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– Todo menos la contabilidad secreta de Kustas.

Lo pillo por sorpresa, pero mantiene la calma.

– ¿Qué contabilidad secreta? No sé a qué se refiere.

– Yannis, si intentas hacerte el héroe acabarás metido en un buen lío. Me refiero a los libros secretos de Kustas, en los que registraba sus transacciones ilegales.

– No existen tales libros y, si existen, nunca me habló de ellos.

Vlasópulos lo agarra bruscamente de los hombros y empieza a zarandearlo.

– ¡Conozco otras maneras de hacerte hablar, hijo de puta! ¡Será mejor que nos lo cuentes todo por las buenas!

– ¡Pero si no sé nada! -grita el contable, asustado-. Si existe una contabilidad secreta, no sé dónde está. -No se atreve a mirar a Vlasópulos y me suplica con los ojos que lo ayude.

– Yannis, nosotros no somos de Hacienda. -Sigo empleando un tono tranquilo.

– Ya lo sé.

– Por lo tanto, no perseguimos la evasión de impuestos. Nos interesa otro delito.

– ¿Cuál?

– El blanqueo de tres billones de dracmas anuales, cómo lo hacía Kustas y a quién pertenecía el dinero que blanqueaba. -Me observa con atención y prosigo en el mismo tono-. Tú fuiste su contable, tenías acceso a las facturas y los recibos. Tal vez sospechabas que había negocios sucios, tal vez no. Si nos revelas dónde están los libros secretos de Kustas, nadie te acusará de blanqueo de dinero. En cambio, si prefieres dártelas de duro y por casualidad llegamos a encontrarlos, tendrás problemas. Kustas ha muerto, de manera que no saldrá perjudicado. Sin embargo, a ti podemos acusarte de cómplice.

Mientras hablo, él no deja de enlazar y desenlazar los dedos hasta que al final no sabe qué hacer con las manos.

– Ignoro si Kustas mantenía una contabilidad secreta -farfulla-. De lo contrario, se lo diría.

– Empecemos por el principio. ¿Quién guardaba los libros legales de Kustas?

– Yo.

– ¿Dónde?

– En mi casa.

– ¿Y quién te llevaba los justificantes de las transacciones?

– Uno de sus guardaespaldas.

– ¿Adónde, a tu casa o a la oficina?

– A casa. Todos los lunes por la tarde me traía los justificantes de la semana correspondientes a los tres locales.

– Y aseguras que jamás te mostró su contabilidad secreta.

– Nunca -corrobora tras una breve vacilación.

Vlasópulos vuelve a agarrarlo de los hombros, aunque esta vez lo levanta como si fuera un saco de patatas y lo estampa contra la pared.

– ¡No nos vengas con cuentos, cabrón! -grita y le pega un par de bofetadas-. ¿Nos has tomado por imbéciles? -Dos nuevas bofetadas-. Guardabas los libros en tu casa y te entregaban los justificantes. ¿Pretendes que creamos que nunca viste la otra contabilidad? ¿Quieres tomarme el pelo, desgraciado? -Lo inmoviliza con una mano y se dirige a mí-: Teniente, estamos perdiendo el tiempo. Deje que le pegue una paliza y ya verá cómo canta.

Stilianidis cierra los ojos para no ver las hostias que le esperan si doy permiso a Vlasópulos para que cumpla su amenaza. Me pregunto por qué se obstina en mantener la boca cerrada cuando, de pronto, recuerdo mi primera visita al despacho de Niki Kusta. Creo haber resuelto el misterio.

– Suéltalo -ordeno a Vlasópulos-. No habla porque va de protector. -Me levanto y me acerco al contable-. ¿A quién quieres proteger, Yannis?

– A nadie -farfulla.

– A Kustas no será, porque ya está muerto. A ti lo que te da miedo es perjudicar a Niki Kusta, ¿no es cierto?

Abre los ojos y me mira. Vlasópulos lo ha soltado pero él sigue pegado a la pared, como si no se diera cuenta de que está libre. Recuerdo cómo miraba a Niki aquel día en su despacho y sé que he acertado.

