El ascensor juega al escondite, pero estoy decidido a no ceder. Espero con paciencia a que se detenga en mi planta.
– Me alegro de verlo -me saluda Kula, encantada-. ¿Cuándo ha vuelto?
– Hoy mismo.
– ¿Y cuándo salió del hospital?
– Ayer.
Me mira como si tuviera ante sí a un albanés ataviado con frac.
– ¿Salió ayer y hoy viene a fichar? ¿Por qué no se queda unos días en casa? Al fin y al cabo es funcionario público.
– ¿Y eso qué tiene que ver, Kula?
– ¡Desde luego! Dónde se ha visto, un funcionario público sin derecho a la baja por enfermedad -exclama indignada.
Replico de mala gana que tenía pendiente un asunto muy importante y me cuelo en el despacho de Guikas. Lo encuentro de pie, recogiendo documentos de la mesa de reuniones. Él tampoco esperaba verme tan pronto.
– ¿De nuevo por aquí? -se extraña-. Espero que ya estés mejor.
– Sí. Gracias por la planta.
– Siento no haber ido a verte, pero ya sabes…, no tengo tiempo.
– No se preocupe. He venido porque hay novedades en el caso del cadáver sin identificar. -Me apresuro a explicar el caso antes de que me denuncie al comité disciplinario por transgredir las normas del buen funcionario.
Le informo someramente del piso de Petrulias, de nuestras investigaciones para localizar el barco en el que viajó a la isla y de las indagaciones para averiguar en qué trabajaba y de dónde procedían sus ingresos.
– Veo que descartas la posibilidad de que lo mataran por haber aceptado sobornos.
– No lo descarto, aunque me parece poco probable. Le habrían matado en Atenas, antes de que se marchara de vacaciones, o cuando ya hubiese regresado. No hubiesen pagado los pasajes para cargárselo en una isla, ni hubiesen forzado la entrada de su piso, ni le hubiesen quemado las huellas dactilares.
– A veces, la respuesta más sencilla es la correcta -comenta sonriendo-. No sabes de qué son capaces estos hooligans fanáticos. Se la tenían jurada, lo encontraron en la isla por casualidad y decidieron cargárselo. Nada premeditado. Lo mataron y lo enterraron.
– ¿Y esos dos tipos, seguramente extranjeros, con los que lo vieron conversar en la isla?
– Pura coincidencia. Hablaron y cada uno se fue por su lado. Otros lo mataron después.
– ¿Y la rubia?
– ¿Cómo sabes que era la misma que le visitaba en su casa? Era un hombre joven y guapetón, las niñatas se derriten por estos tipos. A lo mejor se conocieron en la isla, pasaron un par de noches juntos y se acabó. ¿Por qué iba a preocuparse la chica por la suerte de Petrulias?
Aunque sus silogismos son sencillos, ordenados y, muy posiblemente, acertados, a mí tanto orden me resulta sospechoso. Tal vez el trato con Adrianí me ha escarmentado. No me explico tantas coincidencias en un mismo caso. Sin embargo, existe la posibilidad de que Guikas tenga razón, de manera que dejo abierta una ventanita para no tener que retractarme más adelante.
– Tal vez esté en lo cierto -concedo-. Sigamos investigando un poco para ver adónde llegamos.
– ¿Qué has hecho con Kustas? -me pregunta cuando ya estoy en la puerta.
– He mandado archivar el caso.
– Empate a uno, si me permites una expresión futbolística -comenta con una sonrisa.
– ¿Qué significa eso?
– En el caso Kustas has obedecido mis órdenes. En el de Petrulias, harás lo que te parezca.
Ojalá tuviera más datos sobre Kustas; entonces veríamos quién obedecía sus órdenes. En cuanto me ve aparecer en el despacho, Vlasópulos empieza a perseguirme con una fotocopia.
– La declaración de la renta de Petrulias. -No me deja leerla-. Ahórrese la molestia, sólo especificaba sus emolumentos como árbitro y los ingresos correspondientes al alquiler de un piso en Marusi. El ático de la calle Pangas era de propiedad. En la declaración no figura ningún yate o velero, sólo un coche, un Audi 80.
Tras un rápido vistazo al documento confirmo lo que dice Vlasópulos. La renta anual de Petrulias no superaba los cuatro millones, incluido el alquiler del piso.
