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La cocina, que está junto a la sala de estar, es grande, espaciosa y repulsiva. Si Adrianí estuviera aquí conmigo, se desmayaría y tendría que recurrir a las sales para reanimarla. Los platos apilados en el fregadero llegan hasta el mismísimo grifo y los mármoles a ambos lados de la pila aparecen cubiertos de cajas con restos de pizza, papeles con suvlakis a medio comer, patatas fritas resecas y un pollo asado destripado. Cualquiera diría que los basureros se han declarado en huelga indefinida por lo que al domicilio de Kustas se refiere. A Makis se le debió de derramar naranjada o Coca-Cola porque al primer paso los zapatos se nos pegan al suelo y corremos el riesgo de salir descalzos.

En el jardín, Dermitzakis y yo hacemos ejercicios de respiración para airear los pulmones. La escalera que conduce al sótano sólo tiene cuatro escalones. La puerta de madera no está cerrada y tras abrirla de un empujón, pasamos a una habitación más oscura que el resto de la casa. A tientas, Dermitzakis encuentra el interruptor. Menos mal que Makis se ha acordado de pagar la factura de la luz.

El sótano ocupa toda la extensión de la casa y cumple la función de bodega a la vez que de sala de estar para el servicio. Contra la pared de la izquierda hay una lavadora y una secadora. A su lado, dos cestos enormes, probablemente para la ropa sucia. Dermitzakis se acerca, echa un vistazo y abre la lavadora. Se limita a cumplir con su deber y, como es de esperar, no encuentra nada. Apoyadas en la pared del fondo veo dos bicicletas, que seguramente pertenecieron a los hijos de Kustas. Niki dejó la suya y se fue, Makis se dedicó a otros menesteres, de manera que las bicicletas se están oxidando en el olvido.

El espacio a la derecha alberga la bodega, donde destaca un armatoste con cuatro anaqueles para guardar las botellas tumbadas. Son vinos de importación, probablemente franceses, porque ni siquiera soy capaz de deletrear los nombres de las etiquetas. Al parecer Kustas se llevaba a casa algunas de las provisiones de Le Canard Doré para disfrutarlas en privado. Me acerco al botellero. Es un esqueleto de madera con un tablero en la parte posterior, apoyado en la pared sin ningún tipo de sujeción.

– Ayúdame a apartar esto -ordeno a Dermitzakis. Si Kustas tenía un escondrijo para sus documentos ilegales, éste es el lugar más probable.

– Se caerán las botellas -me advierte Dermitzakis.

– Pues que se caigan. El que las trajo ya no las necesita, y su hijo más vale que deje la bebida.

Agarramos el armatoste para separarlo de la pared, aunque pesa mucho y nos cuesta bastante moverlo apenas unos centímetros hacia delante. Debido a la humedad, la pintura está desconchada y cubierta de verdín, pero no hallamos caja fuerte ni abertura secreta alguna, así que volvemos a dejar el botellero como lo hemos encontrado.

Echo un vistazo a mi alrededor para asegurarme de que no hay otro lugar apropiado para que Kustas escondiera sus libros de contabilidad.

– Vámonos -indico a Dermitzakis-. Aquí no encontraremos nada. El sótano era nuestra única esperanza y dudo de que en los dormitorios descubramos algo interesante.

El primer piso ofrece la misma imagen que la planta baja. El dormitorio de Makis está hecho una pocilga, mientras que los otros dos permanecen limpios y ordenados. Empezamos a registrar la habitación de Kustas, buscando en los cajones y debajo del colchón como esos detectives de película que desprestigian el trabajo policial con sus chorradas, cuando de pronto suena el busca de Dermitzakis.

– Es de Jefatura -dice y corre al dormitorio de Makis, donde hay un teléfono.

Sigo buscando sin confianza y sin resultados, hasta que oigo la voz de Dermitzakis a mi lado.

– Vlasópulos quiere hablar con usted, teniente.

El hecho de tener una excusa para abandonar el registro casi representa un alivio.

– Teniente, acaba de llamar Antonópulos. En este momento Élena Kusta se encuentra en un piso en Kipseli. Antonópulos pregunta qué debe hacer.

– Que no se mueva de donde está. Dame la dirección.

– Calle Prinopulu, número 4, segundo piso.

– Nos largamos -anuncio a Dermitzakis al colgar el teléfono-. Aquí no hay nada que hacer.

