Entre nosotros, la perspectiva de estar en casa a merced de Adrianí no me resulta demasiado halagüeña.
– De acuerdo, pero si no me das de alta el sábado, me levantaré y me iré sin tu permiso.
– Te daré de alta, te lo prometo -responde y me da otra palmadita en la espalda.
Estas palmaditas ya están empezando a cargarme. Normalmente soy yo quien da palmaditas a los detenidos cuando confiesan.
A solas, me sumo en mis cálculos. Supongamos que hoy Vlasópulos averigua la dirección de Petrulias. Mañana pasará por su casa para echar un vistazo y hablar con los vecinos. Es decir, que el viernes habrá terminado el trabajo preliminar y yo podré encargarme del resto.
El teléfono suena mientras Katerina y yo hojeamos el diccionario de Hipócrates. Estoy sentado en el borde de la cama, en pijama y zapatillas, mostrando a mi hija términos inusuales como «metacongelación», «nictalopía» y «espermología».
Descuelgo el auricular.
– Diga -contesto bruscamente, porque creo que es Adrianí quien llama y quiero mostrarle mi indignación, aunque haya prometido al médico no delatarlo. Sin embargo no es mi mujer, sino Vlasópulos.
– Tengo la dirección de Petrulias, teniente. Vivía en la calle Pangas número 19, en Nea Filothei.
– Bien hecho. Ve a echar un vistazo.
– Ya lo he hecho: lo llamo desde allí. Bueno, desde la casa de una vecina. El teléfono de Petrulias está cortado. Teniente… -En ese punto se interrumpe.
– ¿Qué? Dime.
– La casa es un ático de al menos ciento veinte metros cuadrados, más treinta de terraza. Debió de gastarse una fortuna en decoración, aunque ahora da pena verlo.
– ¿Qué quieres decir?
– Han forzado la entrada y lo han destrozado todo. Por lo visto andaban buscando algo, aunque no sé qué ni si lo encontraron.
Permanezco en silencio mientras asimilo la información. Un árbitro de tercera, que vivía en un ático de ciento cincuenta metros cuadrados, amueblado con todo lujo. Debería averiguar si lo conocían en Le Canard Doré. Seguro que iba a cenar allí esos filetes crudos que quisieron servirme a mí. Katerina ha dejado el diccionario y me observa, entre curiosa y preocupada.
– Está bien. No dejes entrar aún a los de Identificación. Precinta el piso hasta que yo lo vea tal como está ahora. Averigua también qué delegación de Hacienda le correspondía. Quiero una copia de su última declaración.
Cuelgo el teléfono y me dirijo a Katerina, que ya está mirándome con recelo.
– Katerina, hija -digo con dulzura-, he de salir hoy mismo del hospital. Ha surgido algo importante.
– Estás loco. -Es lo único que se le ocurre-. Ya verás cuando se entere mamá.
– Ya estoy al corriente de los acuerdos de tu madre con los médicos. He obligado a Uzunidis a contármelo. Le prometí que no lo delataría ante ella, pero a ti puedo contártelo.
Katerina desvía la mirada y comprendo que ella también formaba parte de la conspiración o, al menos, estaba al corriente de ella.
– Lo sabías -le reprocho-. Tú lo sabías y no me dijiste nada.
– ¿Y qué iba a hacer? Ella lo dispuso todo sin ayuda de nadie. Además, si te lo contaba, seguro que habríais empezado a discutir, y ya sabes que no soporto vuestras discusiones. A fin de cuentas, no te pasa nada por quedarte un par de días más.
– Hoy mismo salgo del hospital. Hazte a la idea.
– Vale. Espera un momento -dice y sale corriendo de la habitación. Si fuera Adrianí, nos habrían oído hasta en el Pentágono. Katerina tiene la virtud de comprender cuándo no debe insistir más.
Reaparece poco después con Uzunidis.
– ¿Qué ocurre, teniente? Creía que habíamos llegado a un acuerdo -dice el médico, enfadado.
– Como me caes bien, te lo explicaré para que lo entiendas. Puedo salir de aquí de dos maneras. Una: me das de alta y salgo con toda normalidad. La segunda: me visto y me largo, y si tratas de impedírmelo, te hago detener por oponer resistencia a la autoridad.
Le cuento brevemente lo que hemos averiguado de Petrulias y de su piso. El médico se calma y sonríe.
– Vale, te doy de alta, pero primero has de prometerme que dejarás el tabaco.
