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– ¿Su madre poseía bienes propios?

Niki esboza su cándida sonrisa infantil.

– Cuando mi madre se fue, Makis tenía catorce años y yo, doce. No sabíamos nada de bienes o de dinero.

– ¿Tampoco si tenía empresas a su nombre?

– No, al menos mientras vivía con nosotros; porque se pasaba todo el día en casa. No sé qué hizo después.

– ¿Cómo entraste en R.I. Helias?

– Cuando volví de Inglaterra empecé a buscar trabajo. Papá me habló de una empresa que precisaba un analista de mercados. Hablé con Arvanitaki y ella me contrató.

Es posible que nadie mediara para su contratación. La chica estudió en Inglaterra y los analistas de mercado no abundan tanto como los abogados o los ingenieros. Sin embargo, también es posible que Kustas pidiera a Karamitri o a Petrulias que la contrataran.

– ¿Estás segura de que tu madre no tuvo nada que ver en ello?

– ¿Mi madre?

Me mira estupefacta y Makis se levanta de un salto.

– ¿A qué viene tanta insistencia? -grita-. ¿Qué tiene que ver mi madre con el asesinato de mi padre, si lo dejó hace quince años? ¿Por qué iba a matarlo ahora?

– ¿Conoces a un tal Jristos Petrulias? -le pregunto.

– Esta mañana ya me lo preguntó y le dije que no lo conozco -interviene Niki.

– Se lo pregunto a su hermano.

– ¿Y por qué tendría que conocerlo yo? -pregunta Makis.

– Porque te gusta el fútbol y querías jugar en el equipo de tu padre. A lo mejor lo conocías por sus arbitrajes.

– Yo sólo he jugado al fútbol en los descampados. Mi padre nunca quiso que fuera futbolista. ¿Cómo iba a conocer a un arbitrucho de mierda?

– Colaboraba con tu padre.

– Quieres decir que mi padre lo sobornaba. ¿Y qué? No era el único.

– Yo no he hablado de sobornos, sólo he dicho que colaboraba con él. No sólo tu padre, sino también tu madre -añado para comprobar su reacción.

– ¡Deja a mi madre en paz! -grita-. ¡No tiene que ver ni con mi padre ni con la pasma!

– Tu madre era socia de Petrulias -explico con calma-. Juntos dirigían una empresa, Greekinvest, que controla R.I. Helias, donde trabaja tu hermana. R.I. Helias financiaba el equipo de tu padre, previa orden de tu madre y Petrulias. Por eso he preguntado si vuestra madre continuó viéndose con vuestro padre después de la separación.

Ambos me contemplan en silencio. Makis intenta en vano farfullar algo mientras Niki me observa boquiabierta.

– ¿Está seguro? -pregunta al final.

– Me lo dijo Arvanitaki.

– ¿Arvanitaki sabe que Lukía Karamitri es mi madre?

– No. Sólo conocía el nombre, pero me confirmó que R.I. Helias pagaba al Tritón doscientos cuarenta millones al año por orden de Greekinvest.

De repente, la cándida sonrisa infantil es sustituida por una mirada cargada de odio.

– ¿Por qué no pregunta a la inútil de mi madre qué significa todo esto? Como si no le bastara habernos abandonado a nuestra suerte, ahora sigue creándonos problemas.

– No hables así de mamá, Niki. No quiero que hables así de ella.

Makis se deja caer en la silla y oculta el rostro con las manos. Niki se acerca y lo abraza.

– Está bien, lo retiro. Tienes razón, no debería hablar así.

Makis levanta la cabeza y la mira.

– Fui a verla -susurra.

– ¿A quién?

– A mamá. Fui a verla.

– ¿Cuándo?

– Poco después de que se marchara me enteré de que vivía en Varibopi. No me preguntes cómo conseguí llegar a ese rincón dejado de la mano de Dios, pero lo hice. «Soy yo, mamá», le dije cuando me abrió la puerta. «Tu hijo, Makis. He venido a verte.» Por un momento, me miró en silencio. «Vete», me ordenó enseguida. «Vete y no vuelvas nunca más.» Y me cerró la puerta en las narices. -No es a su hermana a quien cuenta el episodio, ni tampoco a mí. Está hablando para sí mismo-. A mí no quiso verme y en cambio accedió a tener negocios con el hombre a quien había abandonado-. Guarda silencio y permanece inmóvil. Niki le acaricia la cabeza para tranquilizarlo.

