No importa, no esperaba encontrar nada allí. La caja fuerte es la única baza que nos queda para averiguar los secretos de Kustas, y el cerrajero aún no ha descubierto cómo abrirla. Me acerco y me planto a su lado. ¿Y si no lo consigue?, me pregunto. Por lo visto intuye mi preocupación, porque levanta la cabeza y me sonríe.
– No se preocupe -me tranquiliza-. He traído dinamita. Si no logro abrirla, la volaremos.
Transcurre otro cuarto de hora. Vlasópulos y yo estamos desesperados. De pronto, el cerrajero da cuatro vueltas a la llave en la cerradura, acciona la palanca y la puerta se abre.
– Listo, teniente -anuncia antes de retirarse.
Dentro de la caja fuerte hay tres estantes. El superior es, en realidad, otra caja fuerte.
– Todavía no has terminado -indico al cerrajero, señalando la caja. Vlasópulos se agacha por encima de mi cabeza para ver mejor.
– Ésta es pan comido -dice el cerrajero y va en busca de sus herramientas.
En el segundo estante están los libros que Stilianidis ponía al día quincenalmente. Los hojeo sin prestar mayor atención, porque están llenos de números que no entiendo.
– Toma -digo a Vlasópulos-. Para nuestros especialistas.
En el último estante encuentro una carpeta bastante voluminosa. La llevo al escritorio, me siento en la silla giratoria y la abro. Está llena de resguardos de transferencias bancarias, todas en divisas alemanas, que oscilan entre los cincuenta mil y los trescientos mil marcos. Las transferencias se realizaban por medio de una cuenta en divisas del Banco Jónico, y siempre a la misma entidad: Unibank, de Vaduz. No tengo la menor idea de dónde queda Vaduz, un nombre que me evoca una ventosa. Como titulares de las cuentas figuran Sofrec y Tripex.
Hasta aquí, todo me resulta comprensible sin ayuda de ningún experto. Se trata de empresas fantasma que enviaban dinero negro y recuperaban capitales blanqueados. Kustas tenía una cuenta en divisas y, a través de ella, movía el dinero de sus clientes. Ellos introducían el capital inicial en Grecia, ya fuera efectivo dentro de bolsas o a través de diversas transferencias, luego Kustas lo pasaba por la tintorería de sus empresas y finalmente lo devolvía limpio y planchadito. Los vinos y los quesos no eran más que tapaderas. Lo más probable es que el crédito a Greekinvest saliera de la misma cuenta del Banco Jónico.
Por eso no quería que su hijo se ocupara del club: prefería pagar toda una serie de terapias de desintoxicación antes que meterlo en el ojo del huracán. Pienso en Makis con su cazadora de piel, sus botas camperas y su mirada esquiva, y la imagen me deprime.
– Ya está -anuncia el cerrajero, y vuelvo a acercarme a la caja fuerte.
En la caja interior, Kustas guardaba tres sobres amarillos. El primero contiene fotocopias de los documentos de una transferencia de propiedad inmobiliaria que habla por sí sola. Un piso de cuatro habitaciones, a nombre de Konstantinos Kustas, quien a su vez lo transfiere a uno de esos diputados con alto índice de popularidad.
Al abrir el segundo sobre, caen de su interior dos fotografías de la isla en la que se produjo el terremoto cuando Adrianí y yo estábamos de vacaciones. La primera es una postal parecida a las miles de postales que se venden en cualquier quiosco o tienda de recuerdos; una fotografía idílica, hecha desde el mar, que abarca la isla entera. La segunda, en cambio, es obra de un aficionado. En ella aparece una colina, un lugar que no recuerdo haber visto ni me suena de nada. Al observarla con mayor detenimiento distingo la bahía con la pensión donde se alojaban Anita, su amigo inglés y el filósofo-domador de fieras, y ato cabos: es el lugar donde enterraron a Petrulias antes del desprendimiento que reveló el cadáver.