– ¿Adónde vamos?

– Al nido de amor de Élena Kusta, en Kipseli.

Al pasar por delante de la puerta de la sala de estar, veo que Makis sigue sentado en el sitio donde lo hemos dejado, contemplando la pared de enfrente con ojos vidriosos. Nada indica que se haya percatado de que nos marchamos.

Capítulo 42

En el trayecto de vuelta, Dermitzakis recurre a la sirena. Es ensordecedora pero la aguanto porque quiero llegar a tiempo al piso donde está Élena. Aun con la ayuda de la sirena, tardamos tres cuartos de hora en llegar a Evelpidon, torcer por Lefkados y enfilar Kafkasu.

La calle Prinopulu se encuentra a la derecha de Kafkasu, pero nos entretenemos en la entrada porque delante del número 6, que corresponde al bloque de pisos adyacente al que buscamos, están estacionados dos coches patrulla, dos ambulancias y un mogollón de curiosos. Antonópulos no se encuentra en la puerta del número 4, según lo convenido. Lo busco con la mirada y lo localizo junto a los coches patrulla, con los demás espectadores, escuchando los gritos y chillidos de una cuarentona gorda cuyos brazos rechonchos se levantan hacia el cielo con los puños cerrados para precipitarse a continuación sobre su cabeza. Dos enfermeros aparecen en la entrada con una camilla cubierta por una sábana. La mujer suelta un aullido y se abalanza sobre la camilla, pero un par de policías aciertan a detenerla.

Antonópulos advierte mi presencia y se acerca corriendo.

– ¿Qué ha pasado? -pregunto.

– Una familia rusa, en el semisótano. Los han liquidado a todos, en pleno día. Padre, abuela y dos niños, todos muertos. Debe de ser obra de la mafia rusa, ya que el hombre estaba metido en drogas. La mujer se ha salvado porque había ido al supermercado a comprar. Ahora está desesperada.

– ¿Y tú por qué has abandonado tu puesto? -pregunto después de escuchar su informe-. ¿Les faltaba personal y te has ofrecido como refuerzo?

– Sólo me he acercado un momento para ver qué pasaba.

– ¿Y si mientras tanto Élena Kusta se ha largado? -No sabe qué responder y se queda mirándome-. ¿Se ha largado o no? -insisto.

– No lo sé.

– Imbécil.

Los asesinatos de albaneses, árabes y rusos están a la orden del día. Mueren tantos que los expedientes ni siquiera llegan a Jefatura: los cierran las comisarías locales. Aprovechando que los de Jefatura estamos aquí, nos distraen de nuestra labor principal. Me acerco a la puerta para mirar los timbres.

– En el segundo -oigo la voz de Antonópulos a mis espaldas-. El timbre está a nombre de una tal Triantafilidu, lo he comprobado -añade, satisfecho de sí mismo.

– Menos mal que te dio tiempo de hacerlo antes de que se cargaran a los rusos.

Empujo la puerta entreabierta y paso. Dermitzakis pretende seguirme, pero lo detengo.

– Tú quédate con Antonópulos. -Me mira con desazón-. No es necesario que subamos en rebaño, no somos de Antivicio -le explico. Retrocede y yo entro en el ascensor.

No le he indicado que se quedara para evitar llamar la atención, sino para proteger a Élena Kusta. No quiero que un desconocido la vea en la cama con su amante. Mis propias reacciones me irritan, no sé qué me impulsa a mostrarme tan considerado con ella. Quizá me sienta culpable por haber imaginado que era una furcia cuando en realidad es toda una señora. Sin embargo, si se confirma mi primera impresión y la pillo in fraganti con su amante, la señora Kusta-Fragaki será sospechosa del asesinato de su marido. Aun así, me resisto a comprometerla. Será cosa de mi enfermedad, como dice Sotirópulos, tan aficionado a las explicaciones fáciles.

El piso a nombre de Triantafilidu es el último de la derecha. Llamo al timbre y me abre una mujer de unos sesenta años con el cabello blanco, vestida de negro y gris. Blusa gris, falda negra, medias grises, zapatillas negras…, ropa pasada de moda, de la época de los parques y las estatuas limpias. La sorpresa es mutua, porque ni ella esperaba ver a un desconocido ni yo a una vieja en un nidito de amor. A no ser que alquile su piso por horas. Rooms to let para follar.