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– Dele recuerdos a su mujer de mi parte -se despide ella con una sonrisa-. Es afortunado de tener una esposa como ella, teniente.

Lo sé, aunque no me guste reconocerlo. Niki Kusta ha vuelto a dedicarse a la decoración de interiores y me saluda con la mano sin volver la cabeza para mirarme.

Capítulo 28

Ir de la avenida Alexandras a Taburia es toda una odisea. El cielo está nublado, no sopla ni una brizna de aire y hace bochorno. Dermitzakis está en el asiento de al lado y percibo el olor de su transpiración; la ciudad apesta a contaminación. Cuando llegamos a la altura de la Seguridad Social, en la calle Pireo, empieza la taquicardia. No me explico por qué, si esta mañana me he despertado tranquilo y descansado. Tal vez se deba al bochorno o a la contaminación, o a ambos factores. Ya me dedico a emitir mis propios diagnósticos, como Adrianí. Me enfado conmigo mismo por haber olvidado el Interal en el despacho. Uzunidis me dijo que tomara media pastilla cada vez que empezara la taquicardia. En silencio, intento contar los latidos de mi corazón para comprobar si superan los cien por minuto, porque me da vergüenza tomarme el pulso mirando el reloj. A la altura de la calle Ermú empiezan a caer las primeras gotas de lluvia y cuando llegamos a Elaídos el cielo se precipita sobre nosotros. Recuerdo lo mucho que me mojé en Vuliagmenis y de pronto me entra el pánico. ¿Qué voy a hacer si nos quedamos atascados? Ya me veo en una ambulancia, camino del hospital. Un poco más abajo, distingo entre la lluvia el rótulo de una farmacia.

– Yorgos, hazme un favor. Ve corriendo a esa farmacia y cómprame un Interal. -Me pregunto en qué categoría va a incluirme, en la de los vejestorios impotentes o en la de los jefes ineptos, pero a estas alturas no puedo permitirme el lujo de preocuparme por las apariencias.

Supongo que me incluye en la categoría de los viajantes indispuestos, ya que me mira con aire de preocupación.

– ¿El corazón, teniente?

– No, pero me toca tomarlo y me lo he olvidado en el despacho -respondo para no alarmarlo-. Un poco más abajo verás un quiosco. ¿Podrías comprarme una botella de agua?

Toma el dinero y sale disparado. Llega a la farmacia en dos zancadas y enseguida alcanza el quiosco. Su agilidad me produce envidia, sobre todo porque yo jamás he sido un hombre de acción.

– Lo siento, Yorgos -me disculpo cuando vuelve.

– Ni lo mencione, teniente.

En lugar de media pastilla me trago una entera, por si las moscas. Según Uzunidis, el medicamento tarda entre tres cuartos y una hora en surtir efecto, de manera que aprieto los dientes y espero. Dermitzakis está empapado de lluvia; yo, de sudor. Menos mal que el chaparrón no dura mucho. Al cabo de diez minutos ya ha escampado y media hora después llegamos a El Pireo. Desde Costa Kondili enfilamos la subida de la calle Dimitriu hasta llegar a Rodopis. La taquicardia empieza a remitir. Dermitzakis sale del coche para averiguar en qué sentido va la numeración de la calle. Los números aumentan hacia la izquierda, así que torcemos en dirección a Keratsini.

El edificio donde vive Obicue es un bloque de cuatro pisos que amenaza con desmoronarse al primer terremoto fuerza 5, sin oponer la menor resistencia y sin dejar de pie siquiera un dintel que ofrezca refugio. Junto a la puerta hay doce timbres, nueve de ellos con un nombre al lado y tres anónimos. A punto estamos de jugar a cara o cruz para averiguar a cuál de los timbres anónimos debemos llamar, cuando se abre la puerta y aparece un joven. Le preguntamos dónde vive el nigeriano y señala el sótano.

– Sólo hay una puerta, la verán en cuanto bajen.