Contemplando la fotografía empiezo a ordenar mis pensamientos. Ahora ya comprendo por qué Kustas llevaba encima quince millones la noche de su muerte: alguien sabía dónde estaba enterrado Petrulias y lo chantajeaba. Por eso las dos fotos. Kustas conocía al asesino, que era la misma persona que lo extorsionaba. Por eso quiso responder cuando le habló, junto al coche. Sin embargo, las fotos confirman algo más: que Kustas ordenó la muerte de Petrulias. ¿Por qué, si no, iba a ceder al chantaje?
Abro el último sobre, que contiene una película revelada y la fotografía en color de un hombre desnudo tumbado en una cama, con el rostro vuelto hacia la cámara, los ojos cerrados y la boca entreabierta. Evidentemente, está gimiendo de placer, ya que una mujer, también desnuda, está sentada encima de sus caderas, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos abiertos y el semblante inexpresivo. La mujer es Kalia y el hombre que yace bajo ella no es otro que el ex ministro cuyos índices de popularidad superan a los del jefe de su partido.
Resulta que el diputado ha salido más beneficiado que el ex ministro, pienso, puesto que le tocó un piso de cuatro habitaciones, mientras que todo un ex ministro tuvo que conformarse con Kalia. Es el destino de los sementales de tres al cuarto. Ésta es la razón por la que Kustas tenía R.I. Helias. Si se descubría el blanqueo de dinero, echaría mano de sus políticos para que influyeran en el cese de las investigaciones. No obstante, como su condición pública no bastaba, aumentaba su prestigio con falsos sondeos. Sin embargo sospecho que Kustas no se detenía ahí. Debía de apuntar mucho más alto. Si no cambiaba el Gobierno, el célebre diputado pronto llegaría a ministro. Si cambiaba el Gobierno, el ex ministro tan popular pondría rumbo rápido hacia el puesto de primer ministro. Y Kustas tenía una fotografía de este nuevo primer ministro recibiendo los favores de Kalia, aparte de que su hija analizaba los resultados de los falsos sondeos. Ahora ya sé quiénes quisieron dar carpetazo al caso Kustas: el diputado y el ex ministro.
Sé también de qué hablaron Kustas y Kalia la noche del asesinato. Es obvio que la envió a varios amigos suyos para que se divirtieran con ella, hasta que la chica se hartó. Por eso discutieron. Además, la propia Kalia aludió a esa situación la segunda vez que hablamos, cuando dijo que lo único que podía pedirle Kustas es que se abriera de piernas, aunque no para él sino para otros a los que Kustas manipulaba.
Pero ¿por qué no se llevó el asesino los quince millones sino que prefirió matarlo? No tengo la respuesta a eso. Resuelto un misterio, aparece otro. ¿O tal vez ocurra que el asesino y el chantajista no son la misma persona? En ese caso, quizá Kustas esperaba al chantajista para darle el dinero, pero el asesino llegó antes y se lo cargó. Es la única explicación posible y, sin embargo, no me acerca a la identidad del asesino.
Capítulo 45
Cuando llego a casa, me veo obligado a tomar un Interal y echarme en la cama ya que la taquicardia me incordia de nuevo tras concederme muchos días de tregua. Mi corazón late a ritmo de barca motora que abandona el puerto. No me extraña. Los libros de contabilidad secreta, los documentos incriminatorios y, sobre todo, las fotografías que encontramos en el almacén de Kustas vuelven a complicar la investigación. Es evidente que me encuentro en un callejón sin salida. Si doy un paso adelante y enseño a Guikas las fotos de la isla y el contrato de traspaso del piso al diputado, con la foto del ex ministro y Kalia, seguro que le da un infarto. En el mejor de los casos, hará público el negocio de blanqueo de dinero para demostrar el papel de Kustas como instigador del asesinato de Petrulias, pero desde luego no aceptará divulgar la participación del diputado y del ex ministro. Con todo ello me será imposible resolver el caso Kustas, ya que es bastante probable que uno de ellos, o ambos, estén implicados en su muerte.
Si por el contrario retrocedo un paso y prosigo con la investigación sin informar a Guikas, me arriesgo a una denuncia por acoso o extorsión a personalidades políticas, hecho que supondría el fin de mi carrera y el carpetazo definitivo a la investigación.