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– Espero poder ayudarlo.

– ¿Cómo es posible que esta empresa patrocine al equipo de su padre, el Tritón?

– ¿Se refiere a R.I. Helias?

– Sí.

La cándida sonrisa infantil da paso a un gesto de incomprensión.

– No tengo la menor idea. Es la primera noticia. -Piensa un poco-. En cualquier caso, no es extraño que no esté al corriente, dado que no tengo nada que ver con la dirección de la empresa. Sólo me ocupo de sondeos y estudios de mercado.

– ¿Nunca se lo oyó comentar a su padre?

– Creo que ya le mencioné que jamás hablaba de sus negocios.

– ¿Nunca vino a visitar la empresa?

– No. De haberlo hecho, habría pasado a saludarme. Nos veíamos poco, pero no estábamos peleados.

– ¿Quién podría informarme acerca del patrocinio del Tritón?

– La señora Arvanitaki, nuestra directora. Su despacho está en la tercera planta.

Al recordar la estrechez del ascensor, que tiene el tamaño de un retrete de barco, opto por utilizar las escaleras. Mi corazón parece evolucionar bien y ahora se me presenta la oportunidad de ponerlo a prueba.

Supero el examen con éxito ya que, al alcanzar el tercer rellano, aún me sobra aliento para seguir el ascenso. La tercera planta conserva todo el esplendor de una mansión de entreguerras. La sala principal, que en este caso no ha sido dividida, está amueblada con sofás, sillones y mesillas auxiliares. Debe de ser aquí donde reciben a los empresarios ansiosos por conocer si sus yogures tienen buena acogida entre los consumidores y a los políticos deseosos de saber su índice de popularidad antes de recibir dichos yogures en la cara.

Las puertas de los despachos están todas cerradas y provistas de rótulos: contabilidad, administración, personal. Ninguna de ellas me interesa y avanzo a lo largo del pasillo hasta encontrar la puerta con el rótulo DIRECCIÓN. Abro sin llamar y entro.

Una sesentona flaca y de cabello blanco, embutida en un traje sastre, levanta la cabeza y me mira por encima de sus gafas de lectura. La decoración no casa con el aspecto de la secretaria: es moderna, con muebles de cristal y acero.

– ¿Qué desea? -pregunta fríamente, dispuesta a echarme antes de darme tiempo a responder.

– Soy el teniente Jaritos. Quisiera hablar con la señora Arvanitaki.

– ¿Tiene cita? -Su expresión deja bien patente que a la señora Arvanitaki no se le ocurriría siquiera reunirse con un policía.

– No -me presto a confirmárselo.

– Lo siento, pero en este momento está ocupada.

– Sólo quiero hacerle una pregunta. No tardaremos más de cinco minutos.

– Le he dicho que está ocupada.

Por lo visto ha dado nuestra conversación por finalizada, porque aparta la mirada y se pone a archivar documentos en una carpeta. Me acerco al escritorio y me planto delante de ella.

– Escucha -empiezo, adoptando el tuteo de rigor-. Mañana la señora Arvanitaki recibirá una citación para comparecer en la Dirección General de Seguridad en un plazo de veinticuatro horas. Si protesta, le diré que me desplacé en persona hasta su despacho para hablar con ella, pero que su secretaria me echó.

Deja el documento que tiene en la mano, levanta la vista e intenta clasificarme a mí. ¿Dónde debe meterme? ¿Con los perros guardianes o con los fanfarrones? Se decide por la primera opción, para no correr riesgos innecesarios.

– Un momento -dice y desaparece tras la puerta del fondo. A los diez segundos, la vuelve a abrir y me invita a pasar. Si las miradas matasen, caería fulminado sobre la alfombra.

Arvanitaki podría ser la hermana menor o la sobrina de su secretaria. A primera vista, no tendrá más de cuarenta años. Lleva un conjuntito azul y una camisa blanca. Aunque su cabello empieza a encanecer, no se toma la molestia de recurrir a los tintes.

– ¿En qué puedo ayudarlo, teniente? -pregunta mientras señala un asiento. Si mi presencia la inquieta, lo disimula bien.

– Estamos investigando la muerte de Konstantinos Kustas. -Me callo para observar su reacción, pero ella sigue mirándome, esperando que siga-. Nuestras indagaciones demuestran cierta relación entre Kustas y su empresa.

