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– ¿Sí? -dice secamente, tal vez confundiéndome con un vendedor de Tupperware.

– Teniente Jaritos…

No me deja terminar.

– Si se trata del tipo de arriba, ya hablé ayer con uno de sus colegas. No me obligue a repetirlo.

– Sólo quisiera hacerle un par de preguntas. No le robaré mucho tiempo.

– No es preciso que me pregunte nada. Yo se lo enseño y lo verá.

Me invita a entrar en el piso.

– Mire. -Señala el techo del salón, en la parte más cercana al pasillo. Está hinchado y a punto de desmoronarse-. Ese impresentable tuvo un escape en su casa y nos ha destrozado el techo. Hemos hablado con el presidente de la escalera, otro inútil, y nos ha dicho que no puede hacer nada, porque si fuerza la puerta tendrá problemas. Esperábamos que el de arriba volviera para pagar los desperfectos y ahora resulta que está muerto. Y cualquiera va a pedir indemnizaciones a los herederos…

Un hombre ha sido asesinado, enterrado y desenterrado por el terremoto, y a ella sólo le importa su techo.

– ¿Lo conocía? -pregunto.

– Nos cruzábamos alguna vez, pero ni siquiera nos saludábamos. Cuando estaba en casa, nos atormentaba con su música; ahora que no está, nos arruina el techo. Menudo vecino.

– ¿Acaba de enterarse de su muerte? ¿No lo reconoció en la tele?

– ¿Por qué iba a reconocerlo? Cada día salen al menos diez cadáveres; ya estamos hartos. ¿Por qué me iba a fijar en Petrulias? Ni que fuera alguien importante.

Veo que no hay nada más que decir y me dispongo a marcharme. La mujer me detiene en la puerta.

– Usted, como policía, sabrá decirme si puedo reclamar daños y perjuicios a los herederos.

– Soy policía, no abogado -contesto. Mi respuesta no la complace y me da con la puerta en las narices.

Paso por los demás apartamentos, pero no consigo averiguar nada que merezca la pena.

Capítulo 20

No sé quién les habrá ido con el cuento de que ya estoy mejor y he vuelto al trabajo, pero la cuestión es que me encuentro a los rumiantes apostados en el pasillo, esperándome, liderados por Sotirópulos.

– Que se mejore -gritan a coro. Después empiezo a distinguir los solos-: Cuídese. Lo hemos echado de menos. No se canse. Deje el tabaco…

Contesto con un «gracias, chicos» general y anónimo, como si estuviera saludando a las multitudes. No añado «estoy emocionado» porque sería mentira.

– Pasad, pero sólo un momento. No debo cansarme, vosotros mismos lo habéis dicho. -En realidad sólo uno de ellos lo ha comentado, pero no importa. ¿Quién se atrevería a protestar?

Entro en mi despacho y me quedo inmóvil por un momento. Necesito mirar a mi alrededor, absorber los detalles. La manada se adelanta con ímpetu y todos se apresuran a montar micros e instalar cámaras, como vendedores callejeros que temieran la llegada de la policía municipal. Ya me estoy arrepintiendo de haberlos invitado a entrar. Debí concederme un rato de soledad, el lujo de disfrutar de mis dominios en paz, pero el mal ya está hecho y lo único que me queda es despacharlos rápidamente y deshacerme de ellos.

– Ya sabéis lo de Petrulias, no voy a repetirlo. Vivía en un ático, en el número 19 de la calle Pangas. Alguien forzó la entrada y dejó el piso patas arriba. Todavía no sabemos si el allanamiento se produjo antes o después de la muerte.

– ¿Queda descartada la posibilidad de un robo? -El que pregunta es nuevo, o al menos no lo había visto nunca. Lleva el pelo engominado y pegado al cráneo.

– No queda descartada, aunque parece poco probable porque no hemos observado que faltara nada del piso. Los que entraron buscaban algo, pero aún no sabemos qué.

– ¿Se sabe cómo llegó a la isla? -pregunta Sotirópulos.

– En yate o en velero. Estamos investigando.

