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– La hostia, otra vez sin agua -protesta uno de ellos.

– La han cortado porque hay un escape -responde el otro.

– Ni siquiera podemos ducharnos. Salimos de aquí hechos un asco -prosigue el primero.

Cruzo el umbral en el momento en que Kaloyiru espeta:

– ¿Por qué habríais de ducharos, si ni siquiera habéis sudado? Que os…

Se interrumpe bruscamente al verme entrar. Es un hombre corpulento de más o menos mi edad, con apariencia de ex boxeador fofo por falta de ejercicio. Lleva traje oscuro y el cuello de la camisa desabrochado, sin corbata.

– ¿Qué quiere usted? -pregunta agresivamente.

– Teniente Jaritos. Estoy buscando al señor Kaloyiru -digo, fingiendo haber llegado justo en este momento.

– Soy yo.

– Me gustaría hacerle algunas preguntas referentes a Jristos Petrulias. -Saráfoglu vuelve la cabeza y me dirige una mirada de inquietud, pero finjo no haberme percatado.

Kaloyiru suaviza su actitud, no parece sorprendido.

– Si es tan amable, le agradecería que me esperara un instante fuera. Estaré con usted enseguida.

Salgo a la orilla del lago y alguien cierra de un portazo a mis espaldas. Ya no oigo las conversaciones, sea porque la puerta me lo impide o porque han bajado la voz. En todo caso, Kaloyiru no tarda ni un minuto en aparecer.

– Acompáñeme. Hay un café aquí cerca donde podemos hablar con tranquilidad.

Me lleva a un viejo café de barrio, con mesitas de mármol y sillas de enea. Insiste en invitarme y pido un café griego. No es de máquina, sino de un fogón eléctrico de la cadena Ecoelectrónica.

– Lo escucho -dice Kaloyiru cuando tomo el primer sorbo.

– Hemos llevado a cabo una inspección rutinaria de las cuentas bancarias de Petrulias y hemos descubierto algunos ingresos difíciles de justificar con su sueldo -empiezo, escogiendo mis palabras para no asustarlo-. Estamos tratando de averiguar de dónde procedía el dinero. Casualmente, uno de esos ingresos se efectuó el día anterior al partido entre el Falirikós y el Tritón, el pasado mes de mayo. Tal vez usted, que conocía al árbitro, podría aclararnos este punto.

Me mira y estalla en unas carcajadas a juego con su voz de trueno.

– La pregunta en cuestión no es ésta, teniente. A usted le preocupa otra cosa.

– ¿A qué se refiere?

– Usted quiere saber si soborné a Petrulias en el partido contra el Tritón, que ganamos por un penalti en el último minuto.

– Una falta que, según el juez de línea, no era penalti -añado, ya que ha sacado el tema.

– Podría responder simplemente que no, y usted no tendría forma de demostrarlo. Sin embargo, prefiero explicarle las razones que excluyen la posibilidad de un soborno.

– ¿Son muchas las razones?

– Sólo dos, pero bastan y sobran. La primera es que casi todos los propietarios de equipos de tercera no tienen el menor interés en ganar la liga ni en ascender de división. Lo principal es que los equipos mantengan una puntuación media, lo cual permite demostrar pérdidas económicas y nos concede el derecho a subvenciones.

– ¿Por qué?

Me mira como si fuera uno de sus empleados menos dotados intelectualmente.

– Ya debe de saber que soy dueño de la cadena Ecoelectrónica. Si quiere, puedo facilitarle la contabilidad de mi empresa, que me proporciona sustanciosas ganancias. Compré el equipo de Falirikós para tener otra empresa, deficitaria, que me permita desgravar impuestos. Así me ahorro el doble o el triple de lo que me cuesta el equipo.

– En ese caso, ¿por qué regañaba a sus jugadores por haber perdido un partido?

Suelta la misma risa estentórea. Por lo visto disfruta oyéndola.