Nos abre una mujer negra que bloquea la entrada por completo. Lleva un vestido chillón estampado con flores y un pañuelo colorido en la cabeza. El blanco de sus ojos sería lo único visible en la oscuridad.

– Yes? -pregunta en inglés.

– Policía. ¿Está Obicue?

Parece que «policía» es la única palabra que sabe del idioma griego, porque abre los ojos desmesuradamente. De repente y sin aviso previo, cae al suelo, se abraza a mis piernas y empieza a chillar como si estuviera viendo al mismísimo brujo de su tribu. Al principio se desgañita en inglés: «No, no!». Después sigue sin cambiar de tono en un dialecto africano.

Intento zafarme de sus brazos, pero me atenazan con tanta fuerza que me resulta imposible soltarme.

– Suéltame, no he venido para arrestarlo -grito, pero ella no entiende ni una palabra y si repito la única que conoce, las cosas se complicarán aún más.

Del interior del piso asoman cuatro negritos, dos niñas y dos niños. Las niñas están vestidas con unos retales que sobraron del traje de su madre, los niños llevan pantalones tejanos cortos y camisas rojas. Todos contemplan con horror a su madre, que arremete a cabezazos contra mis espinillas, se lanzan hacia ella y berrean a coro, mientras del fondo de la vivienda emergen los gritos de un hombre que vocifera en el mismo dialecto de la negra.

Dos cosas detesto en esta vida: el racismo y los negros.

– ¡Quítamelos de encima! ¡Apártalos! -grito a Dermitzakis, temiendo que me asalte de nuevo la taquicardia a pesar de la pastilla de Interal.

Dermitzakis consigue apartar primero a los crios y, con un esfuerzo tremendo, también a la negra gorda. Los pequeños buscan refugio en un rincón y desde allí contemplan a su madre aterrorizados.

Me acerco a la negra, inmovilizada por Dermitzakis, y la toco suavemente en el hombro.

– Obicue -le digo, tocándome los labios con la punta de los dedos para darle a entender que quiero hablar con él. Sus aullidos se han convertido en un gimoteo monocorde y el llanto sigue manando como de una fuente. Con un gesto de la cabeza, señala el interior del piso.

Entramos en una sala de estar pequeñita, de cuatro metros por cuatro, que recuerda los puestos de venta ambulante en las ferias populares. El suelo aparece sembrado de juguetes de plástico, las dos tumbonas plegables están ocupadas por sendas montañas de ropa y la mesa se halla cubierta por una sábana sobre la que descansa la plancha eléctrica. Un penetrante olor agrede nuestro olfato, una especie de mezcla de ajo y cebolla, como si estuvieran preparando ajiaceite y estofado de conejo.

La mujer abre otra puerta y entramos en el dormitorio. En la cama yace un negro de estatura media y cuerpo atlético, con la pierna derecha vendada del pie a la rodilla. Los niños han decorado el vendaje con dibujitos de hombres, casas, árboles y nubes. En el suelo, a ambos lados de la cama, hay dos colchones de matrimonio donde, seguramente, duermen los crios.

– ¿Eres Obicue? -pregunto en griego.

Asiente con la cabeza. Su mirada muestra también terror, aunque él no reacciona con gritos y lamentos, como su mujer. La negra le dice algo en su dialecto.

– ¿Por qué se ha asustado tu mujer? -pregunta Dermitzakis.

– Yo lesión, no jugar -responde en un griego deficiente-. Miedo señor Kaloyiru mandar pólice echarnos. Yo enviar dinero Nigeria, comer dos families. No dinero, no food. No jugar, señor Kaloyiru echar, no food.

¿Por qué iba a echarlo, si de todas maneras no le paga?

– No tengas miedo, no somos de Inmigración -le explico. Entre la taquicardia y los aspavientos de la negra, me he olvidado del poco inglés que sabía y no consigo acordarme de cómo se dice «inmigración»-. ¿Recuerdas el partido contra el Tritón, el año pasado? -Él asiente de nuevo con la cabeza-. A la salida, viste que el árbitro discutía con el boss del Tritón. Queremos saber por qué discutían.