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Por más vueltas que doy al asunto, no encuentro solución alguna. Al final decido olvidarme provisionalmente del dilema y presionar a Kalia, esa pobre mariposa nocturna, a la que uno puede acosar, abofetear y hasta violar en los lavabos sin que nadie proteste.

Me levanto de la cama y busco los tres sobres que guardé en el bolsillo de mi americana. Me quedo con el que contiene la fotografía del ex ministro y dejo los otros dos en el cajón de mi mesilla de noche.

Adrianí está viendo el reality show de Methenitis, que hoy lleva americana azul, camisa amarilla y pantalones color granate.

– ¡Me voy! -le grito desde el recibidor.

Vuelve la cabeza y me mira preocupada.

– ¿Volverás tarde?

– No lo sé, pero no empieces con tus sermones, que ya tengo bastantes problemas.

Ante mi actitud, no se atreve a regañarme.

Me incorporo al tráfico moroso que circula en dirección a la plaza de Omonia, sufriendo primero el tradicional embotellamiento de la avenida Panepistimíu y después el atasco de la calle San Konstantino, propio de la hora de cierre de los comercios. ¿Por qué tenía tanta prisa por salir de casa? En Los Baglamás no estarán todavía ni los camareros. Hasta los talleres de Sarakakis avanzamos a paso de tortuga, algo que por una vez en la vida me conviene. Prefiero estar en el coche que sentado en una de las mesas del club, esperando al jefe.

El portero me reconoce y se aparta para dejarme pasar. Las mesas están ya preparadas para recibir a los clientes. Los músicos de la orquesta, inclinados sobre sus instrumentos, hablan por lo bajo. El fotógrafo está sentado a la última mesa, junto a la puerta. Mientras observo la facilidad con que coloca el carrete, una idea empieza a tomar forma en mi cabeza. Me acerco y me siento a su lado.

– Buenas noches -saludo.

– Buenas noches, teniente -responde mientras enrosca el flash a la cámara-. Ha venido pronto. El señor Jortiatis nunca llega antes de las diez.

– No quería hablar con Jortiatis, sino contigo.

– ¿Conmigo? -Me mira extrañado.

– Sí. Voy a enseñarte una fotografía y quiero que me digas quién pudo hacerla.

Saco la foto del ex ministro con Kalia y la dejo sobre la mesa. Él la toma y la examina con manos temblorosas, lo cual delata su esfuerzo por aparentar indiferencia. La observa largo rato y al final le da la vuelta, supongo que para ver el nombre del fotógrafo en el reverso. Todo teatro, para ganar tiempo y recobrar la calma.

– No lo sé -responde finalmente-. La revelaron en un laboratorio privado.

– ¿Cuándo la hiciste? -le suelto.

Por lo visto ya esperaba esta pregunta, porque me devuelve una mirada llena de inocencia.

– Se equivoca, esta foto no la saqué yo.

Me inclino hacia él, acercando mucho mi cara a la suya.

– Dime la verdad. Sé que la hiciste por orden de Kustas.

– No fui yo -insiste.

– ¿Tienes idea de lo que pasará si la foto llega a manos del político en cuestión? Enseguida sabrá que es tuya, te cerrará todas las puertas y acabarás fotografiando a los niños y los turistas que se pasean por la plaza de Sintagma. En cambio, si me cuentas cómo y por qué la hiciste, nadie se enterará de nada y dormirás tranquilo.

Vuelve a tomar la foto y la contempla con expresión de artista que admira su obra.

– Está bien, tiene razón: Kustas me pidió que la hiciera. Le dije que no quería líos pero él insistió y me amenazó con echarme. El club se llenaba todas las noches, ganaba un buen dinero aquí.

– ¿Cuándo sucedió esto?

– Hace más de un año.

– ¿Qué te dijo exactamente?

– Me dio las llaves de la casa de Kalia. Dijo que ella pasaría la noche con un hombre y que quería fotos de los dos, desnudos en la cama. Llevé la otra cámara, la que tiene el flash incorporado. Salí al balcón del dormitorio y dejé las persianas entreabiertas. Acerqué el objetivo a una de las rendijas y esperé. Cuando el tipo se metió en faena, empecé a hacer fotos. Tiré medio carrete, pero él estaba tan absorto en lo suyo que ni se dio cuenta. Unos días después, vi su cara en la tele y descubrí a quién había fotografiado. Me entró el pánico, pero Kustas me tranquilizó.