– Con una renta tan baja, no entiendo cómo podía permitirse un ático en la calle Pangas, un piso en Marusi y disfrutar de cruceros en yate.
Vlasópulos levanta las manos en señal de impotencia.
– La verdad es que no tengo ni idea.
Me parece que Guikas ha metido la pata: este caso no es tan sencillo como quiere creer. Sin embargo, admito que tiene parte de razón: cuando no tienes de dónde agarrarte, lo mejor es partir de lo evidente.
– Llama al Colegio de Árbitros de Fútbol y pídeles que preparen el expediente de Petrulias para mañana por la mañana.
– De acuerdo.
En el balcón de enfrente, la chica de pelo corto y el hombretón están discutiendo. Aunque no alcanzo a oír las palabras, a juzgar por sus gestos están a punto de llegar a las manos. El tipo intenta agarrarla del brazo, pero ella es más rápida y lo empuja. Supongo que él le suelta algo gordo, porque la chica levanta la mano y le pega una bofetada que, si la ventana estuviera abierta, se habría oído hasta aquí. Luego la chica se da la vuelta y se marcha corriendo.
El teléfono suena, interrumpiéndome el espectáculo. De recepción me avisan que mi hija me espera abajo. Miro mi reloj: es la una. Tan puntual como siempre, no me regala ni un minuto.
Al levantarme de la silla veo que la chica de enfrente, con una cazadora y el bolso en bandolera, sale a la calle y se aleja con rapidez. El tipo se ha inclinado sobre la barandilla del balcón y la llama, pero ella ni siquiera alza la vista antes de desaparecer tras la esquina. El hombretón se apoya en la pared y se cubre la cara con las manos, sacudiéndose por el llanto. Antes, los hombres llevaban el pelo corto y las mujeres, largo; los hombres pegaban bofetadas y ellas lloraban. Ahora las mujeres llevan el pelo corto y los hombres, largo; ellas les pegan bofetadas y ellos lloran. Tiene su lógica, pero no siento lástima de un hombre que se deja crecer el pelo para recibir sopapos.
Capítulo 21
Jamás habría imaginado que el hecho de pasar seis días en un hospital trastornaría mi vida hasta tal punto. Cuando llegué a casa ayer al mediodía me sentía como si hubiese estado toda la mañana cargando ladrillos. Almorcé y me acosté enseguida para echar la siesta. Dormí hasta las ocho, me entretuve hasta la hora de cenar y luego otra vez descansé de un tirón hasta las siete de la mañana.
Ahora estoy en el coche con Katerina, a punto de enfilar la avenida Alexandras.
– No es preciso que te quedes más tiempo en Atenas -digo de mala gana-. Ya estoy bien, puedes volver a Salónica.
– ¿Intentas librarte de mí? -pregunta riéndose.
– Lo que no quiero es que te retrases en los estudios por mi culpa.
– No me retraso en absoluto. De todas formas tenía que venir a Atenas para conseguir parte de la bibliografía. Pensaba hacerlo en Navidad pero, ya que estoy aquí, he empezado la tarea. Después de dejarte por las mañanas voy a la biblioteca de la facultad de Derecho o a la Biblioteca Nacional, trabajo hasta la una y luego vuelvo a recogerte.
Su explicación me llena de alivio.
– ¿Cuánto tiempo piensas quedarte? -pregunto. Así son las cosas: si alguien te da la mano, quieres el brazo entero.
– No sé, depende de cuánto tarde en reunir toda la bibliografía -responde vagamente-. Pasaré a recogerte a la una -añade mientras bajo del coche.
– A las dos.
Hace un ademán de negación con un dedo y arranca antes de que yo acierte a contradecirla.
Paso primero por la cantina para pedir mi espumoso café griego ma non troppo. He dejado los cruasanes, porque Adrianí insiste en que desayune como Dios manda y no «productos de plástico». Se levanta antes que yo y me sirve tostadas con mantequilla y mermelada de naranja, que preparó ella misma mientras yo estaba en el hospital. Aún se niega a cocinar tomates rellenos, alegando que son indigestos, pero yo ya he urdido un plan. Me quejaré y suplicaré hasta que ella acceda, aunque sólo sea para darme ánimos y evitar que caiga en una depresión.