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El subteniente se da la vuelta y echa a correr hacia el coche patrulla. Abre el maletero y saca una sábana blanca. La desdobla, se acerca, cubre el cadáver y suelta un suspiro de alivio.

– ¿Cómo lo transportamos? -pregunto.

– Muy fácil. Haré venir a Zimios, que tiene una furgoneta con la que transporta mercancías del puerto. Lo difícil será encontrar un lugar donde guardarlo. En la isla no hay instalaciones adecuadas ni material de ningún tipo. Incluso la sábana es de mi casa. Después tendré que tirarla y no sé a qué cuenta meterla para justificar el gasto.

Sus problemas administrativos me traen sin cuidado.

– ¿Dónde están los que encontraron el cadáver?

– Allí.

Señala una construcción de dos pisos a diez metros de las piedras de la playa. En la planta baja hay una taberna. Arriba, cinco o seis habitaciones en fila, con las puertas y ventanas pintadas de azul celeste. Delante de la taberna han dispuesto unas mesas. Un rubito con perilla está sentado en una silla, con los pies apoyados en otra. Lleva el clásico uniforme del turista barato: vaqueros cortos. Por lo demás, está desnudo y descalzo. Sobre la barriga sostiene una guitarra, cuyas cuerdas va arañando, aunque sus rasgueos apenas llegan hasta mis oídos.

– Por suerte, siempre se quedan por aquí. Nunca van a Jora -me informa el subteniente.

– Veamos qué pueden decirnos.

Al acercarnos, veo salir de la taberna a una chica joven, morena, con el cabello recogido muy tirante y reseco por el salitre. Desde esta distancia, no aparenta más de dieciocho años. Lleva el sujetador de un bikini, pantalones cortos y sandalias. Se aposta detrás del rubito y empieza a frotarle la espalda. No sé si le está masajeando o frotándolo para quitarle la mugre, pero él parece disfrutarlo, porque deja la guitarra y levanta la cabeza. La chica se agacha y le da un beso en los labios. Él da por concluido el beso y vuelve a arañar la guitarra, ocupación que, por lo visto, considera más seria.

Me deprimo al pensar que habré de recurrir a mi deficiente inglés para entenderme con ellos. Llegamos a su altura, pero como si no existiéramos. El rubito sigue arañando la guitarra y la chica masajeándole la espalda. De cerca, parece un poquito mayor, sobre unos veinticinco años.

– You found the dead? -pregunto de corrido, porque ya venía ensayando la frase por el camino.

El muchacho alza la vista a medias y me contempla con cierto fastidio, como si hubiese interrumpido una importante conversación con Beethoven. La joven sigue con lo suyo.

– No, Hugo did and then he called us. Anita, would you fetch Hugo, dear?

La chica abandona sus trabajos manuales y va a llamar a Hugo, mientras el rubito vuelve a su guitarra.

Miro al subteniente. Él menea la cabeza con ademán fatalista.

– ¿Qué me va a contar? Yo lo sufro a diario.

– What's your name? -pregunto al de la perilla. Mientras pueda formar frases de esta longitud, todo irá bien. A partir de las cinco palabras, empiezo a trabarme.

– Jerry… Jerry Parker…

Anita aparece en las escaleras que bajan del primer piso, acompañada de Hugo. El tipo mide casi dos metros, tiene la cabeza afeitada, unos bigotes que bajan hasta la barbilla y un pendiente de aro en el lóbulo de la oreja izquierda. Viste una chilaba estampada con ramas: es un drogata. Si llevara una pelliza, sería domador de fieras.

Le hago la misma pregunta para empezar con buen pie:

– What's your name?

– Hugo Hofer.

– You found the dead?

– Yes -responde.

A partir de este momento, empieza lo bueno y lo malo. Lo bueno, porque es alemán y su inglés es peor que el mío, hecho que me sube la moral. Lo malo, porque debido a su pésima pronunciación, no entiendo ni una palabra.

