Busca un poco y encuentra el número.
– Oye, Makis. ¿Sabías que tu padre había comprado un equipo de fútbol, el Tritón?
– ¿Por qué tanto interés? ¿Quieres que te fichen? -Se troncha de risa con su propio chiste y me cuelga el teléfono antes de que pueda hacerle más preguntas.
Capítulo 25
Ya es de noche cuando salgo del aparcamiento de la Dirección General de Seguridad. He de preparar alguna estrategia de defensa para la bronca que me echará Adrianí. ¿Sigo la táctica del acusado arrepentido que pide la clemencia del tribunal? ¿Voy de poli duro que siempre tiene razón y suelta un guantazo a la que le aprietan las tuercas? La primera opción exige que baje la cabeza y aguante el chaparrón hasta que Adrianí se desahogue. La segunda implica una gran pelea, porque Adrianí está casada con un poli y sabe desde hace tiempo que si la bronca está justificada acabaré reconociendo mi error.
Estoy a punto de doblar por la calle Dimitsanas cuando veo que alguien me hace señas desde la acera, aunque está oscuro y no distingo de quién se trata. Cuando se acerca, veo que es Panos, el novio de Katerina.
– ¿Cuándo has llegado? -pregunto sorprendido, porque Katerina no me había dicho nada.
– Hace unos días.
– ¿Sabe Katerina que estás en Atenas?
– No.
Mi sorpresa va en aumento.
– ¿No la has llamado?
Me mira directamente a los ojos. Quiere contarme algo que le preocupa, pero no se atreve.
– ¿Podemos ir a algún sitio a hablar? -propone tímidamente.
Lo primero que se me ocurre es que tiene problemas con la policía y desea hablar conmigo antes que con Katerina, para que lo ayude. Cuando abro la puerta del coche, Panos se apresura a entrar y evita mirarme. Prefiere eludir la conversación hasta que estemos en un lugar tranquilo. Tuerzo a la derecha en Dimitsanas y otra vez a la derecha en Alfiú. Salgo a Panormu y aparco delante del Marruecos.
A estas horas la cafetería está casi vacía, sólo una parejita está sentada a una mesa algo alejada. Mientras hablan se frotan la nariz, como hacen los esquimales. Panos ya no esquiva mi mirada, pero sigue sin pronunciar palabra, con lo cual sólo consigue aumentar mi preocupación. ¿Tan grave es lo que quiere contarme? ¿Tan terrible que no sabe cómo empezar?
– ¿Por qué no has llamado a Katerina? -pregunto para facilitarle el trance.
Tarda medio minuto en contestarme y su respuesta es lo último que esperaba oír.
– Nos hemos separado -murmura.
Es mi turno de guardar silencio. Si me lo hubiera contado Katerina, hasta podría haberme alegrado de la nueva situación. Ahora la noticia me pilla desprevenido y no sé si me alegro o no.
– ¿Cuándo ha ocurrido? -pregunto.
– Hace una semana.
– Espera un momento, Panos. Katerina estaba en Atenas y tú en Salónica; ¿cómo es posible que os separarais?
– Me llamó para decírmelo.
– ¿Así, por teléfono?
Vuelve a callar. Me observa fijamente, como si buscara una explicación.
– ¿Usted no sabe nada? -pregunta al fin.
– ¿Qué he de saber?
– Katerina. Se ha liado con su médico.
– ¿Quién? ¿Uzunidis?
– No sé cómo se llama, pero ahora está con él.
Esta chica no está en sus cabales, pienso. ¿Yo ingresado en el hospital, con sueros y pastillas, yendo de acá para allá en silla de ruedas, de la habitación a los laboratorios y de allí a radiología, mientras mi hija se ligaba al médico en los pasillos? Es guapo el tipo, no cabe duda, pero conozco bien a Katerina: no es su estilo.
– ¿Estás seguro? -pregunto con la esperanza de que se trate de un malentendido.
– Bueno, tal vez esté mintiendo -responde con una sonrisa amarga-. Sin embargo, me dijo que está locamente enamorada del médico de usted y que no puede seguir conmigo.
