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– ¿Se trata de tus estudios? -pregunto.

– No, no es eso. Ya hablaremos.

Contengo un suspiro de alivio. Si no abandona los estudios, lo demás tendrá solución.

– Mejor que no sea hoy, no sé a qué hora terminaré. -De pronto temo que se lo tome a mal-. No es que pretenda evitar el tema -me justifico-, pero estoy investigando dos asesinatos y ando de trabajo hasta el cuello.

– Ya lo sé. -Pasamos muchas travesías antes de que se digne dedicarme una sonrisa-. No entres en la Ciudad Universitaria, déjame en la esquina.

Baja del coche en cuanto me detengo en el semáforo. La veo cruzar la calle y me pregunto si no seré como Kustas, que nunca supo comprender a su hijo hasta que al final Makis se quedó encallado irremediablemente.

Esta idea sigue atormentándome mientras circulo por la nacional Atenas-Salónica hacia la casa de Karamitri en Varibopi. Cuando le comuniqué mi visita por teléfono, al principio protestó porque la obligara a quedarse todo el día en casa esperándome. Al instante le ofrecí la alternativa de que pasara ella por Jefatura cuando quisiera. No tardó ni un segundo en cambiar de parecer, ya que a nadie le apetece ser interrogado en un despacho de policía; todo el mundo prefiere la comodidad de su hogar.

Así que ahora transito lentamente por el carril derecho de la nacional. La carretera está casi vacía y los pocos coches que circulan adelantan al Mirafiori como liebres a la tortuga. Mejor para ellos, a mí me trae sin cuidado porque ya estoy acostumbrado a que me adelanten hasta los ciclomotores, y además porque eso me permite seguir pensando en Katerina. Superado el susto de los estudios, ya puedo alegrarme de su deseo de hablar a solas conmigo, lo cual significa que aún recuerda los tiempos en que conspirábamos a espaldas de su madre. Ya sé que ahora cada uno miramos a un lado distinto; yo a la calle y ella a la acera, pero por algo se empieza. No me resulta difícil adivinar de qué quiere hablarme. Descartados los estudios, sólo queda Uzunidis. Intentará justificar la actitud del otro día en el hospital, más gélida que el iglú de un esquimal. Aun así, el hecho de que no necesite el apoyo de su madre es buena señal.

Poco después de la curva de Nea Eritrea me espera la segunda sorpresa agradable del día. Todos los que me adelantaron están atascados en la carretera, gritando, maldiciendo y tocando el claxon. Me atasco yo también y me dispongo a esperar. Transcurridos diez minutos, bajo del coche. Adelanto a pie dos turismos, una furgoneta y un camión, y me acerco al arcén. Unos ciento cincuenta metros más adelante, distingo algunos coches y camiones atravesados en la calzada, cortando la carretera. Detrás de ellos, un montón de gente. Unos llevan pancartas imposibles de leer y otros gritan a través de altavoces imposibles de oír. Delante de la barrera de vehículos, a ambos lados de la carretera, esperan las Fuerzas Antidisturbios, los coches celulares y las patrullas.

Un camionero, pitillo en boca, hace gestos obscenos a cuanto ve por el parabrisas: los coches, los policías, los manifestantes y el paisaje.

– ¿Qué pasa? -le pregunto.

– Los de Menidi han cortado la carretera para protestar contra el vertedero -dice.

– ¿Van a colocar un vertedero en Menidi? -No sabía nada de este asunto.

– No.

– ¿Por qué protestan, entonces?

– Porque el Ministerio piensa instalar una depuradora en uno de los diez municipios circundantes de Atenas.

– ¿Por eso protestan?

– Menidi es uno de los diez municipios, y ellos no quieren formar parte del proyecto. Que se apañen los demás, dicen.

Delante del camión, espera un BMW blanco, último modelo. El conductor ha salido del coche y está apoyado en el capó, sosteniendo un puro en la mano derecha y un teléfono móvil en la izquierda, a través del cual mantiene una conversación en inglés. «Yes, yes», grita para hacerse oír. «Not more than an hour.»

