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– Sólo he ido a comprar tabaco.

– No importa. Tenemos que saber dónde estás, aunque sea en los lavabos.

Intenta en vano encontrar una explicación para mi mal humor matutino. Yo sí conozco la razón, me basta con mirar la hilera de medicamentos encima de mi escritorio. Me preocupa la visita al médico. Hace unos días que ya no tengo molestias y he vuelto a fumar algún que otro cigarrito a escondidas, aunque siempre en el despacho, nunca en casa. Temo que Uzunidis lo descubra y entonces sálvese quien pueda de mi actual mujer y mi futuro yerno. Hoy vuelvo a tener taquicardia y decido tomarme una pastilla de Interal entera para llegar tranquilo al hospital y que el electrocardiograma salga lo mejor posible.

Son las diez, falta hora y media para que llegue Adrianí, tiempo de sobra para informar a Guikas de mis descubrimientos de ayer. Ahora que ha quedado demostrada la relación entre Kustas y Petrulias, habrá que reabrir el caso que archivamos. Aún no sabemos si existe alguna relación entre las dos muertes, pero no nos queda más remedio que investigarlas a la vez. Aunque los acontecimientos no serán del agrado de Guikas, a mí sí me complacen, lo cual me levanta un poco el ánimo. Estoy a punto de llamar al jefe cuando se abre la puerta del despacho y entra Sotirópulos.

– ¿Qué es eso que nos cuenta Guikas? ¿Kustas llevaba quince millones la noche del asesinato y su propio portero se los robó? -pregunta incrédulo.

– No entiendo por qué me lo preguntas, si ya lo sabes.

– Porque aquí hay gato encerrado. Seguro que tenéis más información y la ocultáis a la opinión pública. -Me mira con la expresión de un perro que no se conforma con un solo hueso.

– Esto es lo que hay. Si quieres, te lo cuento desde el principio.

– ¿Qué has de contar? ¿Que después de un mes de investigaciones habéis logrado detener a un pillo mientras el asesino anda suelto? Si Mandás hubiese sido un poco más listo, habría atracado un banco, así no lo hubierais encontrado en la vida. ¿Qué digo yo ahora en las noticias?

Algo se le ocurrirá, alguna historia que pueda repetir tres noches seguidas, aderezada con la foto del cadáver de Kustas.

– ¿Qué hay de Petrulias?

– Nada todavía.

– Ya te lo dije. Estás de capa caída.

Me imagino qué cara pondría si le hablara de la relación de Kustas con su ex mujer y con Petrulias. Descuelgo el teléfono para llamar a Guikas pero me doy cuenta de que ya sólo dispongo de tres cuartos de hora. Si me entretiene demasiado, no podré salir a tiempo y faltaré a la cita con el médico. Hago bien en no llamar, ya que Adrianí aparece con media hora de antelación, temerosa de llegar tarde al hospital.

Tardamos un cuarto de hora en cubrir la distancia entre la avenida Alexandras y el Hospital General. Quince minutos son más que suficientes para que mi ánimo decaiga, aplastado por la agonía de los nervios. Nos han citado a las doce, pero Adrianí se apresura a anunciar nuestra llegada a Uzunidis y regresa acompañada por una enfermera.

– Te harán los análisis enseguida, así estarás listo cuando llegue tu turno. -Sonríe orgullosa de haber conseguido un trato de favor.

La enfermera, bajita y patizamba, luce patillas y bigote.

– Venga -me ordena.

Menos mal que esta vez me libro de la silla de ruedas con cisterna de váter individual. Me dan prioridad en todos los servicios, con lo cual me convierto en blanco de las miradas asesinas de los pacientes que aguardan su turno. Sin duda piensan que he untado a los médicos. Cómo van a imaginarse la razón de tanto privilegio.

Los análisis concluyen en un cuarto de hora y me siento en una silla de plástico en el pasillo, mientras espero a que me permitan entrar en la consulta del cardiólogo, apretando los sobres de los resultados con mis manos sudorosas. Se abre la puerta de la consulta y la patizamba nos indica que pasemos.