Recurro al subteniente:

– ¿Has entendido algo?

Él se encoge levemente de hombros.

– Ni pío.

– Oigan… Se lo traduzco yo para que lo entiendan -interviene Anita en un inesperado griego impecable.

A punto estoy de darle un par de tortas.

– ¿Eres griega?

– Sí. Anna Stamuli.

Un inglés, un alemán y una griega. Suspiro con alivio para mis adentros. Al menos, en lo que a golfos se refiere, cumplimos los requisitos de Maastricht. Algo es algo.

– ¿A qué esperas para contarnos lo que pasó? ¿Es que quieres que te lo saque a la fuerza? -le pregunto, bastante cabreado.

– Ayer pasamos la noche a la intemperie, por miedo al terremoto. Era imposible acercarse a la playa, las olas eran enormes. A eso de las diez hubo una réplica y, de repente, la montaña se partió en dos. Jamás había visto nada igual. Llegamos a temer que nos aplastara de un momento a otro. Por suerte, nos salvamos por los pelos. Esta mañana, a eso de las nueve, Hugo se marchó con la moto hasta Jora para ver qué había pasado. A los dos minutos volvió y nos pidió que lo acompañáramos. Fuimos y vimos el cadáver. Luego Hugo se acercó con la moto a la comisaría, para avisaros. Esto es todo.

Claro y conciso, ni una palabra de más.

– Tenéis que venir a comisaría a prestar declaración -indico.

– Ya veo, me toca hacer de intérprete. Aunque no sé de qué va a servir. Ese hombre lleva más de tres meses muerto. -Me mira a los ojos y esboza una sonrisa irónica-. Si se ha fijado en su cuello, habrá visto que hay señales de lucha -añade.

– ¿Cómo lo sabes? -pregunto curioso.

– Estudio medicina en Londres. Jerry es matemático, es mi pareja. A Hugo lo conocimos aquí. Está haciendo su doctorado en filosofía y vino a la isla en busca de soledad.

– ¿Por qué no has dicho que eres griega desde el principio?

– Porque me he dado cuenta de cómo nos miraba. Seguro que pensó que éramos unos drogadictos.

Mantiene la misma sonrisa irónica. Sabe que me ha pillado en falta y me mira por encima del hombro.

– Ven a señalarme las marcas -respondo-. Después, tú y el alemán nos acompañaréis a comisaría para la declaración.

– Hugo, they want you to sign a statement. I'll show them the scars on the neck of the body and then I'll go with you.

– Okay -dice el filósofo-domador de fieras.

Emprendemos el camino de vuelta a la montaña desmoronada. El agente, apoyado en el árbol donde se había limpiado las manos, fuma de espaldas al cadáver. Me acerco y retiro la sábana.

– Muéstramelas.

Ella se arrodilla junto al cuerpo.

– Aquí, ¿lo ve? -señala.

Me agacho para mirar. Es cierto: en el lado izquierdo del cuello, el que da hacia la montaña, se ven algunos arañazos, casi imperceptibles. Trago saliva y me enojo conmigo mismo. Al haberle encontrado desnudo, he dado por sentado que se trataba de un asesinato y no he investigado más. Debo reconocer que la chica tiene razón, pero su expresión me irrita y me callo.

Se oye el petardeo de una moto que viene a detenerse detrás de nosotros. Me vuelvo y veo a Hugo montado en una motocicleta antigua, de las que usaban los alemanes en la segunda guerra mundial. Sin duda, debió de heredarla de su abuelo nazi.

– Podemos ir en coche. Estarás más cómoda -propongo a la chica.

La misma sonrisa irónica.

– Prefiero la moto. Si os acompaño en el coche patrulla, los del pueblo pensarán que me habéis detenido por consumo de drogas.

Se sienta detrás del alemán y la moto arranca con un ruido ensordecedor.