– De acuerdo. Tres cigarrillos como máximo, uno después de cada comida.
– Ni uno. El último pitillo lo fumaste antes de entrar en el hospital. A partir de ahora, prohibido fumar. Segundo, tomarás con regularidad los medicamentos que voy a recetarte y dentro de diez días volverás para una visita de control.
– De acuerdo.
– Tercero, procurarás no cansarte. Trabajarás tres o cuatro horas como máximo, después irás a casa a reposar.
– De acuerdo.
– Y cuarto, por un tiempo evitarás conducir. Irás en taxi o en transporte público.
– Lo llevaré yo a donde quiera -se ofrece Katerina.
– ¿Cuándo has aprendido a conducir? -pregunto cuando Uzunidis sale para buscar sus recetas.
– Me he sacado el carné porque Panos tiene coche y me lo deja de vez en cuando -responde ella, algo azorada.
Me entran ganas de preguntar si tiene un turismo o una camioneta para cargar verduras, pero la chica se ha portado bien conmigo y no quiero molestarla.
Cuando llega Adrianí, estoy listo para marcharme.
– ¿Qué haces vestido de calle? -pregunta, dispuesta a empezar una pelea.
– Me dan el alta y me voy.
– Si no salías hasta el sábado. -Se muerde el labio, pero ya no tiene importancia.
– He convencido a los médicos de que me liberen hoy.
Se queda atónita y yo disfruto de mi triunfo.
Capítulo 19
La terraza del piso de Petrulias equivale en superficie a un apartamento de dos habitaciones y domina media Atenas, con unas vistas cuantitativamente extraordinarias y cualitativamente mediocres. La mirada planea con libertad sobre tejados y terrados deslucidos, parches verdes desperdigados entre el cemento, tendederos de ropa y, a una manzana de distancia, una chica que está tomando el sol en la terraza. Tal vez espera broncearse más rápido con la ayuda de las nubes de contaminación.
En sus tiempos de esplendor, el lugar debía de parecer un jardín colgante. Geranios, margaritas y crisantemos asoman de jardineras y estrechos parterres de cemento que rodean la terraza. En unas macetas enormes, parecidas a las cacerolas gigantes que usaba el ejército para hervir espaguetis, crecen árboles de todo tipo, desde limoneros hasta cipreses. Todo un vergel. La terraza no tiene toldo, sino un par de grandes sombrillas blancas que ofrecen su protección a mesas y sillas de jardín. Me recordó las cafeterías que están de moda en las terrazas de los grandes hoteles, aunque sin camareros. Ahora, sin embargo, las sombrillas blancas han adquirido una tonalidad amarillenta, la mitad de los árboles se han secado y las flores están muertas.
Vlasópulos tenía razón. Petrulias debió de gastarse una fortuna en la decoración del piso: sofás y sillones de cuero y metal, una mesa redonda de cristal grueso, luces de foco y lámparas de luz indirecta.
Si la terraza es como una jungla seca, el interior del piso recuerda la casa de mi cuñada después del terremoto, aunque Petrulias ya no puede volver para ordenar este desastre. Los sillones están patas arriba; los sofás han sido destripados; los libros, expulsados de las estanterías, y el televisor, arrojado al suelo, donde yace con la pantalla rota. El equipo estereofónico exhibe sus entrañas desmadejadas. Lo único que se ha salvado de la calamidad es la mesa de cristal.
Me dirijo al dormitorio. Los mismos estragos: los que estuvieron aquí no se dieron cuenta de que la cama era de agua. Rajaron el colchón y se encontraron con un manantial incontenible, que empapó el suelo de parqué. Me imagino sus caras al recibir la tromba de agua y apenas logro contener la risa. Los cajones del armario están desperdigados por el suelo y la ropa, dispersa sobre la madera mojada. Calcetines y calzoncillos, camisas y camisetas, todo de marca y muy caro. Echo un vistazo a sus trajes, arrugados en el suelo del armario, sobre los zapatos. Son de colores vivos, como la ropa de aquel presentador de televisión. Me siento espectador de otro tipo de reality show: Petrulias muerto y enterrado en el monte de una isla y su casa convertida en un cementerio de objetos de lujo maltratados. No sé qué andaban buscando, pero resulta evidente que no fueron muy cuidadosos. Al examinar el armario encuentro dos camisetas de tela brillante y dos pantalones cortos negros: el uniforme del árbitro.