Si espera salir de aquí dentro de una hora, va fino, pienso. Aunque tal vez esté hablando con alguien que no es de la Comunidad Económica Europea y desconoce nuestras miserias. Así ya se puede mentir.

– ¿Y yo qué culpa tengo? -despotrica el camionero a mi lado-. Llevo mercancía perecedera, pescado congelado. Si el bloqueo continúa hasta la noche, ya puedo ir buscando un caldero para hervir los mújoles y una parrilla gigante para asar los salmonetes. Se van a pudrir y tendré que tirarlos. ¡Cualquier desaprensivo se cree con derecho a cortar las calles! ¡Qué país, éste!

– Tú transportarás pescado -se oye una voz del otro lado; es el conductor del BMW, que se acerca a la ventanilla del camionero con el puro en la boca-, pero a mí me esperan en Salónica para firmar un contrato multimillonario, y corro el riesgo de perder el cliente.

– A mí tus millones me traen sin cuidado -replica el camionero-. Yo tengo que llevar comida a la gente.

El tipo lo mira con sarcasmo.

– A mí, desde luego, no. Yo el pescado congelado ni lo pruebo. Si no es pescadito fresco, recién salido del mar…

– ¿Sabes qué te mereces? -grita el camionero-. Que descargue la mercancía sobre tu coche, así tendrías que hacer el resto del camino a pie. ¡Paletos! Hace diez años cagabais en el campo y ahora queréis montaros en el dólar.

Me alejo de esta lucha de clases que ha dejado de constituir delito para convertirse en un espectáculo callejero y maldigo la hora en que se me ocurrió tomar la nacional para evitar los embotellamientos de Kifisiás. Tal vez podría escapar marcha atrás, pero de pronto observo que a estas alturas se ha formado una caravana de varios kilómetros. Unos cien metros más adelante, una pareja de guardias urbanos contemplan el caos apoyados en el coche patrulla. Me acerco a ellos.

– ¿Cuándo despejarán la carretera? -pregunto después de presentarme.

– No sé qué responderle, teniente -contesta uno-. Al principio dijeron que tardarían cuatro horas, pero ahora la coordinadora está reunida. Podrían prolongar el corte cuatro horas más, veinticuatro o indefinidamente. Tienen la sartén por el mango.

Les explico adónde voy y por qué.

– Lo entiendo, pero lo único que podemos hacer es llevarle en el coche patrulla -se ofrece el otro.

– ¿Y mi coche?

Se echa a reír.

– Seguramente lo encontrará en el mismo sitio cuando vuelva. Si por casualidad abrieran la carretera, lo llevaremos a la comisaría de Nea Eritrea para que usted lo recoja allí.

La única alternativa es asumir una espera indefinida. Volvemos juntos hacia el Mirafiori. Unos quince conductores se han reunido delante del camión. El camionero y el tipo del BMW han llegado a las manos y los demás intentan separarlos. Entretanto, aprovechan para soltar alguna hostia. El guardia urbano los observa con indiferencia.

– Esto es un manicomio -comenta, y sigue caminando convencido de que el altercado no le concierne, ya que no es psiquiatra.

Capítulo 36

Tomando desvíos y callejuelas, el coche patrulla me lleva a una calle dedicada a la primera víctima de la Corporación Nacional de Municipios: Aristóteles. Antes de llamar al timbre del número 8, observo la casa. A primera vista, parece una belleza venida a menos. Es una de esas viviendas campestres que fueron construidas cuando las humildes parcelas de Varibopi empezaron a ganar prestigio a ojos de los atenienses. Alguien la edificó con gran cariño para después abandonarla a su suerte, como si se tratara de una amante desdeñada. El color blanco de las paredes ha adquirido una tonalidad marronácea, la pintura se ha desconchado y las pocas flores del jardín sufren el acoso de hierbajos y ortigas. Empujo la verja, que cede con un chirrido, y recorro el camino de cemento que conduce a las escaleras, agrietado y en algunos puntos totalmente invadido por las malas hierbas.