Entonces es que se llevó el dinero para pagar a alguien y lo tenía en el coche cuando lo asesinaron. Por eso salió solo de Los Baglamás: no quería que sus matones presenciaran la transacción, ya que a esas horas de la noche sólo podía pagar a alguien que le hiciera chantaje. Y ese alguien no podía ser Petrulias, porque ya estaba muerto. Kustas tenía dos clubes nocturnos, un restaurante y un equipo de fútbol, sólo empresas legales. Su vida familiar era normal. Su hijo, al menos oficialmente, había logrado desintoxicarse. ¿Qué oscuro secreto justificaría un chantaje? De repente, la idea que se me ocurrió por la mañana en casa de Kusta me asalta con fuerza redoblada. ¿Y si lo chantajeaban porque su hijo había matado al árbitro? ¿Y si Kustas aceptó pagar para protegerlo? Aunque, en tal caso, ¿no hubiese sido más fácil chantajear al propio Makis? Un yonqui no suele presentar demasiadas resistencias. Pero no. Sabían que el padre era el premio gordo, por eso se dirigieron a él. ¿Qué sucedió para que decidieran matarle? Al asesino ni se le ocurrió llevarse el dinero, sino que lo dejó y salió huyendo. ¿No podría cobrar primero y matarlo después? En ambos casos, me enfrento al mismo problema. Empiezo un silogismo, lo sigo hasta cierto punto, me encallo y lo abandono.
La excursión hasta Taburia, el viaje de vuelta a la avenida Alexandras y a continuación el traslado a las oficinas del Tritón han sido agotadores. Tengo los nervios de punta.
– Vámonos -apremio a Kelesidis-. Ya hemos terminado.
Él sigue encorvado sobre los libros. Levanta la cabeza para mirarme.
– ¿Podemos quedarnos cinco minutos más?
– ¿Por qué? ¿Qué has descubierto?
– Nada concreto, aunque hay algo que me llama la atención. Mire esto. -Y señala una serie de entradas idénticas: «Patrocinador: 20 millones»-. Un patrocinador ingresaba mensualmente veinte millones en la cuenta del equipo.
– ¿Qué idiota se gastaría doscientos cuarenta millones al año en un equipo de tercera categoría? -me extraño.
– Ningún idiota, sino alguien que quería escamotear dinero al fisco. Paga doscientos cuarenta millones, pero luego se ahorra el doble o el triple en desgravaciones. ¿Y sabe lo más divertido? Es un procedimiento absolutamente legal, porque figura como gasto de publicidad. Oye, amigo -pregunta al contable-, ¿quién es vuestro patrocinador?
– No recuerdo el nombre…, es una empresa extranjera.
– Vaya… Grecia se ha convertido en un paraíso para el resto del mundo. Veamos los justificantes.
El contable vuelve a buscar en el archivo, encuentra un justificante y se lo entrega. Kelesidis lo lee y se echa a reír.
– Aquí tiene -me dice-. R.I. Helias, sondeos y encuestas.
– ¿R.I. Helias? -farfullo, como hace Guikas cuando repite como un loro los informes que yo preparo ante los medios de comunicación.
– ¿A santo de qué una empresa de sondeos y encuestas decidiría patrocinar a un equipo de tercera?
No contesto, porque a mí me preocupa otra cuestión: ¿cómo es posible que el equipo de Kustas reciba dinero de la empresa en la que trabaja su hija?
– ¿Cómo encontrasteis a este patrocinador? -pregunto a Selémoglu.
– No lo sé, el señor Kustas se encargó de todo. Un buen día anunció que había encontrado un patrocinador dispuesto a pagar veinte millones mensuales al equipo. A partir de entonces, nos ingresaban esta suma a principios de cada mes y nosotros lo anotábamos en los libros.
– ¿Desde cuándo?
– Hará unos tres años -responde el contable.
Kelesidis ha dejado los libros para seguir la conversación.
– Kelesidis, eres un tesoro -le digo, con ganas de darle un beso.
– ¿Por qué? -se extraña.
– Porque has descubierto algo que yo no habría detectado ni en mil años. Ahora sí que nos vamos. Ya hemos terminado.
