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– ¿Discutían? -No entiende la palabra.

– Fight -se ofrece Dermitzakis-. Boss Tritón fight con árbitro.

De nuevo el terror en la mirada.

– No tengas miedo -intento calmarlo-. Es el propio señor Kaloyiru quien nos envía. Él nos dijo que presenciaste la conversación.

Por lo visto la información lo alivia. Reflexiona un poco y, al final, se decide.

– Pasar salida y oír -dice.

– ¿Qué oíste?

– Boss Tritón decir referee «esto pagar».

– ¿Esto me lo pagarás?

– Yes.

– ¿Y qué contestó el árbitro?

– Reír. «A mí no hacer nada», decir. «Yo dar a ti tarjeta roja, yo sacar a ti de partido.»

– ¿Le dijo que lo expulsaría con una tarjeta roja? -puntualiza Dermitzakis.

– Yes.

– ¿Y después?

– Boss Tritón coger referee like this. -Tira de su pijama con ambas manos, para mostrarnos cómo agarró Kustas a Petrulias de la ropa-. Decir: «ingr…, ingr…» -Intenta recordar la palabra, pero no lo consigue.

– ¿Ingrato?

– No. Decir: «pagar ingratud».

– ¿La ingratitud se paga?

– Yes -exclama entusiasmado-. E ir.

La mezcla de ajo y cebolla llega hasta el dormitorio y me irrita la nariz produciéndome deseos de estornudar. El ambiente es sofocante y tengo ganas de salir corriendo.

– Vale, ya hemos terminado -digo a Obicue y dirijo un ademán a Dermitzakis.

La negra nos acompaña a la puerta. Ahora está tan feliz que se deshace en sonrisas y reverencias. Al alejarnos, la oigo gritar:

– Bye-bye, bye-bye.

La situación está clara. Kustas pagó dos millones y medio a Petrulias para asegurarse la victoria sobre el Falirikós y ganar la liga, pero Petrulias se quedó con la pasta y traicionó a Kustas y su equipo. «La ingratitud se paga» es una frase más que elocuente. Sin embargo, ¿por qué aceptaría Petrulias el dinero para después saltarse el acuerdo? ¿Cómo se atrevió a enfrentarse al mandamás de la tercera división? ¿Y qué significaba exactamente «la ingratitud se paga»? ¿Tal vez que Kustas mandó a Petrulias a criar malvas? Esto daría la razón a Guikas, quien considera que es un asunto de sobornos y que hay que empezar la investigación por lo evidente. Pero si Kustas ordenó la muerte de Petrulias, entonces ¿quién se cargó a Kustas? ¿Existe alguna relación entre los dos asesinatos?

Regresamos a Atenas. Tantos interrogantes me han mareado y siento náuseas.

Capítulo 29

El inspector recomendado por mi primo se llama Stavros Kelesidis y trabaja en la delegación de Hacienda número 12, en Ilisia. Hemos quedado a medio camino, en la avenida Reina Sofía delante del Hospital Militar.

Cuando me preguntó cómo nos reconoceríamos, le di el Mirafiori como punto de referencia. Temo que sea demasiado joven para haber visto otro Mirafiori, ya que apenas quedan cinco en toda Atenas, pero en cuanto paso por delante de la parada de Ilisia veo a un hombre que gesticula con la mano.

Rondará los treinta y cinco años y tiene el cabello tan rebelde que los mechones de pelo se yerguen en todas direcciones. Viste al estilo de los antiguos mayoristas del mercado de abastos: chaqueta deportiva y camisa abrochada hasta el cuello, aunque sin corbata.

– Hola, teniente, soy Kelesidis. El conocido del señor Kartalis.

– Sí, ya lo sé. Oye, hemos de ser muy discretos. Para empezar, no digas que eres de Hacienda.

– El señor Kartalis ya me ha informado.

– Te presentaré como ayudante mío. Otra cuestión: nuestro objetivo. Quiero que eches un vistazo a los libros de contabilidad y que compruebes si se realizaron grandes movimientos entre el 25 y el 30 de agosto. Podría pedir una orden judicial para investigar las cuentas del equipo, pero eso lleva su tiempo. Por eso necesito tu colaboración.

