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Ahora que la relación entre Katerina y Uzunidis ya es oficial y se ha normalizado la situación entre Adrianí y Jaritos, puedo dedicarme a una idea que viene reconcomiéndome desde que me encargaron del caso Kustas. Estoy convencido de que la noche de su muerte llevaba algo en el coche, algo que no encontramos. Y estoy casi convencido de que era dinero que acababa de sacar de alguna de sus cuentas. Me acerco al teléfono y marco el número de Manos Kartalis, un pariente lejano que ocupa un puesto de director en el Ministerio de Economía.

– Manos, ¿podrías echarme una mano? -digo después de las formalidades iniciales-. ¿Conoces a algún inspector de Hacienda inteligente?

– ¿Qué pasa? ¿Te persiguen por evasión de impuestos? -pregunta riéndose.

A punto estoy de decirle que recurra a mí cuando tenga problemas de salud, pero me callo.

– No. Necesito que me ayude en un caso. He de investigar la contabilidad de un equipo de fútbol y no sé ni por dónde empezar.

Se produce un breve silencio.

– Si se trata de una investigación policial, debes seguir los cauces oficiales -responde con cautela-. El Colegio de Contables Jurados.

– Esto es precisamente lo que prefiero evitar. He de ser muy discreto y necesito a una persona de confianza. Vendrá conmigo y no revelaré su identidad. Lo presentaré como ayudante mío.

– Déjamelo pensar, a ver quién se me ocurre. Te llamaré mañana al despacho.

Cuelgo el teléfono y voy a la cocina para cenar sopa y pollo cocido, a la espera de los tomates rellenos de mañana.

Capítulo 27

La nueva residencia de Élena Kusta se encuentra en la segunda planta de un edificio de la calle Skopelu, entre la avenida Kifisiá y J. Trikupi, en Kifisiá. Llamo al timbre esperando que me abra la filipina, pero aparece la señora Kusta en persona. Lleva tejanos, un jersey y zapatos planos, sin el menor asomo de maquillaje. En el espacioso recibidor aún se amontonan las cajas de la mudanza. El pedestal para el teléfono y el sillón de respaldo bajo ya están colocados en su sitio. El resto de los muebles siguen esperando su turno. Kusta me hace pasar a una amplia sala de estar donde Niki, la hija del primer matrimonio de Kustas, está colocando una butaca en la esquina. Retrocede dos pasos para contemplarla desde cierta distancia y asegurarse de que está en el lugar que le corresponde. En el resto de la habitación impera un desorden mayor que en el recibidor. Hay cajas por todas partes: en medio de la estancia y encima del sofá, las sillas y la mesa, mientras que los muebles atestan los pasillos y dificultan el paso. Tropiezo con la pata de la mesa y Niki Kusta se da la vuelta para ver qué pasa.

– Tenga cuidado -dice Élena-. Disculpe el desorden, pero apenas hace dos días que me mudé.

– Menos mal que la encuentro aquí -digo a Niki-. Así me evito un viaje al centro.

– He pedido el día libre para ayudar a Élena.

El majestuoso gato blanco se pasea por el salón olisqueando los rincones, las cajas y los muebles; nada escapa a su inspección. Al verme, abandona su importante cometido y se planta delante de mí, maullando airadamente.

– Tranquilo, Michi. Deja en paz al teniente, no te hará daño. -Élena despeja una silla de su carga de embalajes y me ofrece asiento-. Se comporta así con todos los desconocidos. Es un egoísta y un maleducado -se disculpa, como si el animal fuera su hijo y quisiera evitar que me ofenda con sus modales.

– ¿Por qué decidió mudarse de repente, señora Kusta? -La pregunta, excesivamente directa, resulta bastante descortés, pero es necesario formularla.

– Me pareció más conveniente dejar la casa de Glifada a Makis -responde llanamente-. Le corresponde por derecho, ya que allí nació y creció. Después de la muerte de Dinos, mi presencia en ese lugar ya no tenía sentido.

Makis fue sincero conmigo: le hizo la vida imposible para que su madrastra se largara.

