De repente, como si acabara de reparar en el suplicio de todos esos años, el quieto e inexpresivo Karamitris se levanta bruscamente, temblando como una hoja, y las gafas casi se le caen.
– Hemos sido sus esclavos -grita-. Ni siquiera puedo divorciarme de ella. -Señala a su mujer-. Si lo intentara, exigiría el pago de mis deudas y acabaría en la cárcel. ¿No lo entiendes? Tengo que cargar con ella durante el resto de mi vida.
Se deja caer en el sillón. Lleva gafas, pero su ceguera es de otro tipo. Si la hubiese dejado, Luida estaría libre y habría podido romper su compromiso con Greekinvest.
Ella le dirige una mirada despreciativa.
– No te quejes, las cosas no te han ido tan mal. ¿Qué eras tú? Un cantante de poca monta que hacía de telonero mientras la gente cenaba. La que salió perdiendo fui yo. Dinos era un monstruo, pero a su lado disfruté de todas las comodidades. Dejé los lujos para hundirme en la miseria.
– ¿Por qué no me dejaste entonces? -pregunta Karamitris-. Nos habríamos salvado los dos.
– Porque te quería. -Guarda un minuto de silencio en memoria de su amor muerto, pero nadie se pone en pie para honrarlo, ni su marido ni tampoco yo.
– ¿Cuál era tu trabajo en Greekinvest? -pregunto tuteándola, para devolverla al presente.
– Ninguno. En todos estos años, Dinos jamás me pidió nada, hasta el punto de que llegué a olvidarme de su existencia. Sin embargo, a partir de junio pasado empezó a enviarme documentos para que los firmara.
Claro. Hasta entonces había contado con la firma de Petrulias: se había asegurado por partida doble, y cuando Petrulias murió recurrió a Karamitri. Por mucho que Élena se queje de que su marido la tenía encerrada en casa, ella ha salido bien parada. Y fue más lista, si las acusaciones de Makis son ciertas.
– ¿Qué tipo de documentos tenías que firmar?
– No lo sé.
– Oye, ¿me estás tomando el pelo? ¿No leías los papeles que firmabas?
– No había nada que leer. Eran documentos en blanco, con el membrete de la compañía y una crucecita hecha a lápiz en el lugar donde tenía que estampar mi rúbrica.
Kustas le hacía firmar papeles en blanco y después escribía lo que quería. Así se cursó la orden del patrocinio de su equipo.
– ¿Conocías a Jristos Petrulias?
– ¿Quién es? -pregunta sorprendida.
– Tu coadministrador en Greekinvest.
– Es la primera vez que oigo este nombre.
Tiene que ser cierto: lo normal es que Kustas evitara a toda costa que sus dos administradores se conocieran, así que les mantenía bien alejados y los utilizaba según sus conveniencias.
– ¿Es el árbitro que fue asesinado o se trata de una coincidencia? -pregunta Karamitris.
Lo miro sorprendido.
– ¿Lo conocías?
– No, aunque había oído hablar de él. Desde que Kustas me cargó con un equipo de fútbol, tengo que seguir los partidos.
– ¿Con qué equipo te cargó?
– Con el Jasón, de tercera división.
De pronto recuerdo las palabras de Kaloyiru. Oficialmente, Kustas sólo era dueño de un equipo, el Tritón; sin embargo, controlaba toda la tercera división. Mira por dónde, aparece otro equipo de su propiedad. Lo cual me sugiere otra idea. ¿Y si Greekinvest patrocinaba todos los equipos de Kustas?
– Quiero las llaves de Greekinvest -digo a Karamitri-. Tenemos que registrar las oficinas de la empresa.
– Regístrenlas, pero yo no tengo llaves.
– Escucha -le digo-, no empeores las cosas. Te estoy pidiendo que colabores. Sería fácil obtener una orden de registro, forzar la entrada y ponerlo todo patas arriba.
– Fuerce la entrada -replica-. Prenda fuego y quémelo todo. Yo nunca he tenido las llaves. Cuando Dinos quería que firmara un documento, me lo enviaba a casa.
Tampoco en casa de Petrulias encontramos llaves. Si las hubo, los que registraron su vivienda se cuidaron de llevárselas. Ya no tengo más preguntas que hacer y me dispongo a marchar.
