a la indiferencia criminal del Estado. Han pasado cinco horas desde que hablé con el gobernador, que me prometió ayuda. Sin embargo, la ayuda no llega. Los temblores no han cesado, nuestros hijos se encuentran a merced de la lluvia, no nos atrevemos a entrar en nuestras casas…, nos vemos amenazados por enfermedades, epidemias…

Los isleños asienten con la cabeza y oigo sus murmullos de aprobación. Admiro la habilidad del alcalde para manejar los ánimos. Si en este momento se celebraran nuevas elecciones, ganaría por mayoría absoluta.

– Aprovecho la oportunidad que me ofrece su cadena para apelar a las autoridades…

– No siga, se ha terminado el tiempo -lo interrumpe la reportera-. Chicos, nos vamos -indica dirigiéndose a su equipo, que empieza a recoger los bártulos y corre hacia el helicóptero-. Gracias -dice la periodista, antes de echar también a correr.

A medio camino del helicóptero, sus zapatos de tacón quedan enganchados en el barro, se tambalea, está a punto de caer de bruces en el fango, consigue recuperar el equilibrio y alcanza el aparato. Antes de entrar, da media vuelta, como si acabara de recordar algo.

– Que se mejoren -grita.

– ¿Por qué nos desea que mejoremos? -pregunta un hombre-. ¿Es que tenemos la gripe?

Son las únicas palabras sensatas que he oído en toda la tarde.

Capítulo 3

Las mantas y las tiendas de campaña llegaron finalmente a eso de medianoche. Para entonces casi todos estaban calados hasta los huesos y unas toallas les hubieran resultado mucho más útiles. El alcalde propuso que plantaran las tiendas enseguida, pero la gente estaba más que harta y le dijeron que las plantara él solito, que para eso lo habían elegido. Unos cuantos se ofrecieron a ayudarlo, pero se machacaron los dedos con los martillos, porque en la oscuridad no veían las piquetas. De modo que lo dejaron correr. Al final, todo el mundo se acomodó como pudo. Algunos se refugiaron en sus coches, otros se envolvieron en mantas y unos pocos, los más temerarios, optaron por volver a sus casas.

Nosotros nos refugiamos en la ferretería de mi cuñado, junto con su mujer, su hija, la familia de su hermano y un montón de aldeanos recogidos al azar en la plaza con la honorable intención de ofrecerles cobijo.

La compañía, la charla y los recuerdos sísmicos exorcizaron el terror de la noche y yo empecé a echar de menos el jalvá que preparaba mi madre cuando invitaba a los vecinos a casa. La única nota discordante era Jristos, el hermano de mi cuñado, que sermoneaba a éste sotto voce porque, según él, por la mañana echaría a faltar la mitad del material, que se lo robarían para reparar sus casas, que siempre se aprovechaban de él y medio pueblo le debía dinero, mientras que él, su hermano, no había dejado de cobrar ni un refresco a pesar de todo el jaleo.