– Es todo puro teatro, teniente. Sé muy bien que no pueden ganar. Por eso los elegí. El secreto consiste en contratar a un entrenador mediocre, o incluso malo, incapaz de ganar una liga. En cuanto a los jugadores, no es preciso pagarles con regularidad. Les basta con el sueño de que algún representante de un gran equipo se fije en ellos y les permita jugar en primera, aunque muy pocos lo consiguen.

– ¿Y los demás?

– Los demás abandonan a los treinta y cinco y se enfrentan a la vida sin trabajo y sin dinero. Los regaño para fingir que el asunto me interesa y para evitarles la tentación de pedir remuneración regular, primas altas y cosas por el estilo. ¿Entiende ahora por qué no me conviene sobornar a los árbitros?

– ¿Cuál es la segunda razón? -pregunto.

– ¿Qué segunda razón?

– Acaba de decirme que existen dos razones por las que no sobornaría a un árbitro.

– Ah, sí. La segunda razón es que, aun suponiendo que me interesara, jamás lo haría contra un equipo de Kustas.

Al oír este nombre me siento como si me hubiese caído un rayo en un día claro y sin nubes. Lo observo atónito. Al cabo de unos segundos se me ocurre que es imposible, que sin duda se trata de una coincidencia, pero debo confirmarlo.

– ¿Qué Kustas? -pregunto.

– Dinos Kustas, ya sabe, ese al que asesinaron delante de su club.

– ¿Kustas era propietario del Tritón?

– Oficialmente sólo del Tritón, pero se rumorea que tenía dos o tres equipos más, dirigidos por personas de su confianza. En la práctica era el amo de toda la tercera división. Podía dar la liga a un equipo, mandar a otro al descenso y decidir quién perdía o ganaba un partido.

Mira por dónde, con Kustas hemos topado. No sé si debería alegrarme o tirarme de los pelos.

– ¿El resto lo aceptabais sin más? -pregunto a Kaloyiru.

Se encoge de hombros en un ademán de indiferencia.

– Ya se lo he dicho. Los jugadores corren detrás de la pelota mientras nosotros jugamos en campos diferentes, nos interesan balones de otro orden. Kustas no se metía con nuestros partidos y nosotros le dejábamos jugar los suyos en paz.

Nasiulis tenía razón: los directivos de los equipos se ayudan unos a otros. Me enfrento a una defensa cerrada.

Kaloyiru menea la cabeza con tristeza, como si me hubiese leído el pensamiento.

– ¿Qué esperaba de un mundo en el que todos los relojes marcan la misma hora, teniente? Antes, algunos se paraban, otros funcionaban y otros se quedaban atrasados. Uno se levantaba por la mañana y esperaba oír la radio para ajustar su reloj. Ahora todos los relojes marcan la misma hora. Vivimos en un mundo que favorece a los relojeros.

– ¿A qué jugaba Kustas?

– No lo sé. Algunas cosas es mejor no saberlas.

– ¿Le parecería lógico que fuera el propio Kustas quien sobornara a Petrulias, para que su equipo perdiera y no ganara la liga?

Kaloyiru medita la cuestión.

– Tal vez -responde, y se interrumpe bruscamente-. Ahora que lo menciona, acabo de acordarme de algo.

– ¿De qué?

– Obicue me comentó que había oído a Kustas discutiendo con Petrulias después del partido.

– ¿Quién es Obicue?

– El nigeriano que contraté como delantero centro. Ahora no puede jugar, sufrió una rotura de ligamentos y tuvieron que operarlo.

– ¿Sabe dónde vive?

– No, pero puedo averiguarlo.

Saca un móvil del bolsillo y realiza una llamada, quizás a su entrenador inútil. Interrumpe la comunicación y me da una dirección: el número 22 de la calle Rodopis, en Taburia.

– ¿Sabe en qué otros equipos mandaba Kustas?

– No, ya se lo he dicho. Mi interés en el fútbol es particular y limitado.

Se pone en pie. Yo no tengo nada más que preguntarle; además, quiero quedarme solo para reflexionar sobre la información que me acaba de proporcionar. Kaloyiru me estrecha la mano, vocifera que «ha sido un placer» y se larga.