Son ya las diez de la mañana y el día ha sacado a la luz lo que la noche había estado ocultando. En apariencia, nada ha cambiado. Jora sigue siendo lo que era. Sin embargo, del interior de las casas emergen llantos y lamentaciones, no en coro sino como arias aisladas, porque ha llegado un comité de expertos para evaluar los daños, provocando los más tristes clamores cada vez que declaran inhabitable un edificio.
La casa de mi cuñada recuerda un paisaje de Bosnia después de la guerra. La pintura se ha desconchado y ha dejado los ladrillos a la vista. La araña catedralicia ha perdido la mitad de sus lágrimas y cuelga descabalada y torcida. Una parte del techo ha invadido las vitrinas del aparador y los escombros han pasado a formar parte de lo expuesto: un jarrón en forma de rosa abierta, tres bandejas de plata y un par de candelabros dorados estilo Murano. El televisor ha salido intacto del trance y nos contempla con gesto apagado. Eleni, mi cuñada, ha ido a buscar un cepillo y se afana en silencio por limpiar el tresillo color hígado, como si fueran vísperas de Navidad.
– Déjalo, mamá -se impacienta su hija-. No vendrá de eso.
Eleni se revuelve y la fulmina con la mirada.
– ¿Sabes cuánto tiempo llevaba deseando tener un tresillo como éste? ¡Míralo ahora! ¡Míralo! -chilla, como si su hija tuviera la culpa del terremoto.
– Eleni, ¿por qué no esperas a que pasen los del comité? -sugiere su marido, temeroso de enfurecerla aún más-. Si ven la casa arreglada, podrían negarnos las doscientas mil dracmas de la subvención.
– Además de declararla habitable -apostilla la hija.
Eleni la observa con expresión resuelta, que no admite discusiones.
– Yo no pienso marcharme de mi casa, aunque se me caiga encima.
Adrianí hace lo único sensato. Sin decir palabra, se acerca a ella y la abraza. Eleni la rodea con los brazos, apoya la cabeza en el pecho de su hermana, pierde todo su empecinamiento y se echa a llorar ruidosamente.
Justo en ese momento de fraternales abrazos se presenta el subteniente, estropeando la emotiva escena. Se queda de pie en la puerta del salón y, gorra en mano, me mira indeciso.
– ¿Qué ocurre? -pregunto.
– Perdone, sé que no es buen momento, pero… ¿podría acompañarme fuera?
– ¿Ahora?
– Sí. Quisiera enseñarle algo.
Me contagia su indecisión y miro de reojo a Adrianí, que sigue abrazada a Eleni y asiente imperceptiblemente con la cabeza. Por lo visto piensa lo mismo que yo: sería preferible que me marchara porque allí estoy de más.
– Vámonos -digo al subteniente.
En la calle nos espera el único coche patrulla de la isla. El suboficial ocupa el asiento del acompañante cediéndome la plaza de honor, en el asiento trasero, en diagonal con respecto al conductor.
Enfilamos la carretera que asciende hacia Palatiní, un pueblo de montaña, la única región agrícola de la isla. La carretera es estrecha y serpenteante; a duras penas caben dos coches que circulen en sentido opuesto.
La lluvia ha lavado el paisaje. El mar se extiende pacíficamente en lo hondo, adentrándose en las cuevas, bocas y calitas que rodean la isla. No siento un amor especial por el paisaje: me harté de la naturaleza y de la soledad que impone durante mi infancia, cuando contaba los días que faltaban para mudarme a Atenas. Sin embargo, la vista es espléndida e imponente.
La voz del subteniente me devuelve a la realidad.
– Sólo faltaban los desprendimientos. Como si no bastara con todo lo demás.
– ¿Por eso me has llamado? ¿Por los desprendimientos?
– No, quiero que vea una cosa. Ya falta poco.
A punto estoy de insultarlo, su reserva me crispa los nervios, cuando el coche tuerce a la izquierda y sigue el curso descendente de una garganta hacia el mar. Mientras bajamos, a la derecha veo que un peñasco se ha desprendido de su base y ha rodado hasta la llanura, a unos cien metros de la bahía.
