– ¿Cuándo me prepararás tomates rellenos? Los echo de menos -digo.
La respuesta habitual hubiese sido: «Vinagre y hiel te daré de comer», más acorde con el estilo de la señorita Crisanti. Pero no.
Piensa seguir sorda y ciega, aun a riesgo de que la encierre en una institución.
Se me plantea un dilema. Al entrar ya la he encontrado en esta posición, lo cual indica que no tiene la menor intención de moverse. Si me levanto, estaré reconociendo mi derrota. Si por el contrario me quedo, la obligaré a seguir mirando la pantalla hasta que le dé tortícolis. Opto por lo segundo y me acomodo para ver las noticias deportivas que de repente cobran gran interés, ya que aparece Nasiulis con un reportaje sobre Petrulias. Cita nuestra conversación de la mañana y concluye diciendo que la policía investiga la posibilidad de los sobornos como causa del asesinato, aunque no la considera muy probable. No sabe que así me perjudica. Hace apenas dos horas he jurado y perjurado a Guikas que sigo sus indicaciones al pie de la letra. El reportaje, si lo está viendo, me desmiente.
– ¿Desde cuándo os interesan los deportes?
Es la voz de Katerina. Me vuelvo para mirarla. Está vestida, maquillada y enjoyada, lista para salir.
– ¿Te vas? -pregunto.
– Sí, voy al cine.
– Saluda al cardiólogo de mi parte.
Lo he soltado como si fuera lo más normal del mundo, sin desviar la mirada de la pantalla. Con el rabillo del ojo, veo que Katerina se queda petrificada. Tenía ganas de soltarle una buena bronca, pero decido demorarla un poco para disfrutar del espectáculo que ofrece Adrianí. Después de no hacerme el menor caso, se vuelve como un rayo y me observa detenidamente. Ansiedad, interrogantes, temores, de todo hay en esa mirada.
– Hoy he visto a Panos -digo conservando la calma y la naturalidad.
Adrianí busca con desesperación palabras que decir, no lo consigue y mira a su hija, que es la primera en recobrar la compostura.
– ¿Dónde lo has visto? -pregunta sin alterarse.
– Me esperaba en la puerta de Jefatura, por eso he llegado tarde.
Las últimas palabras van dirigidas a Adrianí, y es la guinda del pastel. Tres necesidades acompañan al hombre hasta la tumba: mear, cagar y el deseo de venganza.
– ¿No te lo había dicho? -comenta la hija a la madre-. Es un niño mimado que ha ido con el cuento a mi padre.
– ¿Qué esperabas que hiciera, si te escondes detrás de tu madre y te niegas a hablar con él?
– Nos hemos separado y se acabó. No entiendo qué más debo decirle -replica con brusquedad.
– No os habéis separado, sino que lo has dejado, y encima por teléfono. Estas cosas no se hacen así, hija mía.
– Se lo dije por teléfono para evitar las escenas lacrimógenas.
– Bien hecho, porque lloraba como un niño.
– No importa, ya conocerá a otra y se le pasará. Las mujeres sienten debilidad por los cachas.
Vaya, como si ella hubiese sido la novia de Gandhi.
– Esto no es serio -insisto-. No puedes dejar a un hombre plantado porque de pronto te enamoras de otro que te presiona para que cortes tu relación.
Esto último lo digo porque soy un cretino, como todos los padres, e intento convencerme de que mi inocente hijita se ha visto arrastrada al camino del mal por una influencia ajena. La respuesta es tajante y definitiva:
– No metas a Fanis en esto, él no tiene la culpa. Panos y yo llevábamos cuatro años juntos e íbamos a separarnos de todas maneras. Estuvo bien al principio, después me convertí en su mamá. Tenía que animarlo a estudiar, ayudarlo a redactar sus trabajos…, ¡ya estoy harta! Lo de Fanis no ha hecho más que acelerar un fin inevitable. Además -añade en tono que no admite objeciones-, mis asuntos personales los decido yo. Ni Fanis, ni Panos, ni nadie más.
Tengo que tragarme el «nadie más», que se refiere a mí.
– Panos nunca te cayó bien, ¿por qué lo defiendes ahora? -interviene Adrianí, quien por fin se atreve a meter baza.
– ¿No comprendes que esto era lo que pretendía? -se interpone Katerina-. Inquietarlo para tenerlo de su parte.
