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Se abre la puerta y entra Dermitzakis con unos informes mecanografiados.

– Es el movimiento de cuentas de Petrulias -anuncia con aire triunfal.

El árbitro tenía dos cuentas, una en el Interbank y la otra en el Xiosbank. El mero hecho de que operara con dos entidades nuevas y relativamente pequeñas me anima un poco. Los que se hallan metidos en asuntos turbios suelen dirigirse a bancos pequeños, más dispuestos a hacer la vista gorda con tal de ganar clientela. Intento contener mi impaciencia para estudiar los documentos con detalle. La cuenta del Xiosbank muestra ingresos relativamente pequeños, del orden de las cien o ciento cincuenta mil dracmas, y reintegros similares y frecuentes. El movimiento habitual de un cliente de clase media; incluso podría ser el mío. En cambio, la cuenta del Interbank muestra ingresos espaciados y bastante más importantes, de dos millones y medio a cinco millones de dracmas, efectuados una o dos veces al mes. En cuanto a los reintegros, son escasos. Miro el saldo: treinta y cinco millones quinientas veintidós mil ochocientas sesenta y siete dracmas. Si se dedicaba a la usura prestando dinero, los reintegros deberían ser sustanciosos y frecuentes. Si por el contrario recibía sobornos, los ingresos deberían ser mayores y esporádicos. Aquí pasa algo raro. Sotirópulos y yo quedamos en tablas: todo apunta a que nos equivocamos los dos.

– El dinero del Interbank es negro -interviene Dermitzakis para demostrar que él también se ha dado cuenta.

No le presto atención. Quiero comparar las fechas de los tres partidos señalados por Nasiulis con los ingresos efectuados en la cuenta de Petrulias para ver si, a pesar de todo, esos partidos coincidían con el cobro de sumas importantes. No hay ingresos que correspondan con los partidos entre el Argostolikós y el Anamorfosis en Trípoli, o entre el Jalkidaikós y el Intrépido en Sfakiá. Sin embargo, observo un depósito de dos millones y medio de dracmas el día anterior al partido entre el Falirikós y el Tritón. Tal vez se trate de una simple casualidad, pero por lo general las casualidades aparentes ayudan a encontrar un camino. Si el penalti que Petrulias señaló injustificadamente a favor del Falirikós no fue el resultado de una actuación arbitral errónea, entonces el presidente del Falirikós la compró con dinero contante y sonante.

– Averigua a quién pertenece el equipo del Falirikós -indico a Dermitzakis-. Quiero hablar con él hoy mismo.

Dermitzakis se marcha y aparece de nuevo a los cinco minutos con una sonrisa de oreja a oreja.

– Ya lo tengo -anuncia ufano. Se dispone a cerrar la puerta, pero Vlasópulos la abre y entra en el despacho.

– Se llama Frixos Kaloyiru y es dueño de Ecoelectrónica, una cadena de tiendas de electrodomésticos.

La conozco, habré visto el anuncio al menos un millón de veces en televisión. Son de esas tiendas que te equipan la casa sin cobrar un duro, aunque luego no te queda más remedio que venderla para pagar los plazos.

– El Falirikós juega en Níkea esta tarde -añade Dermitzakis-. Tendremos oportunidad de hablar con él después del partido.

– Yo acompañaré al teniente -interviene Vlasópulos. Ahora entiendo por qué se ha colado con tanta precipitación en el despacho.

– ¿Se puede saber por qué? -replica Dermitzakis.

– En primer lugar, porque tengo más antigüedad en el servicio. En segundo lugar, porque yo descubrí a Saráfoglu, que juega en el Falirikós, y lo conozco.

– Sí, y yo descubrí a Kaloyiru.

Estos dos se han llevado como el perro y el gato desde el primer día. Vlasópulos cree tener ciertos privilegios producto de la antigüedad. Dermitzakis, el más novato, intenta escalar puestos a expensas de Vlasópulos. Sólo coinciden en su habilidad para crisparme los nervios, ya que me veo continuamente obligado a mantener un difícil equilibrio entre los dos.

– No me acompañará nadie. Iré solo -declaro con firmeza-. No necesito refuerzos para formularle cuatro preguntas.

