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– Vamos, cuéntame. Te escucharé y hablaremos de lo que quieras. Siempre nos hemos entendido bien tú y yo.

Vuelve a observarme en silencio, como si no estuviera segura de mis intenciones. Después se arma de coraje.

– Bien. Quería preguntarte qué tienes contra Fanis. ¿Por qué lo tratas así?

Estaba preparado para oír protestas, quejas, incluso para una discusión, pero no para una recriminación de este tipo.

– ¿Yo? -exclamo a punto de estallar-. ¿Cómo lo estoy tratando?

– El otro día, cuando fuiste para tus análisis, vio tu expresión y se quedó helado.

– ¿Yo? ¿Mi expresión? Pues será que no se miró la suya.

– No grites.

– ¿Sabes cómo me trató? Como a un paciente sin cartilla…

– No grites.

– … que los médicos no saben cómo quitarse de encima. Apenas me saludó y, encima, ni siquiera me miraba a la cara. Al final…

– No grites.

– … dio sus instrucciones a tu madre, como si yo fuera menor de edad y hablara con mi tutora. ¿Y luego se extraña de mi actitud? ¿Esperaba que le hiciera reverencias?

– Por favor, no grites.

En efecto, estoy gritando y los intelectualoides me miran asombrados. Yo mismo me he colgado el sambenito del poli bruto, pero estoy tan indignado que no me importa.

– Papá, el día anterior Fanis estaba muy contento ante la perspectiva de verte, pero tu comportamiento al entrar en la consulta lo desanimó.

– ¿Mi expresión le desanimó? ¿Y qué pasa conmigo?

– No sé. Yo no estaba allí, pero se lo pregunté a mamá y ella me dijo lo mismo, que tenías cara de querer…

– ¿Qué? ¿Matarlo?

– No. Ponerle las esposas y llevarlo detenido a Jefatura. Fanis se dio cuenta y se cerró en banda, porque temió que montaras una escena y lo comprometieras en el hospital.

Nos miramos en silencio. Intento recordar el rostro de Uzunidis: frío, profesional, la expresión de un médico que no permite que sus pacientes le hagan preguntas. ¿Fue mi actitud lo que provocó su reacción, o la suya la que provocó la mía? Será otro caso sin resolver. Por un lado, porque allí no había ningún espejo donde observar mi expresión, por otro, porque Adrianí ya ha tomado partido por Uzunidis y, diga lo que diga, él tendrá razón.

– ¿Sabes por qué quiero estar con Fanis? ¿Entiendes por qué? -pregunta Katerina.

– Porque te has enamorado. Como te enamoraste de Panos.

– Te equivocas. Conocí a Panos cuando me mudé a Salónica, recién salida del colegio. Fue la primera vez que me alejaba de vosotros; me sentía sola y necesitaba apoyarme en alguien. Quizá por eso elegí a un chico fuerte, para sentirme segura, aunque luego resultó ser un niño mimado. Sabía que no te caía bien y no me importaba. En el fondo, a mí tampoco me caía bien.

– ¿Y Uzunidis? -Lo siento, no consigo llamarle Fanis-. ¿Qué pasa con él?

Mi hija estudia el fondo de la taza mientras intenta organizar sus pensamientos.

– El otro día le dije que estoy terminando la bibliografía y la próxima semana vuelvo a Salónica.

– ¿Y por qué no me lo habías comentado?

– Porque siempre que me voy se os cae la casa encima. Prefiero avisaros en el último momento. ¿Sabes qué me contestó Fanis?

– ¿Qué?

– Dijo que lo entiende, pero que él tiene sus pacientes y sus guardias, de manera que no le será fácil ir a verme a menudo. «Quizá logre algún fin de semana libre, pero no te enfades si volvemos a vernos en Atenas, en Navidad.» -Se detiene para observar qué efecto me causan sus palabras. Ante mi silencio, prosigue-: Es lo que me gusta de él. Me quiere, pero también le importa su trabajo y no piensa sacrificarlo por mí. Esto significa que nunca me pedirá que abandone los estudios por él. Panos, por el contrario, se había pegado a mí como una lapa.

