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Lo busca y levanta la cabeza asombrado. No sé si lo asombra el descubrimiento o la capacidad de mi ingenio, pero si se trata de lo segundo, se equivoca.

– Solía pagar a finales de cada mes -anuncia.

Ahora ya sé quién ordenó la muerte de Petrulias: lo hizo el propio Kustas. La discusión que presenció el nigeriano después de ese partido no se debió al penalti, sino a una cuestión mucho más importante. El penalti no fue más que un pretexto. Petrulias esperaba algo de Kustas, o sabía algo de él, y lo amenazó con perjudicarlo. Por eso habló de tarjeta roja, una cartulina que le mostró el 25 de mayo, fecha en que decidió ingresar el dinero en su propia cuenta en lugar de pagar el plazo del préstamo. Kustas lo descubrió y ordenó su muerte. Y yo he de ocuparme de la investigación de su asesinato, a la que tuve que dar carpetazo por falta de pruebas. Entonces, ¿quién mató a Kustas? No llego a meditar sobre la cuestión porque se me ocurre una idea nueva.

– Kustas blanqueaba el dinero de otros a los que rendía cuentas -digo a Kelesidis-. Por consiguiente, debía de anotar en algún lugar las entradas y salidas de capital.

– Por supuesto, en los otros libros de cuentas.

– ¿A qué te refieres?

Desde luego, si algo ha de admirar ahora, no es mi perspicacia.

– La mayoría de las empresas llevan una doble contabilidad -explica-. Los libros oficiales, donde figura el balance en base al cual son fiscalizados, y los libros clandestinos, los que reflejan la verdadera imagen del negocio, de la que Hacienda nunca llega a enterarse. Si encuentra los libros clandestinos, descubrirá cómo llegaba el dinero a manos de Kustas y de qué manera devolvía él los capitales blanqueados.

– ¿Dónde podría encontrar estos libros?

Kelesidis se echa a reír.

– Si los de Hacienda pudiéramos adivinarlo tan fácilmente, la mitad de los empresarios estarían en la cárcel, teniente.

– De acuerdo. Continúa con tu trabajo; te traeré los libros de los clubes y las cuentas bancarias de Kustas -concluyo antes de salir corriendo.

Los de la Antiterrorista fueron idiotas y yo el más idiota de todos, por confiar en la palabra de Élena Kusta y no registrar su casa.

Capítulo 41

En esta ocasión, para ir a casa de Kustas circulamos por el bulevar Vuliagmenis en lugar de tomar por la avenida de la costa. Es el segundo día de llovizna. No se decide a llover del todo ni a escampar de una vez, sino que caen unas gotitas dispersas que crispan los nervios. Es como tener unas décimas, no te encuentras bien ni estás enfermo. Un tiempo de mierda.

– ¿Para qué necesitas el limpiaparabrisas? -me quejo a Dermitzakis-. En lugar de ayudar, aún ensucia más el cristal.

Lo para y me tranquilizo, me distraía tanto vaivén y no me permitía pensar. Mira por dónde, Nasiulis tenía razón. Kustas había organizado una defensa en zona imposible de romper, incluso después de su muerte. Franqueas la primera línea, que son sus clubes, y te topas con Greekinvest. Apartas Greekinvest y chocas con Karamitri. Eludes a Karamitri y te encuentras con Jortiatis. Y cuando logras esquivarlos a todos, topas con el guardameta: la contabilidad clandestina y los socios mañosos. Cierto que me hallo en posesión del balón, pero no consigo pasarlo a un compañero ni mucho menos marcar un gol. Me pregunto si Guikas y la Antiterrorista me asignaron el caso justamente porque sabían que no sería capaz de superar la defensa en zona de Kustas. Ahora me dispongo a registrar su residencia, aunque mi entusiasmo se ha esfumado y no confío en obtener ningún resultado positivo. Un gato viejo como él no guardaría las pruebas en su propia casa. Antes teníamos los archivos secretos del Foreign Office y, cada vez que afloraba un documento, se producía un escándalo. Ahora todo quisque tiene archivos secretos y el Foreign Office se ha desprestigiado.