– Teniente. -Karamitris me detiene-. ¿Qué pasará si encuentran mis pagarés durante el registro? -Su rostro permanece inexpresivo, pero su voz delata la agonía que experimenta.
– Acabarán en manos de sus legítimos herederos.
– En manos de sus hijos, pues. Tal vez cambien las cosas -dice esperanzado-. Yo me divorcio de su madre y ellos me devuelven los cheques.
– No te hagas ilusiones -interviene la mujer-. Después de mi comportamiento mis hijos no querrán verme ni en pintura.
Tal vez Niki no, pero Makis sí. Sin embargo, ella no lo sabe.
– ¿Dónde estabas la noche que mataron a Kustas? -pregunto a Karamitris.
– ¿Cuándo lo mataron?
– El martes 1 de septiembre, a las dos de la madrugada.
– Estuve aquí en casa, con Lukía. Cenamos, vimos un rato la televisión y nos acostamos.
– ¿Hay testigos que puedan confirmarlo?
– No -responde con un amago de sonrisa-. De haber sabido que iban a matarlo, habría invitado a algunos amigos para celebrar la ocasión.
– ¿Sospecha de Kosmás? -interviene su mujer-. ¿Por qué motivo iba a matar a Kustas? Esta muerte no le beneficia en nada, ya que la deuda sigue pesando sobre nosotros.
Cierto, pero junto con la deuda, ahora tiene un equipo de fútbol, y su mujer es propietaria de Greekinvest. Tengo que morderme la lengua para no decirlo. Primero quiero registrar las oficinas de Greekinvest, averiguar qué otros equipos pertenecían indirectamente a Kustas y después sacar conclusiones.
La mujer me acompaña hasta la puerta.
– Tu hijo vino a verte y tú lo echaste.
Ella suspira.
– Vino tres o cuatro días después de la visita de Dinos y tuve miedo de que lo enviara su padre para ponerme a prueba.
– Si no hubieses tenido miedo de tu ex marido, ¿lo habrías dejado entrar en tu casa? ¿Habrías hablado con él?
Reflexiona unos segundos y, al final, se encoge de hombros.
– No sé, tal vez. -Se produce una breve pausa-. En realidad, nunca fueron hijos míos -añade a modo de explicación-. Tanto Makis como Niki eran hijos de Dinos. Hasta sus nombres… Makis lleva el nombre del padre de Dinos, y Niki, el de su madre. Ni siquiera se le ocurrió ponerles al menos el nombre de uno de mis padres. Eso quedaba fuera de toda discusión: los hijos eran suyos. Yo sólo serví para traerlos al mundo.
Dos calles más abajo, en Venizelu, paro un taxi para que me lleve a la comisaría de Nea Eritrea. A lo largo del trayecto, me entretengo en decidir si la historia de Karamitri y su marido pertenece a la categoría de negocios multimillonarios, como el del conductor del BMW, o a la de mercancía podrida, como la del camionero.
Capítulo 37
En cuanto llego al despacho, llamo a Vlasópulos y a Dermitzakis.
– Pide una orden judicial para registrar las oficinas de Greekinvest -indico a Vlasópulos-. Llama al fiscal y solicita su aprobación por teléfono, luego ya recibiremos el documento por escrito. -De todas formas, en las oficinas no habrá nadie a quien entregárselo.
– ¿Cuándo llevaremos a cabo el registro?
– En cuanto tengas la aprobación verbal. Necesitaremos un cerrajero.
– ¿Puedo ayudar? -se ofrece Dermitzakis-. No tengo nada urgente que hacer.
Teme que encontremos algo importante y que él se quede al margen de todo.
– Tengo otro trabajo para ti. Llama a la Organización Nacional de Fútbol y diles que nos manden cuanto antes un fax con el listado de los propietarios de equipos de tercera división. Si ponen dificultades, amenázalos.
No le gusta el reparto de tareas, pero no le queda más remedio que tragar. Yo por mi parte debería darme de cabezazos contra la pared por no haber solicitado el listado antes de hablar con los Karamitris. No será fácil localizar a los propietarios fantasma que utilizaba Kustas, pero si investigamos los nombres uno por uno, tal vez averigüemos algo.