Inesperadamente, me encuentro ante un Uzunidis desconocido. El joven amable y sonriente que me atendió cuando estuve ingresado ha sido sustituido por un hombre frío y distante, que sólo me dirige la palabra cuando es estrictamente necesario. Estudia las pruebas con semblante ceñudo y me manda que me desnude de la cintura para arriba y me tumbe en la camilla. La experiencia del policía se impone por un instante a la angustia del paciente y comprendo el cambio de actitud. Katerina le ha dicho que estoy al corriente de su relación e intenta mantener distancias para que no lo regañe. De todos modos no pensaba hacerlo, pero su comportamiento me indigna y decido pagarle con la misma moneda. Así empieza una comunicación telegráfica que de buena gana hubiese sido monosilábica.

– Respire hondo.

Silencio.

– ¿Le duele?

– No.

– No se levante.

Silencio.

– ¿Taquicardias?

– Pocas.

– Puede vestirse.

Silencio. Mientras me estaba auscultando el contacto era más cómodo porque no era preciso que nos miráramos. Ahora que estoy de pie, surge el problema de cómo evitar que se crucen nuestras miradas.

– Todo va bien -anuncia fríamente mientras anota sus observaciones en el historial-. Los análisis son buenos, y el electrocardiograma, muy satisfactorio.

De pronto me siento más ligero que una pluma. Lo primero que se me ocurre es que debería disculparme ante Vlasópulos y Dermitzakis por mi mal humor de la mañana.

– Es que se cansa mucho, doctor -interviene Adrianí, que parece haber jurado aguarme todas las fiestas-. Se va por la mañana a las ocho y no vuelve hasta las siete de la tarde.

– No importa, le conviene andar. Ya que su situación se ha normalizado, puede llevar una vida normal. -La amabilidad que me niega a mí la derrocha con Adrianí. Quise evitar las risitas y los jueguecitos con mi hija y ahora tengo que sufrirlos con mi mujer.

Uzunidis recompone su expresión gélida para hablar conmigo.

– Suspenda toda la medicación menos el Digoxin, y vuelva dentro de tres meses para una revisión.

Tú di lo que quieras, que yo seguiré tomando mi medio Interal, por si las moscas.

– Menos mal que no te hice caso en lo de cambiar de médico -dice Adrianí satisfecha mientras nos dirigimos al coche.

Podría quejarme del trato que me ha dispensado, pero no quiero ponerme nervioso. Menos mal que no lo veré en tres meses, si es que vuelvo a verlo.

Capítulo 34

– ¿Han detenido al asesino de papá?

– Aún no.

– Pensé que nos llamaba por esa cuestión.

Niki y Makis están sentados ante mí, al otro lado del escritorio. Él lleva su cazadora de piel, los tejanos y las botas camperas. Ella, una falda que no llega a las rodillas, una blusa y una chaqueta. Dan la sensación de apoyarse mutuamente y, al mismo tiempo, de tener opiniones opuestas. Nadie diría que son hermanos. Makis no se ha afeitado, parece deprimido y mayor de lo que en realidad es. Niki viste ropa sencilla y elegante, y su sonrisa infantil le confiere una apariencia juvenil. Los he llamado porque necesito cierta información antes de ponerme en contacto con su madre, la señora Lukía Karamitri. Además, me gustaría aclarar de una vez por todas la relación de Niki Kusta con R.I. Helias.

– Si hubiésemos detenido al asesino, habría avisado también a la señora Kusta.

– A lo mejor se lo cargó ella y está en chirona -suelta Makis, y se echa a reír.

– No seas injusto, no hables así de Élena -lo reprende su hermana. Ya ha salido a relucir la primera de las diferencias que pretendo fomentar y que tal vez me faciliten algunas respuestas.

– ¿Saben si su padre siguió viéndose con su madre después de la separación?

– No fue una separación; ella lo dejó plantado -puntualiza Makis-. Un buen día nos despertamos y mamá ya no estaba en casa. Papá nos dijo que se había marchado para siempre. Desde entonces no volvió a hablar de ella y hasta nos prohibió que pronunciáramos su nombre.