– Alguien chantajeaba a vuestro padre. La noche en que lo mataron, salió a buscar quince millones de dracmas que guardaba en el coche, probablemente para pagar al chantajista, al que estamos buscando. -Acto seguido les refiero la historia de Mandás.

– Alguien que conocía los desmanes de mi madrastra -grita Makis en tono triunfal.

– ¿A qué te refieres? -pregunto.

– ¡Makis! -La voz de Niki denota terror y también una advertencia.

Él prescinde de la admonición y prosigue con los ojos brillantes, como siempre que se apasiona.

– Pregunta a Élena adónde ha ido los martes por la tarde en estos últimos tres años. Los martes por la tarde papá asistía al entrenamiento del equipo y ella se escapaba de casa. ¡Todos los martes, sin excepción! ¡Pregúntale adónde iba! Yo te lo diré: ¡a ponerle los cuernos! Mamá al menos tuvo el valor de dejarlo. Ella lo engañaba.

– Makis, Élena no engañaba a papá. El odio te hace hablar de ese modo.

– Tú no lo sabes, no estabas en casa -susurra el chico, que de pronto parece perder toda su energía.

Bonita combinación, pienso. El hijo acusa a la madrastra y adora a la madre, mientras que la hija acusa a la madre y adora a la madrastra.

Niki lo ayuda a ponerse en pie despacio, con cuidado, como si fuera un jarrón valioso y muy frágil, sujetándolo por los hombros. Después se dirige a mí:

– ¿Ha terminado, teniente? ¿Podemos irnos ya? -suplica casi.

– Sí, ya hemos terminado.

Makis arrastra los pies y ella sigue sosteniéndolo mientras se acercan a la puerta. Si tuviera aquí la silla de ruedas con la cisterna, con mucho gusto se la ofrecería.

A solas en mi despacho pienso que buscando información acerca de Karamitri he averiguado algo con respecto a Élena Kusta. Descuelgo el teléfono interior y ordeno a Dermitzakis que venga a verme.

– Que sigan a Élena Kusta -le digo y repito las palabras de Makis.

Me mira extrañado.

– ¿Va a confiar en un yonqui?

– No, pero debemos confirmar cualquier información que obtengamos. -Lo que me callo es que me falta poco para caer rendido ante Élena e intuyo que debo poner freno a mis sentimientos.

– Se lo encargaré a Antonópulos -dice Dermitzakis-. Es un tipo listo.

Se trata de un agente recién trasladado de la Brigada Antivicio. Incoloro e inodoro, tiene el don natural de pasar inadvertido. Dermitzakis ha elegido bien. Recojo mis papeles, me despido y me dispongo a regresar a casa.

Capítulo 35

– Papá, ¿podrías dejarme en la calle Héroes de la Politécnica? Tengo que ir a la Ciudad Universitaria -comenta Katerina por la mañana.

– Por supuesto.

Subimos al coche en silencio. Yo mantengo la vista fija en la calle mientras Katerina contempla absorta la acera de la derecha, observando a los transeúntes que caminan apresurados o se apretujan en las paradas del autobús, listos para atacar a patadas y codazos en cuanto llegue el vehículo. A la altura de Imitú, rompe el silencio:

– Quería que me acompañaras para hablar a solas contigo.

Se muestra tan directa que me sorprende. Vuelvo la cabeza para mirarla, pero ella sigue ensimismada contemplando las aceras.

– De acuerdo, hablemos -respondo-. ¿De qué se trata?

– En el coche, no. Mejor vayamos a un lugar tranquilo.

Tengo el corazón en un puño. Tal vez ha decidido abandonar los estudios para quedarse en Atenas y casarse con Uzunidis, pienso. Buscará cualquier empleo con un sueldo mísero. Seguro que se trata de eso y quiere comunicármelo con delicadeza. Tanto tiempo en la universidad, tantos años de penurias en los que no teníamos ni para ir de vacaciones, para que aparezca un medicucho y lo mande todo al garete. Los pobres, como los gorriones, sólo tenemos dos opciones para llegar alto: o decidimos volar, o dejamos que nos pille el gato y nos suba al tejado entre sus fauces. Katerina ha descartado la primera opción y se ha inclinado por la segunda. Sé que debo ser paciente, pero mi voluntad flaquea.