– ¿Cree que su asesinato pertenecía al mundo del fútbol? -pregunta la patizamba con la falda lila-. ¿No arbitraría partidos amañados?

– También estamos en ello. Eso es todo, chicos. No tengo nada más que deciros.

A su favor debo decir que no insisten y se retiran discretamente. Sotirópulos se rezaga un poco, como de costumbre. Le gusta presumir de cierta intimidad en su relación conmigo que los demás no comparten. De esta manera afianza su papel de líder.

– Según me han comentado los periodistas deportivos, ese tal Petrulias era un elemento de cuidado -dice-. Por lo visto, no era difícil sobornarlo.

– Es posible. En ese caso lo averiguaremos, no te preocupes.

– ¿Qué hay de Kustas?

– Nada nuevo.

– Ni lo habrá, no te hagas ilusiones.

– ¿Por qué me das la lata con esto? ¿Qué sabes tú de Kustas, Sotirópulos? -Ataco con brusquedad para pillarlo desprevenido.

– Rumores, habladurías, nada concreto. Es posible que no sea más que un bulo, o puede que me vea metido en un buen lío. Acto seguido se dirige hacia la puerta de mi despacho. Me alegro de que no haya sido nada grave. No sé qué haría yo sin ti -añade al salir. «Torturar a mi sucesor», pienso, pero decido callarme.

La puerta se cierra y me quedo solo, respirando con alivio. No sentí tanta alegría ni el primer día que pisé este despacho, aunque aquello supuso un ascenso. Me muero de ganas de encender un cigarrillo, pero he dado mi palabra a Uzunidis, o sea que aprieto los dientes y me aguanto. Adrianí quería prohibirme también el café porque, según ha dicho, produce taquicardia; claro que yo le he contestado que lo único que me produce taquicardia es su incesante acoso.

Lo malo del matrimonio es que empieza bien y termina mal, aunque el síntoma es siempre el mismo: al principio la taquicardia del primer encuentro con la mujer de tus sueños y al final la taquicardia de la vida diaria con la mujer de tus pesadillas.

Meto las manos en los bolsillos de la chaqueta y empiezo a sacar frascos de medicamentos, que coloco ordenadamente encima del escritorio: Digoxin 0,25 mg, Monosordil 20 mg, Salospir-A 500 mg, Interal 40 mg. Adrianí insistió en que me comprara dos de cada, para tener uno en casa y otro en el trabajo. Accedí, ya que ahora estos frascos forman parte de mi vida, tanto como el traje, la corbata y los zapatos. Y uno siempre tiene más de una muda de ropa. Por último, saco la receta donde se explica qué he de tomar y cuándo. Me gustaría aprendérmelo de memoria y no tener que recurrir cada vez a la nota, como un alumno que depende de la chuleta.

Llamo a Kula por teléfono para preguntar si Guikas se encuentra en su despacho. Responde que está en una reunión que terminará en un cuarto de hora. Teniendo a Katerina en el papel de cancerbero, he de contar los segundos, así que llamo a Vlasópulos y a Dermitzakis para no perder ese cuarto de hora.

– ¿Qué hay de la última declaración de Petrulias? -pregunto a Vlasópulos.

– Ya sé a qué delegación de Hacienda pertenecía. Hoy tendremos una copia de su última declaración.

Me vuelvo hacia Dermitzakis.

– Encuentra todos los registros de barcos de Ática y todas las agencias de alquiler de yates y veleros. Quiero que averigües si Petrulias llegó a la isla en una embarcación propia o si la alquiló.

– Con un poco de suerte, el yate será suyo y encontraremos pistas -responde él.

Es posible, pero no lo creo. De haber sido de propiedad, la embarcación se habría quedado en la isla y alguien la habría visto. Salvo que la hubiese traído de vuelta la rubia, hecho que considero poco probable. Llamo al jefe de la comisaría de la isla y le pido que averigüe si en el puerto hay alguna embarcación abandonada desde el verano, aunque tengo pocas esperanzas. El yate debía de ser alquilado.