– El nombre no me suena, aunque esto no significa que no fuera cliente de R.I. Helias. ¿En qué trabajaba?

– Era propietario de clubes nocturnos y de un equipo de fútbol.

Arvanitaki se echa a reír.

– Entonces dudo sinceramente que fuera cliente nuestro, teniente. Ni los clubes nocturnos ni los equipos de fútbol precisan de estudios de mercado para calibrar su público.

– En tal caso, ¿cómo explica que su empresa patrocinara al Tritón, el equipo de Konstantinos Kustas?

Tarda un poco en responder. Se reclina contra el respaldo del asiento y suspira profundamente.

– Yo me hago la misma pregunta. Jamás he comprendido por qué destinábamos tanto dinero a un equipo desconocido.

Sospecho que me está tomando el pelo, pese a que su expresión parece muy sincera.

– ¿No fue usted quien decidió realizar el patrocinio?

– No, teniente. R.I. Helias es filial de una compañía de inversiones, Greekinvest. La orden vino de arriba.

Su respuesta me desconcierta. Pensé que en R.I. Helias encontraría la solución y ahora descubro que debo seguir investigando.

– ¿Recibieron la orden verbalmente o por escrito? -pregunto.

– Por escrito, naturalmente. Si lo desea, puedo mostrarle el documento.

– Me gustaría verlo.

Arvanitaki pulsa el botón del interfono y le pide a su secretaria la documentación de Greekinvest. Cuando la mujer entra, le dedico una sonrisa melosa que ella responde con una mirada de hiel. No sólo la he obligado a aceptarme, sino que para colmo le echo encima más trabajo. Sospecho que está a punto de reventar de rabia dentro de su traje asfixiante. Deja los documentos sobre el escritorio y se vuelve para irse con los ojos clavados en el techo, justo en el punto donde debería haber una lámpara araña.

Arvanitaki busca el documento. Es una carta dirigida a R.I. Helias, con fecha del 10 de septiembre de 1992.

«Por la presente les comunicamos que hemos acordado con la dirección del equipo de fútbol Tritón el patrocinio de dicho equipo por R.I. Helias. La suma anual del mencionado patrocinio asciende a 240 (doscientos cuarenta) millones de dracmas, efectuado en doce pagos mensuales, a partir del mes en curso. Greekinvest depositará el importe íntegro en las cuentas de R.I. Helias a principios de cada ejercicio. El acuerdo tiene validez anual y podrá ser prorrogado previa notificación. Rogamos se pongan en contacto con las oficinas del equipo, al teléfono 32 01 111, para formalizar los detalles.»

Leo la firma que figura al pie del documento y lo que descubro me deja boquiabierto. ¿Jristos Petrulias era el dueño de Greekinvest y ordenaba el patrocinio del equipo de Kustas por parte de su empresa? Tardo más de un minuto en levantar la vista. Arvanitaki me observa con curiosidad.

– ¿Jristos Petrulias era dueño de Greekinvest?

Se encoge de hombros.

– Supongo, aunque no estoy segura. Desde luego, era su administrador.

– ¿Solía visitar a menudo las oficinas de R.I. Helias?

– No, sólo cuando había asuntos urgentes que atender.

– ¿Cómo se comunicaban?

– Por fax o bien por teléfono.

– Señora Arvanitaki, ¿sabía que Jristos Petrulias ha sido asesinado?

Empieza a reacomodarse en la silla, como hacía Mandás.

– Lo sé -asiente.

– ¿Por qué no nos comunicó que era el administrador y, tal vez, incluso el dueño de Greekinvest, que controla R.I. Helias?

Me mira en silencio intentando encontrar una excusa que justifique su comportamiento, tarea harto difícil. Al final, se resigna.

– Escuche, teniente. Nuestra empresa realiza sondeos de opinión y estudios de mercado. Nos relacionamos con empresarios y partidos políticos. ¿Se imagina las repercusiones si se hiciera público que Jristos Petrulias era administrador de la empresa madre? Dado que su asesinato nada tenía que ver con R.I. Helias, opté por callar, con la esperanza de que no se descubriera su relación con nuestra empresa.