– ¿Su jefe fallece de muerte violenta y a usted le preocupan los sondeos?
– En efecto. Si realizáramos un sondeo de la fama de Petrulias, ¿cuántos cree que sabrían quién era? He oído decir que actuaba como árbitro. Pongamos que lo conocían sus colegas y algunos futbolistas. A los productos comerciales y a los políticos los conoce todo el mundo. Lamento sinceramente la muerte de ese hombre, pero yo tenía que proteger el nombre de la empresa que dirijo.
¿Cómo lo había expresado Kaloyiru? Desde luego, no cabía esperar nada más de un mundo en el que todos los relojes marcan la misma hora.
– ¿Quién estaba al corriente en la empresa de la identidad de Petrulias?
– Nadie.
– De acuerdo, pero él fue asesinado en junio. Desde entonces han pasado tres meses. ¿De quién recibían órdenes entretanto?
– Había un coadministrador o, mejor dicho, una coadministradora.
– ¿Quién? ¿Cómo se llama?
– Es la señora Lukía Karamitri. Si a Petrulias lo veía poco, a ella no la he visto nunca. Sólo la conozco por teléfono y por leer su firma en los faxes.
El nombre de Lukía Karamitri no me dice nada, aunque bien es cierto que yo no tomo notas, como mis ayudantes. Todo queda registrado en mi memoria.
– Tendrá que venir a Jefatura a prestar declaración -le digo.
– ¿Puedo pedirle un favor?
– ¿De qué se trata?
– Que no se haga pública la relación de Petrulias con nuestra empresa.
– No se hará pública si no guarda relación con su asesinato.
Suspira con alivio.
– Ya es algo. Estoy segura de que no existe ningún vínculo. ¿Puede devolverme el documento? -pregunta señalando la carta con la firma de Petrulias.
– Sí, aunque necesitaré una copia.
Sale de detrás del escritorio y me conduce a la antesala. La secretaria la contempla extrañada, o más bien disgustada de que se haya tomado la molestia de acompañarme y de hacer ella misma la fotocopia, que me entrega para quedarse con el original.
Bajando la amplia escalera de madera, hojeo otra vez el documento y me encallo en el membrete. Greekinvest se encuentra en el número 8 de la calle Fokíonos. R.I. Helias, en
Apólonos. Las oficinas del Tritón, en Mitropóleos. No hay más que una manzana de distancia entre las tres. ¿Por qué? No tengo la respuesta, pero no creo que se trate de una simple casualidad.
Estoy impaciente por volver a Jefatura y me apresuro a bajar las escaleras. En el segundo rellano, sin embargo, cambio de opinión y me dirijo de nuevo al despacho de Niki Kusta.
– ¿Ha visto a la señora Arvanitaki? -me pregunta.
– Sí, he conversado con ella. Quisiera formularle otra pregunta. ¿Le dice algo el nombre de Jristos Petrulias?
– No. ¿Debería?
Pues no, ya que Arvanitaki lo guardaba en secreto.
– Me pregunto si tal vez su padre lo mencionó alguna vez.
– Nunca.
– ¿Ha oído hablar de la señora Lukía Karamitri?
Su sonrisa infantil se borra de un plumazo y se muerde el labio en silencio. Cuando decide hablar, no obstante, su voz suena con firmeza.
– No es sólo que haya oído hablar de ella: es mi madre.
La contemplo atónito. ¿Su madre? ¿Qué madre?
– ¿Se refiere a la señora Kusta?
– No, a Élena no. Me refiero a mi madre biológica, la que me trajo al mundo.
Bajo los dos tramos de escalera sumido en mis pensamientos, me olvido de saludar a la recepcionista y, una vez en la calle, tengo que detenerme delante de la puerta porque el hilo de mis cavilaciones me para los pies.