Siempre me he sentido orgulloso de que mi hija se pareciera más a mí que a su madre, pero ahora empiezo a comprender que tampoco se parece a mí. Me sale muy bien lo de investigar crímenes, descubrir los móviles y analizar los métodos, pero soy incapaz de analizarme a mí mismo, hasta tal punto que muchas veces no sé qué me pasa, no entiendo mis reacciones ni sé qué espero de los demás. Katerina, por el contrario, se conoce y se analiza como si ella misma fuera uno de los textos que estudia. De pronto, me asalta la imagen de Élena Kusta con su hijo. La imagino volviendo a casa después de sus funciones teatrales y corriendo para llegar junto a la cama del autista y cerciorarse de que estaba dormido. O saliendo a hurtadillas de casa de Kustas para pasar un par de horas con el niño. Me molesta que Élena Kusta se interponga entre mi hija y yo, pero la imagen está ahí y me resulta imposible ahuyentarla.

– ¿En qué piensas? -pregunta Katerina, devolviéndome a la realidad-. Te he cansado con mis historias.

– No, en absoluto, cariño. Lo que me cansa es este caso que no consigo resolver.

– ¿Cuál? ¿El caso Kustas?

– Sí. -Prefiero no hablar de Élena Kusta ni de su hijo autista y recurro a otra explicación-. Quiero encontrar la contabilidad clandestina de Kustas y no sé dónde. Esta tarde hemos registrado su casa, pero no hemos hallado nada.

– ¿Por qué no se lo preguntas a su contable?

La miro sorprendido. ¿Cómo es posible que me haya olvidado de Yannis, el contable de Kustas, que trabaja en R.I. Helias? Quizá porque lo relacionaba más con la hija que con el padre.

– Durante un seminario de derecho mercantil, el profesor invitó a un inspector de Hacienda. En un momento dado, el inspector bromeó diciendo que los contables conocen todos los secretos de los empresarios, desde la existencia de una amante hasta la contabilidad clandestina.

– Katerina, creo que acabas de resolver un gran problema.

– Al menos he resuelto algo. -Se ríe-. Aunque no sea el problema que me preocupa -añade con cierta amargura.

– ¿Piensas casarte con él? -pregunto.

– ¿Con Fanis?

– Sí. ¿Piensas casarte con él?

– Ahora hablas como mamá -observa, y se pone seria-. Primero he de terminar el doctorado y buscar algún trabajo. De momento, el matrimonio no entra en mis planes.

– Oye, ¿por qué no invitas al médico a comer con nosotros el domingo?

Me observa durante una fracción de segundo para asegurarse de que no le estoy gastando una broma y después se muestra radiante de alegría. A punto está de darme un beso, pero se contiene para que no hagamos el ridículo y se limita a estrechar mis manos entre las suyas.

– No sabes qué alegría me das.

– ¿Porque invito a Fanis a comer?

– No, porque he logrado convencerte.

Ya en la calle, rodea sus hombros con mi brazo. Llegamos al Mirafiori como una parejita de enamorados que acaban de comprar su primer cacharro y se disponen a celebrarlo.

Capítulo 44

Yannis Stilianidis, el contable de Kustas, ocupa el mismo asiento que ayer ocupó Kelesidis. Sólo le veo la cara, porque el resto del cuerpo queda oculto por tres pilas de libros de contabilidad que están encima de mi escritorio, correspondiente a Los Baglamás, el Flor de Noche y Le Canard Doré, respectivamente. Escojo un libro al azar y empiezo a hojearlo. Las entradas me resultan incomprensibles, pero las repaso con la mirada del experto que se dispone a ordenar la evasión de cincuenta millones. Vlasópulos permanece muy cerca del contable para intimidarlo con su presencia.

– ¿Esto es todo? -pregunto después de una larga inspección silenciosa.

– Sí, señor.

Parece bien dispuesto a ayudarnos. Me traslado a la silla que está junto a él y cruzo los brazos.

– ¿Por qué me mientes? -pregunto tranquilamente.

– No le estoy mintiendo, teniente. Lo he traído todo: libros de ingresos y de gastos, rollos de cajas registradoras, facturas, todo.