La residencia de Kustas sigue ofreciendo el mismo aspecto de fortaleza que recuerdo de mi visita anterior, aunque el parecido no va más allá. Llamo al timbre, se oye un chasquido y la puerta se abre sola. Ni guardias de seguridad ni filipinas con recetas de soja. En el jardín, las pocas flores languidecen por falta de agua y las estatuas de imitación aparecen cubiertas por una capa de mugre, como si hubieran pasado siglos a la intemperie.

La puerta de la casa está cerrada y volvemos a llamar. Makis abre con un «dónde has estado, coño» y se sorprende al vernos. Sus ojos inquietos saltan de un lado a otro y sus músculos están en tensión. Supongo que esperaba al camello que le proporciona su dosis y se pone histérico cuando nos ve.

– ¿Se puede saber qué coño quieres? -grita, presa del pánico y de la desesperación.

– Cálmate, Makis -respondo en tono sereno-. Sólo queremos registrar la casa. Creemos que tu padre escondió aquí unos documentos que necesitamos.

– Imposible, estoy esperando a unos amigos. Haber llamado antes.

Qué amigos ni qué tonterías, lo que está esperando es a su camello.

– No tardaremos mucho. Registraremos su despacho y asunto concluido.

Makis se echa a reír.

– ¿Qué despacho? Mi viejo no tenía despachos, ni en casa ni en ningún otro sitio. Evitaba establecer una sede fija para así escabullirse con facilidad.

– Entonces echaremos un vistazo por la casa.

La idea no le entusiasma, pero como todos los yonquis prefiere evitar enfrentamientos con la policía.

– Bueno, pues pasa y registra -dice-. Desde luego, eres como las moscas. Cualquiera diría que te gusta remover la mierda. -Y se dirige a la sala de estar.

Lo único que queda en la estancia es la oscuridad. Todo lo demás está en vías de desaparición. El sofá y los sillones se hallan ocultos por un montón de pantalones, camisas y cazadoras. Las dos sillas de madera donde imaginé al rey Arturo en compañía de Ivanhoe están llenas de botellas de vino y de whisky, y latas de Coca-Cola. En el estante hay toda una colección de copas, como si estuvieran de oferta en un supermercado. Makis se deja caer en un sillón, aplastando la ropa.

– ¿Dónde está la asistenta? -le pregunto.

– La he despedido, a ella y a todos los demás -responde con una repentina expresión de felicidad-. Mi padre y mi madrastra les pagaban para que me espiaran. Era como tener la pasma en mi propia casa, todo el día vigilando adónde iba, qué hacía, si comía o si bebía. En cuanto me deshice de Élena, los eché también a ellos, así estoy más tranquilo. -Se expresa con la alegría de un chico que, recién cumplida la mayoría de edad, se ve libre de la dependencia de sus padres para caer de lleno en otra peor.

– ¿Qué habitaciones hay en la planta baja? -pregunto.

– El comedor, la cocina y un cuarto de baño. Arriba hay tres dormitorios y dos cuartos de baño. En el jardín, junto a la puerta de la cocina, veréis una escalera que lleva al sótano.

– Empecemos por el sótano -indico a Dermitzakis. Si Kustas hubiese escondido algo en su casa, lo más probable es que lo hubiera metido allí.

De nuevo en el recibidor, me fijo en una puerta cerrada. La abro y paso a un comedor cuyas ventanas aparecen cubiertas por pesados cortinajes. Salta a la vista que Makis no lo utiliza, porque está decorado con esmero y parece una sala de museo donde se exhiben objetos del periodo Élena Kusta. La mesa es rectangular y espaciosa, con lugar más que suficiente para las diez sillas que la rodean. El aparador es de cuatro hojas y ocupa toda la pared de la derecha. Encima, distingo una hilera de objetos de cristaclass="underline" jarrones, platos y fuentes. En la pared de la izquierda, dentro de una vitrina, están expuestos los objetos de plata. Colgados sólo hay tres cuadros: dos retratos separados por un paisaje. Las flores del jarrón de cristal que adorna la mesa se han marchitado y sus pétalos, esparcidos sobre la superficie, confieren al lugar un aspecto de bodegón otoñal.