Es el tiro de gracia: destroza todas mis esperanzas. Si Katerina quisiera separarse de Panos, se lo diría sin necesidad de pretextar un arrebato amoroso por Uzunidis.
– ¿Y en todos los días que llevas en Atenas no has querido verla? ¿No la has llamado?
– La llamo a diario, pero su madre siempre me responde que ha salido.
– Por las mañanas se marcha a la biblioteca para conseguir la bibliografía de su doctorado. -A pesar de mi cabreo, busco excusas para justificarla.
– La llamo a todas horas: por la mañana, al mediodía, por la tarde, por la noche… Siempre contesta su madre y me dice las mismas palabras: «Lo siento, Panos, no está en casa».
De golpe entiendo lo que ocurre. Adrianí está al corriente de todo. Mientras yo me encontraba en la cama del hospital, ellas conspiraban a mis espaldas. Siempre había creído que Katerina confiaba más en mí que en su madre. La quiere, por supuesto, pero a mí me contaba sus secretos y me hablaba de sus problemas. De repente, abro los ojos y descubro que su madre ha sido nombrada consejera oficial mientras que a mí me han dado la jubilación anticipada. Claro, por eso se ha quedado en Atenas, pienso con un nudo en la garganta. No por la bibliografía ni por mí, que a fin de cuentas ya me he repuesto, sino para estar bien cerquita de su cardiólogo particular.
Panos se inclina para acercarse a mí. No, si al final acabaremos frotándonos las narices y pensarán que somos una parejita.
– Quiero a su hija, señor Jaritos -murmura-. Llevamos cuatro años juntos. La quiero y no deseo perderla.
En ese momento se echa a llorar. Un hombretón hecho y derecho, con el pelo cortado a cepillo y una camiseta que reza «Hellraiser», llorando como un niño. La verdad es que este perito verdulero nunca me ha caído bien, pero el comportamiento de mi hija hiere mi condición masculina y, a pesar mío, me solidarizo con él.
– No sé qué decirte, Panos.
– En realidad no hay nada que decir -responde-. Usted, al menos, ha aceptado escucharme.
Se levanta y se va sin despedirse, aunque en estas condiciones no puedo tenérselo en cuenta. A solas me dedico a contemplar el helado de nata que he pedido y que detesto. De repente me acuerdo del melenudo que se echó a llorar cuando su chica le dio una bofetada. Me había equivocado en aquella ocasión: no sólo lloran los hombres que se dejan el pelo largo, sino también los que se lo rapan. Lloran como mujeres. La moda es unisex, todos los relojes marcan la misma hora y las bofetadas salen volando a diestro y siniestro. Me gustaría saber quién es el guapo que distingue a los corderos de los lobos.
Capítulo 26
– Buenas noches.
Está sentada en el sillón, inmóvil como una esfinge, mirando la tele con el cuerpo algo inclinado hacia delante, los codos apoyados en el regazo y los pies bien juntitos. Su postura me recuerda a la señorita Crisanti, la maestra de religión del colegio, que nos obligaba a aprendernos el Credo de memoria y, cada vez que nos equivocábamos, nos daba con la regla en los nudillos. La diferencia es que la señorita Crisanti solía llevar un breviario en la mano, mientras que Adrianí sostiene el mando a distancia. Además, la señorita Crisanti siempre nos llamaba «blasfemos» o «ateos», mientras que mi mujer parece haber hecho voto de silencio.
– Sotiris me dijo que habías llamado, pero he estado tan liado que no he podido telefonear.
Hablo en tono provocador a propósito, para cabrearla y conseguir que diga algo, pero no hay reacción alguna, ni física ni verbal. Debo reconocer que su táctica es eficaz, porque me ha desconcertado. Yo esperaba toda una retahíla de gritos y recriminaciones para los que había preparado una defensa basada en excusas, a continuación recurrir a los halagos y finalmente, como última estrategia, pasar a los insultos. Sin embargo, su silencio desmonta todos mis planes. Me siento en el sillón de enfrente.