Dermitzakis fulmina con la mirada a Vlasópulos, quien sonríe satisfecho. Aunque él no me acompañe, ha conseguido que el otro tampoco lo haga, de manera que se siente vencedor de un partido amañado.

Saco una pastilla de Digoxin, la parto en dos y me trago la mitad con un sorbo de café griego ma non troppo, que entretanto se ha transformado más bien en aguachirle.

Capítulo 23

El único estadio de fútbol que he visto en mi vida es el del Panathinaikós, en la avenida Alexandras, y sólo por fuera. El del Tauros difiere de su hermano mayor en que es de menores dimensiones y bastante más feo, quizá porque la anchura de la avenida Alexandras disimula el volumen del estadio del Panathinaikós, mientras que el del Tauros destaca cual grano en toda la frente. Ahora que me enfrento a la segunda experiencia de estos espacios polivalentes, que acogen enfrentamientos deportivos, conciertos, mítines políticos y hasta destacamentos militares en la época de la Junta, confirmo mi impresión de que parecen bañeras gigantes apuntaladas con pilares de cemento.

Llego cuando el público, más bien escaso, ya está evacuando el estadio, con tranquilidad. A primera vista, Nasiulis y Sotirópulos tienen razón. No hay pasión ni fanatismo en los partidos de tercera, aunque esto acaso se debe a la victoria del equipo local, resultado que deduzco por la cara de felicidad de los asistentes.

Buscando la entrada a los vestuarios, me topo con un charco imposible de vadear sin una barca. Es un espacio acuático cuadrado y precariamente iluminado por dos lámparas de veinticinco vatios protegidas por rejillas metálicas, que apenas consiguen atenuar la densa oscuridad. Observo una puerta a la derecha y dos a la izquierda; de la primera de estas últimas mana la fuente que alimenta el lago, que tal vez tenga truchas… La segunda está cerrada, mientras que la de la derecha está abierta y de su interior salen voces iracundas. Intento vadear navegando por la orilla, es decir, avanzando pegado al muro.

– Eres un inútil -truena una voz en el interior-. Hemos perdido todos los partidos desde que empezó la liga. Otra derrota y volverás a tu pueblo a recoger olivas.

No veo al dueño de la voz, aunque sí al sufrido oyente, un hombre alto y delgado, vestido con un chándal, que escucha con la cabeza gacha y los brazos abiertos como alas.

– El equipo tiene que conjuntarse, señor Kaloyiru -se disculpa-. Últimamente ha habido muchas sustituciones. Un par de partidos más y todo irá mejor.

– Me pediste jugadores nuevos y te los di. ¿Ahora me vienes con que el equipo tiene que conjuntarse, como si fuera un traje?

En el vestuario hay dos bancos de madera e hileras de colgadores en las paredes, para que los jugadores dejen su ropa. Me recuerda esos espacios infernales donde encierran a los emigrantes ilegales antes de devolverlos al infierno definitivo de su país. Los jugadores, que están sentados en los bancos, ni siquiera se atreven a levantar la mirada.

– Sois todos unos inútiles -suelta de nuevo Kaloyiru-, unos vagos. Os arrastráis por el campo y ni siquiera sois capaces de dar una patada al balón.

Saráfoglu, sentado en el extremo del banco, se vuelve bruscamente.

– ¿Cómo te atreves a quejarte? -pregunta a Kaloyiru, que está fuera de mi campo de visión-. Empezamos a entrenar en agosto, hemos jugado tres partidos y aún no hemos cobrado ni un duro. Tenemos familia y obligaciones. ¿Alguna vez se te ha ocurrido preguntarte con qué ánimo salimos a jugar?

– Seguís en el equipo, que ya es mucho. Si no os gusta, ya sabéis dónde está la puerta. Los descampados están llenos de jugadores como vosotros.

Ahora entiendo por qué Sotirópulos los llamó escoria del fútbol. Los insultan y humillan, se ven obligados a jugar por cuatro chavos y, para colmo de males, no les pagan. Con el rabillo del ojo veo que dos jóvenes emergen de las aguas del lago y pasan de largo, indiferentes.