En el borde de la elevación formada por las piedras y la tierra desmoronada monta guardia uno de los dos agentes de la comisaría. El otro, que conduce el coche, detiene el vehículo junto a su colega.
– Por aquí -indica entonces el subteniente, guiándome hacia la elevación.
Al segundo paso me detengo en seco. De entre las piedras asoma un bulto. Si no fuera por la cabeza, difícilmente lo reconocería como un ser humano.
– Por eso lo he traído aquí -explica el subteniente-. Lo encontraron unos hippies ingleses, de esos que nunca se lavan. Alquilaron habitaciones por aquí, en estos páramos, para drogarse sin que nadie los molestara.
El cadáver está echado de bruces sobre el suelo, con la cara hundida en la tierra. Queda a la vista su cabello negro y corto, y llego a la conclusión de que se trata de un hombre. Alzo la mirada hacia la montaña. La ladera entera se ha desmoronado, como si la hubiesen cortado con un cuchillo.
– No hemos tocado nada -prosigue el subteniente, orgulloso de recordar las lecciones básicas de la academia.
– Aunque lo hubieseis hecho, tampoco hubiese importado. El cadáver ha sido desplazado. Lo habían enterrado allá arriba y, con el desprendimiento, ha quedado al descubierto.
Retiro la rama rota de un arbusto y empiezo a apartar las piedras y la tierra que cubren el cuerpo. Los gusanos se retuercen, sorprendidos, y una lagartija, víctima del desmoronamiento, corre a buscar otro refugio. El subteniente lo observa todo a mi lado.
– Quizá se trate de un accidente, en cuyo caso le he hecho venir hasta aquí inútilmente.
Poco a poco va apareciendo el cuerpo de un hombre. Con excepción de unos calzoncillos, está totalmente desnudo; no lleva ropa, calcetines ni zapatos; nada.
– ¿Accidente? -respondo-. ¿Y qué ha pasado con su ropa? ¿Cree que se la quitó para no arrugarla?
Me mira como si yo fuera aquel bigotudo, Hércules Poirot, que era de Creta aunque lo mantenía en secreto.
– Por eso he recurrido a usted, porque es del Departamento de Homicidios y sabe de esas cosas. Es la primera vez que vemos un cadáver en la isla.
– Ayúdame a darle la vuelta -ordeno al agente que monta guardia. El tipo retrocede un paso. Se pone amarillo cual hoja seca y empieza a temblar de pies a cabeza-. No tengas tanto miedo, que no muerde. Está muerto.
– ¡Karabetsos! -llama el subteniente en tono imperativo, aunque él tampoco se ofrece a mover el cadáver.
Me agacho y agarro al muerto por los pies, para dar buen ejemplo a los demás. Es como si quisiera mover dos columnas de hielo: me resulta imposible levantarlo a causa del rigor mortis. Finalmente, consigo levantarle las piernas y me quedo allí impotente, esperando a que el agente contenga las náuseas. Al cabo se acerca, extiende las manos y sostiene el cadáver por los hombros, volviendo la cabeza hacia el mar.
Al darle la vuelta, una segunda oleada de bichos y hormigas huye despavorida. El cadáver queda tumbado de espaldas con un golpe sordo. El agente lo suelta al instante, echa a correr hacia el árbol más cercano y empieza a frotarse las palmas de las manos contra el tronco. Yo permanezco de pie ante el cadáver, contemplándolo. Es de un hombre joven, de aproximadamente un metro setenta y cinco de estatura. Tiene los ojos abiertos y la vista clavada en el cielo, en el sol, como si le sorprendiera volver a verlo. Las mejillas ya están medio comidas, y un gusano sigue hurgando, impertérrito, en la nariz, cual obrero del metro que hiciera horas extras. A primera vista no se advierten señales de violencia, aunque no es necesario. La desnudez del cadáver basta para convencerme de que se trata de un asesinato.