¿Cómo es posible que Petrulias y la primera mujer de Kustas sean administradores de la misma empresa? ¿Cómo es posible que, entre los dos, autorizaran el pago de doscientos cuarenta millones al año al equipo de Kustas? Cabe en lo posible que este último y Petrulias tuvieran asuntos turbios entre manos, pero la ex mujer… Lo deja por un cantante, corta toda relación con sus hijos y, al cabo del tiempo, ¿acepta financiar el equipo de su ex marido? ¿Y Petrulias señala un penalti inexistente para que perdiera el equipo que él mismo patrocinaba?
Llego al coche sin percatarme siquiera. Me quedo con las manos en el volante y la mirada fija en el parabrisas, como los niños que juegan a conducir con el motor apagado. Podría aventurar muchas explicaciones para la relación entre Kustas y Petrulias, pero el vínculo entre Karamitri y su ex marido me resulta incomprensible.
Capítulo 33
Ya de buena mañana estallan los enfrentamientos entre un servidor y el bloque formado por Adrianí y Katerina, que últimamente han establecido una estrategia común, como hacen los europeos en la guerra de Bosnia. Hoy he de volver al hospital para someterme a un nuevo examen. Katerina insiste en acompañarme, pero yo me niego rotundamente. Ya tendré suficiente con enfrentarme a Uzunidis. Si viene ella, estaré pendiente de los gestos, las risitas y los intercambios de miradas, y me pondré muy nervioso. Soy consciente de que tal vez sea producto de mi imaginación, pero ésta es la impresión que tengo y nadie va a quitármela. Mi propuesta de ir solo se estrella contra el muro defensivo de Adrianí. Al final conseguimos llegar a un acuerdo. Adrianí me acompañará al hospital y Katerina irá a la biblioteca.
– ¿Cuándo volverás a Salónica? -pregunto a mi hija.
Me mira sin su habitual sonrisa irónica.
– ¿Quieres que me vaya? -Su mirada es hostil, aunque la pregunta más bien ha sonado como una queja.
Me doy cuenta de que la relación con mi hija se está deteriorando y yo no hago nada para evitarlo. Por un lado, intuyo que la culpa es mía; por el otro, sospecho que no sigue en Atenas para reunir bibliografía, sino para disfrutar de la compañía de Uzunidis, y eso me basta para desear que se marche. Antes, la inminencia de su ausencia me deprimía, y aunque estoy seguro de que ahora también lo sentiré mucho prefiero que regrese a Salónica.
– No quisiera que tus estudios se resintieran por mi culpa.
– Sólo es una media mentira y, como todas las medias mentiras, resulta convincente. Katerina me abraza y me da un beso.
– Ay, papá, tú y tus prejuicios… -dice riéndose.
Deja mis prejuicios en paz, pienso. Un poli sin prejuicios no es poli ni es nada. Aunque nuestra discusión haya terminado, salgo de casa con los nervios de punta. Hemos acordado que Adrianí pasará por el despacho a recogerme a las once y media. Ahora estoy en la cantina, esperando que Aliki me sirva el griego ma non troppo. Está cuchicheando con una amiga y yo ya empiezo a perder la paciencia, aunque más vale permanecer tranquillo.
Café en mano, paso por el despacho de mis dos ayudantes en busca de Dermitzakis, pero no lo encuentro.
– ¿Dónde está Dermitzakis? -le digo a Vlasópulos.
– Habrá salido.
– Claro que habrá salido; si no, estaría aquí. Quiero saber si te comentó adónde iba o si cada cual hace lo que le da la gana sin molestarse en dar explicaciones.
– No me dijo nada.
– Que pase por mi despacho en cuanto vuelva. Quiero hablar con él.
Apenas he tomado el primer sorbo de café, se abre la puerta y aparece Dermitzakis.
– ¿Quería verme?
– Sí. Llama a Makis Kustas y a su hermana. Quiero organizar un careo entre los dos.
– ¿Hay alguna novedad? -pregunta Dermitzakis tímidamente.
– Te lo diré en cuanto haya hablado con ellos. Vamos, ¿a qué esperas? Ah, la próxima vez que tengas que salir di adónde vas.