Suelta una risa bondadosa, casi ingenua.

– Será un juego de niños, teniente. Terminaremos en menos de media hora.

Las oficinas del Tritón se encuentran en la parte baja de la calle Mitropóleos, en la segunda planta de un edificio de tres pisos, un poco más allá del Registro Civil. El vestíbulo apesta a fritanga. Antes aquí meaban los perros, ahora mean los albaneses. Los perros han ascendido en la escala social y ahora hacen sus necesidades en las terrazas, donde los confinan los ciudadanos zoófilos. No hay ascensor y subimos por las escaleras. En la primera planta hay un taller de confección; en la segunda, un taller de prendas de piel. Las oficinas del Tritón ocupan dos pequeños despachos en el extremo del rellano.

El administrador es un tal Stratos Selémoglu, un tipo bajo y gordo que suda copiosamente. De vez en cuando, saca un pañuelo de papel del bolsillo y se seca la frente. A este ritmo, calculo que debe de gastar cinco paquetes de pañuelos al día. Como ya lo informé de que queríamos ver los libros de contabilidad, ha hecho venir al contable. No es Yannis, el colega de Niki Kusta, sino un tipo alto de nariz aguileña y gafas de montura gruesa, pasadas de moda.

Kelesidis pone manos a la obra. Revisa los libros y, como no es igual que yo, un completo inútil en temas de contabilidad, sabe muy bien qué ha de buscar. Repasa las entradas con rapidez y, al no haber nada que le llame la atención, sigue adelante. Lo dejo a su aire y me doy un paseo por la sede del Tritón. En el primer despacho, el de la dirección, hay un escritorio y dos archivadores donde guardan los contratos de los futbolistas, las nóminas, el contrato con el campo donde entrena el equipo y la correspondencia con la Organización Nacional de Fútbol. El segundo despacho es una especie de almacén donde guardan balones, camisetas y botas de fútbol. No espero encontrar nada, sólo pretendo insistir en el hecho de que soy policía. El contable se queda junto a Kelesidis, mientras que Selémoglu me sigue pisándome los talones. A lo mejor teme que le robe una pelota.

– ¿De dónde provenían estas sumas? -oigo la voz de Kelesidis.

– Del banco, previo reintegro -responde el contable.

– Veamos los justificantes.

Algo me resulta sospechoso y vuelvo al otro despacho. Kelesidis echa un vistazo a los justificantes que el contable ha buscado en una carpeta clasificadora y me pasa uno sin decir palabra. Es el comprobante de un reintegro por valor de veinte millones de dracmas.

– En los libros figuran dos entradas distintas: una de cinco millones y otra de quince. ¿Por qué hacerlo así si sólo hubo un reintegro? -pregunta Kelesidis.

El contable mira a Selémoglu.

– Los cinco millones corresponden a los sueldos de los jugadores, del entrenador y del personal. Era primero de mes y teníamos que pagar las nóminas.

– ¿Y los quince restantes? -pregunto yo.

– Se los quedó el señor Kustas -responde el contable-. Por eso hice una entrada distinta.

Kustas fue asesinado el 1 de septiembre. Por la mañana pasó por el banco, sacó veinte millones de la cuenta bancaria del equipo, dejó los cinco para las nóminas y se llevó el resto. Y yo venga a buscar las cuentas de sus establecimientos nocturnos.

– ¿Lo hacía a menudo? -pregunto a Selémoglu-. ¿Sacaba dinero de la cuenta del equipo para uso personal?

– Sí, aunque eran sumas más pequeñas. Un par de millones, máximo tres.

– ¿Para qué quería tanto efectivo?

– No se lo pregunté, teniente, no era asunto mío. El equipo era de su propiedad, podía hacer lo que se le antojara.

– ¿Tal vez quisiera cubrir necesidades del equipo?

Él se echa a reír.

– Jugamos en tercera división, teniente, partidos de pacotilla. No movemos estas cantidades de dinero.