Al salir a la calle Mitropóleos, una respuesta y un interrogante se forman en mi cabeza. La respuesta concierne a la desaparición de los quince millones que Kustas tenía en el coche cuando lo asesinaron. Ahora ya sé adónde han ido a parar. El interrogante concierne a la relación de Kustas con la empresa donde trabaja su hija. Lo cierto es que he descartado de entrada que R.I. Helias pagara doscientos cuarenta kilos al año a un equipo de tercera por iniciativa propia.
Capítulo 30
Lambros Mandás no se ha puesto el abrigo de botones dorados ni la gorra con trencilla, quizá porque son las diez de la mañana, demasiado pronto para lucir el uniforme oficial de portero de un club nocturno. Ha conseguido embutir sus carnes en una camiseta estampada con el dibujo de un extraterrestre que lleva bajo una cazadora de piel. Está sentado a la cabecera de la mesa; Vlasópulos se halla a su izquierda y yo justo delante, para incordiarlo mejor. No hay más que decir sobre la decoración de nuestra sala de interrogatorios: sólo tenemos una mesa y tres sillas rodeadas de paredes desnudas.
Mandás, inquieto, no deja de agitarse en el asiento. Mira alternativamente a Vlasópulos y a mí, preguntándose cuál de los dos empezará el interrogatorio. Para tranquilizarse saca un pitillo que deja colgando de sus labios y cruza las manos encima de la mesa. Nuestro silencio le permite recobrar la calma y la confianza en sí mismo.
– Bueno, Lambros -empiezo-. Fuiste testigo presencial del asesinato de Kustas. Cuéntanos qué pasó.
– Ya se lo dije a la Antiterrorista y también a vosotros. ¿Qué más queréis que añada?
– Necesitamos tu declaración oficial.
Vlasópulos saca un bloc y un bolígrafo, dispuesto a tomar nota.
Mandás pone cara de aburrido, queriendo indicar que esto no tiene sentido, pero que acepta para complacernos porque le caemos bien.
– De acuerdo, allá voy. Kustas salió del club a eso de las dos y media, solo. Le dije: «Buenas noches, jefe», pero él contestó que todavía no se iba. Se dirigió al coche, abrió la puerta y se agachó hacia el interior. Entonces vi que un tipo se le acercaba por detrás y le decía algo, porque Kustas se volvió. El desconocido le disparó cuatro veces. Kustas cayó al suelo y el asesino echó a correr hacia su cómplice, que lo esperaba en una moto. El tipo se subió, el cómplice arrancó y los dos desaparecieron. Corrí hacia Kustas y lo encontré bañado en sangre. Luego entré en el club y llamé a la policía.
– ¿Viste si Kustas cogió algo del coche?
– Nada.
– ¿Acaso entregó algo a su asesino antes de que le disparara?
– No. Ya te lo he dicho: disparó y echó a correr.
– ¿No se agachó para recoger nada antes de darse a la fuga?
– No, corrió directamente hacia la moto.
– ¿Viste si Kustas sujetaba algo cuando te acercaste? Un bolso, un sobre tal vez…
– Nada.
– Tenemos un problema, Lambros -digo suavemente.
– ¿Qué problema?
– Sabemos que Kustas llevaba quince millones encima cuando lo asesinaron. Tú dices que no llevaba nada y nosotros tampoco los hemos encontrado en el coche. ¿Dónde está el dinero?
– Y yo qué sé. Si no lo han encontrado, será que no lo había.
– Sí lo había, de eso no nos cabe la menor duda. Aquella misma mañana lo sacó del banco. ¿Dónde están los quince millones, Lambros?
Me dirige una mirada hostil.
– ¿Cómo quieres que lo sepa? Yo no era su cajero.
– Su cajero no, su cobrador. Encontraste los quince kilos y te los quedaste.
Hasta el momento el pitillo seguía colgado de sus labios en la pose característica del matón que se encuentra en una situación amistosa. En cambio, ahora Mandás se levanta de un salto, abre la boca para protestar y se olvida del cigarrillo, que se le cae al suelo. Ni siquiera se molesta en agacharse a recogerlo, tanta prisa tiene por manifestar su indignación.