– Además, Glifada está lejos de Le Canard Doré -añade Kusta, como si me hubiera leído el pensamiento y quisiera disculpar a su hijastro-. He decidido ocuparme del restaurante y no me apetece hacer ese largo viaje cada día. Aquí estoy mucho más cerca.

Niki Kusta, que ha interrumpido su trabajo, la observa con su característica sonrisa infantil y un brillo de admiración en los ojos. La chica se acerca, la abraza efusivamente y le da un beso. Lo cierto es que a mí también me encantaría darle un beso, no tanto porque me atraiga físicamente cuanto porque admiro su discreta actitud ante los problemas. Se me ocurre que, aunque Makis le hubiese dado una paliza, ella habría salido con la cabeza bien alta y sin un reproche.

– ¿Sabían que Dinos Kustas era propietario de un equipo de fútbol, el Tritón?

– Por supuesto -responden las dos al unísono.

– ¿Por qué no me lo contaron?

– Supusimos que ya estaba al corriente -responde Élena Kusta-. Si mal no recuerdo, sus compañeros ya habían investigado el caso antes de encargárselo a usted. Imaginamos que lo habrían averiguado. Además, no era ningún secreto.

Es verdad: no era ningún secreto ni tenían motivos para ocultármelo. Sencillamente, la Brigada Antiterrorista perdió todo interés cuando comprobó que no se trataba de un atentado y dejó la investigación.

– ¿Sabe si su marido tenía algún otro equipo, además del Tritón?

– No. Según los datos facilitados por su abogado, no poseía otro equipo ni otros locales que no fueran el Flor de Noche, Los Baglamás y Le Canard Doré.

– ¿Sabe por qué compró el Tritón? ¿Por qué se interesó en él?

Kusta se encoge de hombros.

– Ya se lo dije el otro día, teniente: Dinos nunca hablaba de sus negocios. Ni siquiera hubiésemos sabido que había comprado este equipo de no ser por Makis.

– ¿Por Makis?

– Sí. Un día llegó a casa y pidió que su padre lo metiera en el equipo. Así nos enteramos.

– ¿Cómo sabía Makis del equipo?

– No tengo ni la menor idea. -Tras una pequeña pausa, añade-: Su petición no era tan extraña. A Makis le gustaba el fútbol desde niño y jugaba en el equipo del colegio. Cuando su padre se negó a contratarlo, empezó a insistir para que le confiara la gestión de Los Baglamás y el Flor de Noche.

– Éste era el problema entre Makis y mi padre, teniente -interviene Niki-. Mi hermano nunca ha ambicionado un gran futuro. En cambio, mi padre tenía grandes sueños y aspiraciones para él. Todos sus desacuerdos partían de esta diferencia básica.

Hasta que lo empujó a la droga, pienso. De pronto una teoría empieza a formarse en mi cabeza: si Petrulias era uno de los hombres de Kustas y Makis lo sabía, tal vez lo mató para vengarse de su padre. Tengo que averiguar dónde estaba Makis entre el 15 y el 22 de junio. No quiero preguntar a su madrastra ni a su hermana, para evitar que le pongan sobre aviso. Además, ni siquiera haría falta que Makis se desplazara a la isla en persona. Los yonquis, aunque provengan de familias ricas, tienen que moverse en los bajos fondos en busca de su dosis. Saben todo lo que pasa y conocen a todos los implicados, sean albaneses, rumanos o búlgaros, como dice Guikas. Cualquiera de éstos aceptaría cargarse a Petrulias a cambio de un fin de semana pagado en la isla.

No sé adónde me conduciría mi hipótesis, pero es la única que parece abrir una puerta hacia el esclarecimiento del asesinato de Petrulias. En cuanto a la muerte de Kustas, estoy casi convencido de que fue obra de profesionales y que por ahí no llegaremos a ninguna parte.

Me levanto para marcharme.

– Gracias, señora Kusta, y perdone lo intempestivo de mi visita. -He borrado de mi memoria los escotes y las faldas insinuantes de Élena Fragaki y me comporto como un caballero, porque Élena Kusta es toda una dama.