– ¿Qué hiciste con el carrete?

– Lo revelé en mi laboratorio y se lo entregué a Kustas, junto con las cinco fotografías que pasé a papel. No me quedé ni una copia, se lo juro.

No hace falta que lo jure: sé que no se atrevería a jugar con Kustas. Se me ocurre la posibilidad de que fuera él quien hizo la fotografía de la isla, pero finalmente la descarto. Aquélla la hizo alguien como yo, que no sé distinguir el disparador del objetivo. Sin embargo, no entiendo el papel de Kalia en todo esto. ¿Kustas le pagó para que lo hiciera, o también la chantajeaba a ella?

– ¿Está Kalia en el club? -pregunto.

El fotógrafo me mira sorprendido.

– ¿No lo sabe? Kalia ha muerto.

La noticia cae sobre mí como una bomba.

– ¿Cuándo ha sido? -consigo preguntar después de medio minuto largo.

– La encontraron en su casa hace cuatro días, muerta por sobredosis. Había desaparecido del club y no contestaba al teléfono. Jortiatis supuso que se había marchado, pero Marina, la chica que salía con ella al escenario, se preocupó porque sabía que se pinchaba. Llamó a un cerrajero para abrir la puerta de su apartamento y la encontraron muerta en la cama.

– ¿Dónde está Marina?

– A lo mejor la encuentra en su camerino. Si no, Jortiatis sabe dónde vive.

Al enfilar el pasillo, me topo con la cuarentona tetuda que lame el micrófono cual cucurucho helado cuando canta, ataviada con el vestido negro de siempre. La luz del camerino de Kalia está encendida y la silla está ocupada por la pelirroja que vi en el escenario en mi primera visita, acompañando con Kalia al gitano de patillas largas.

– ¿Eres Marina? -pregunto.

No me mira en el espejo, como hizo Kalia, sino que se vuelve en la silla.

– Sí, señor -responde con una gentileza que no pega con las pelirrojas teñidas.

– Háblame de Kalia.

La chica se muerde el labio.

– ¿Qué quiere que le diga?

– Cómo la encontraste, dónde la encontraste; toda la historia.

Me cuenta exactamente lo mismo que el fotógrafo. Al principio le tiembla la voz pero, poco a poco, consigue sobreponerse.

– ¿Dónde estaba cuando la encontraste?

– En la cama, desnuda y envuelta en una toalla. Al parecer tomó un baño para relajarse y después… el chute.

– ¿Qué hiciste cuando la viste?

– No lo sé, no me acuerdo. De repente, aparecieron dos agentes de policía. Según me contó el cerrajero, sufrí un ataque de histeria y él llamó a la policía. Yo no me acuerdo de nada.

– ¿Dónde vivía Kalia?

– En el número 7 de la calle Inois, en Níkea.

– Gracias -digo y salgo del camerino.

Puesto que Kalia murió en su casa, la comisaría de Níkea debió de encargarse de las formalidades de rutina, es decir, llamar al forense para establecer la causa de la muerte y ordenar el levantamiento del cadáver. Hay tantos yonquis que la palman a diario por sobredosis que las comisarías hacen funciones de funerarias. Sin embargo, siento el contacto de la foto en mi pecho y no consigo zafarme de los interrogantes. La encontraron muerta y envuelta en una toalla de baño. ¿Quién asegura que no estuvo con el ex ministro o con otro «cliente» antes de chutarse? Y, en ese caso, ¿habrá quedado alguna huella de su amante en el piso?

Capítulo 46

A las diez y media el tráfico en la avenida Atenas es más fluido. Conduzco siguiendo un autocar que lleva las luces interiores apagadas. Un pasajero dormita en los asientos traseros. Su cabeza, inclinada hacia delante, se mece de un lado a otro pese a sus repetidos esfuerzos por mantenerla erguida. En sentido contrario, una caravana de camiones que se dirigen a Scaramangás ocupa el carril de la izquierda y empiezan a tocar el claxon todos a la vez, no sé por qué. Los escasos turismos se apartan aterrorizados a la derecha, pero las ventanas oscuras del autocar no despiertan de su sopor.