Se me acerca por detrás, me abraza y me da un beso en la coronilla, como si yo fuera un bebé y no quisiera irritar mi piel.
– ¿Sabes una cosa? -Se inclina un poco más para mirarme a los ojos-. Me alegro de que haya pasado esto. Llevo días rompiéndome la cabeza intentando encontrar la mejor manera de decírtelo.
Y me da otro beso, éste en la mejilla. La sigo con la mirada mientras se dirige a la puerta. En vez de recobrar su actitud a lo Crisanti, Adrianí me dedica una tímida sonrisa. Ahora que Katerina se ha ido, teme convertirse en el blanco de mis iras. Me encantaría desahogarme, pero he de contener mi mal humor. Se trata de nuestra hija, hemos de hablar en serio, sin resquemores.
– Debería darte vergüenza -empiezo-. Habéis llevado todo esto a mis espaldas, guardando el secreto.
– Katerina quería contártelo ella misma.
– Claro, y, mientras tanto, tú la animabas a cortar con Panos y a liarse con ese Uzunidis.
– No sé de qué te quejas. Panos es un buen chico, desde luego, pero ¿qué futuro tiene un perito agrícola? Como mucho, a tener su propio huerto o aceptar un puesto de funcionario en el Ministerio de Agricultura para supervisar el crecimiento de las lechugas. Fanis es médico…
– ¿Estás hablando en serio? No hace ni diez días que salen juntos y tú ya piensas en el matrimonio…
– No se trata de eso, pero si por aquellas cosas de la vida su relación llegara a buen puerto, Fanis es inspector de la Seguridad Social y debe de ganar… ¿Cuánto? ¿Trescientas y pico al mes? Sobres aparte.
– ¿Qué sobres? -interrumpo porque se me han puesto los pelos de punta-. ¿Uzunidis acepta sobres?
– No lo sé, pero imagino que sí. Hoy en día todo el mundo los acepta. ¿Qué esperas? ¿Que se niegue y se convierta en blanco de la ira de sus compañeros?
Tiene razón. Yo soy el único idiota que renuncia a la baja por enfermedad y corre todo tipo de riesgos en su trabajo. De repente, me asalta una sospecha y me pongo de pie de un salto.
– ¡Oye! -estallo-. ¿Tú también le diste sobres?
– Lo hubiera hecho, pero no fue necesario -responde sin perder la calma-. Uzunidis iba a tu habitación cada dos por tres para ver a Katerina de paso.
– Pues yo no quiero verlo más -declaro-. Me buscaré otro médico.
– ¿Te has vuelto loco? La gente reza por que le atienda un médico conocido y a ti no se te ocurre más que renunciar a esta ventaja.
Mira por dónde, gracias a Katerina he conseguido un enchufe en el hospital. Como si me hubiese leído el pensamiento, Adrianí se levanta, se acerca a mí y me apoya una mano en el hombro.
– Kostas, cariño -dice con ternura-. Nuestra hija ya es mayor y dueña de su vida. Nosotros podemos apoyarla en sus decisiones, pero no tomarlas por ella.
Yo pienso exactamente lo mismo. La diferencia es que Adrianí ya tiene asumida la nueva situación, mientras que a mí se me indigesta. Por otra parte, debo admitir que tiene parte de razón. En efecto, Uzunidis debe de ganar unas trescientas y pico mil al mes. Contando los sobres, su sueldo alcanzará el medio millón. Cuando mi hija empiece a trabajar, entre los dos llegarán casi a las ochocientas mil y hasta podrán ayudarme en mi jubilación. A pesar de todo, no siento el menor entusiasmo. Será que han ofendido mis anticuados principios. Será que Panos me ofrecía la posibilidad de quejarme y protestar, mientras que Uzunidis me la quita, ya que en el fondo me cae bien.
– Mañana prepararé tomates rellenos -anuncia Adrianí con voz melosa.
Es la señal de que nos hemos reconciliado. Los tomates rellenos se han convertido en una especie de código interno. Después de veinticinco años de matrimonio, cuando discutimos podemos pasar varios días sin dirigirnos la palabra. Cada vez que Adrianí quiere dar el primer paso hacia la reconciliación, no me pide perdón ni rompe el silencio; se limita a preparar una bandeja de tomates rellenos que deja en la mesa de la cocina. Es la señal de que se ha roto el hielo.