– Escúchame -prosigo-. Niki Kusta nada tenía que ver con los negocios de su padre, eso queda fuera de toda duda. Vivía lejos de él, trabajaba en algo completamente distinto y lo veía de uvas a peras. Niki no corre ningún peligro.

El chico sigue dudando.

– ¿Es cierto eso? ¿No es un truco para que hable?

– No. Necesitamos los libros para averiguar quién mató a Kustas, pero ni tú ni su hija sois sospechosos del asesinato.

– Kustas tenía un almacén en la calle Kranaú, junto a la iglesia armenia -dice al final-. Cada quince días iba allí a verlo y me ocupaba de dos libros.

– ¿Libros que Kustas traía consigo?

– No. Los guardaba allí, en una caja fuerte. No había facturas ni recibos, sino que él me dictaba las cantidades que tenía que anotar. Las traía escritas en un trozo de papel.

– ¿Nunca te explicó a qué correspondían aquellas cantidades?

– En cierta ocasión admitió que, como todos los hombres de negocios, estafaba a Hacienda. También me ordenó que no mencionara a nadie la cuestión de los libros ni del almacén.

– Y tú obedeciste.

– Ningún contable denuncia a su jefe por evasión de impuestos, teniente. A fin de cuentas, ésta es su labor: escamotear dinero a Hacienda.

Pero Kustas no escamoteaba nada a Hacienda, sino que cobraba comisiones por blanquear dinero. Es posible que Yannis se hubiera dado cuenta, pero no es seguro. De todas formas, Kustas debía de pagarle generosamente para que guardara el secreto.

– De acuerdo, Yannis -concluyo-. Ya no te necesito más, puedes irte.

Stilianidis permanece inmóvil y me mira con recelo: no acaba de creerse que se haya librado tan fácilmente. Observa a Vlasópulos, descubre que él también le sonríe con amabilidad, se levanta y se dirige a la puerta.

– Por favor, no hagan daño a Niki Kusta -añade antes de salir-. Si le pasa algo por mi culpa, les juro que me mato.

Debe de ser la primera vez que reconoce abiertamente su amor por Kusta, y lo hace delante de mí, la persona equivocada y en el momento equivocado.

– No te preocupes, no le pasará nada.

Sale del despacho y cierra la puerta.

– Quiero un coche patrulla -digo a Vlasópulos-. Y un cerrajero de Identificación. Que Dermitzakis averigüe a qué nombre está el almacén de la calle Kranaú. -Sospecho que no figurará a nombre de Kustas.

La llovizna ha cesado. Hoy es un día de nubes y claros. Salimos de la plaza Omonia para desplazarnos de Sofokleus a Menandru, pero la calle Sarrí está colapsada y nos vemos obligados a abandonar el coche encima de la acera. El almacén se encuentra en un sótano, enfrente de la iglesia armenia. La puerta es de hierro y tiene una cerradura de seguridad. Nos disponemos a esperar al cerrajero, que llega al cabo de un cuarto de hora, irritado e indignado.

– Salir de Mitropóleos ha sido una proeza -protesta. Es el mismo cerrajero que nos abrió las oficinas de Greekinvest. Echa un vistazo a la cerradura-. No es difícil aunque me llevará un rato. -Tarda diez minutos en abrir la puerta y los tres entramos en el almacén.

Es un sótano grande. Contra la pared de la derecha se alzan tres pilas de embalajes de cartón. Cerca de la pared de la izquierda veo un gran escritorio con una silla giratoria, teléfono y fax. La caja fuerte se halla junto al escritorio y llega a media altura de la pared. El cerrajero la estudia, saca las herramientas y se pone manos a la obra. Vlasópulos se dedica a registrar los cajones del escritorio.

No me quedan más que las cajas en la otra pared. Dos de las pilas están marcadas con el nombre SOFREC. Abro las dos primeras cajas y descubro dos tipos distintos de quesos en sus correspondientes envoltorios. Las cajas de la tercera pila son más altas y llevan el sello de Tripex. En la primera, hay seis botellas de vino tinto, probablemente provisiones para Le Canard Doré. Me desentiendo de las cajas y me acerco a Vlasópulos.

– Aquí no hay nada, están vacíos -comenta él, señalando los cajones del escritorio.