Выбрать главу

Enfilo la avenida Tebas a la derecha y paso por delante del Tercer Cementerio para entrar en Petru Ralli. Mantengo la vista fija en la calzada, no tengo ganas de soñar luego con cementerios. A pesar de todo, echo un rápido vistazo antes de alejarme y me pregunto si enterraron a Kalia ahí.

La comisaría se encuentra en la esquina de Panayí Tsaldari con Alatsatón. Es un edificio de cemento de tres plantas, como los que construyen últimamente, todos igualitos, como salidos del mismo molde.

El oficial de guardia debe de andar por los treinta y el trabajo aún no le ha agriado las facciones. Mira fijamente a una pareja que está de pie delante de su escritorio. El hombre lleva barba de cinco días y resulta difícil distinguir sus rasgos. Del cuello le cuelga un acordeón. La mujer, que viste falda negra y blusa roja, lleva colgada del cuello una fotografía plastificada en la que aparece ella misma abrazando a dos niñas. En el margen superior de la fotografía han anotado con rotulador: «Refugiados serbobosnios».

– En un minuto estoy con usted -me dice el oficial y se vuelve hacia los serbobosnios-. Según la denuncia, entrasteis en la cafetería para robar -reprende al hombre.

– ¡No robar! -grita el refugiado-. Nosotros music, ganar pan hijos. -Y señala a las niñas de la fotografía.

Parece que la mujer no entiende el griego, porque mira alternativamente a su marido y al oficial de guardia con aire aturdido.

– Ya, ya, ganar pan robando a los clientes mientras estaban distraídos viendo el partido de la tele.

– Yo no robar, yo music -insiste el hombre y, para confirmar sus palabras, toca las teclas del acordeón. La melodía invade la comisaría para los chorizos, los drogatas y los apaleados, y los polis asoman la cabeza por la puerta para escuchar. La mujer supone que les han pedido que toquen y entona una canción triste y quejumbrosa que evoca un lamento. Nos deprimimos todos menos las niñas de la fotografía, que siguen sonriendo.

– Vale, vale, ¡podéis marcharos! -exclama el oficial-. La próxima vez que os echen de un local, salid enseguida, antes de que os acusen de robo.

El hombre deja de tocar, agarra a la mujer de la mano y la arrastra fuera del despacho, dando repetidamente las gracias. El oficial los observa y después se dirige a mí.

– En la academia nos decían que debemos imponer la ley y el orden, perseguir a los maleantes y librar a la sociedad de parásitos -dice-. Nadie me advirtió de que los parásitos llegarían a darme pena.

Aún no sabe que he venido a preguntarle acerca de otro «parásito».

– Hace unos días encontrasteis a una mujer muerta en el número 7 de la calle Inois.

– Sí, una tal Kaliopi… -No recuerda el apellido. Se levanta para buscar el expediente-. Kaliopi Kúrtoglu.

– ¿Tenéis el informe del forense?

– No tengo el informe, pero recuerdo que murió de una dosis de heroína pura.

– ¿Encontrasteis alguna prueba que apunte a un crimen premeditado? -Me dirige una mirada de extrañeza-. Es posible que esta muerte guarde relación con un caso de asesinato -le explico.

– No encontramos nada sospechoso.

– ¿Huellas dactilares?

Vuelve a hojear el expediente.

– Sólo las de la víctima. Excepto… -Se detiene para leer el informe.

– Excepto ¿qué?

– En la mesilla de noche había dos copas y una botella de whisky. En una de las copas encontramos las huellas de la mujer. La otra estaba totalmente limpia.

– ¿Y la botella?

– Limpia también.

Debería alegrarme por no haber aceptado sin más la información que me dieron el fotógrafo y Marina. En cambio, me cabreo.

– ¿Y no os pareció sospechoso que no hubiera huellas en la copa y en la botella? -pregunto, esforzándome por mantener la calma-. Alguien estaba con ella cuando murió, alguien que borró sus huellas para no ser identificado. ¿Cómo sabéis que no fue él quien le inyectó la heroína pura para matarla?

Me dirige la mirada de condescendencia que merecería un retrasado mental.

– La encontramos envuelta en una toalla de baño, teniente.

– Ya lo sé. ¿Y qué?

– Su acompañante debía de ser otro adicto y quedaron para chutarse juntos. Eso lo hacen a menudo los yonquis, no les gusta colocarse solos. La vio morir, se acojonó y salió corriendo para no verse metido en líos.

– ¿Por eso borró sus huellas dactilares?

– Si tiene antecedentes, sabía que lo localizaríamos. -Es una explicación lógica, y el oficial me mira orgulloso de haber dejado sin argumentos al jefe del Departamento de Homicidios de la Jefatura de Policía de Atenas.

– ¿Encontrasteis el bolso de la víctima?

– Sí. Contenía una cartera con su documentación, un billete de cinco mil y una agenda de teléfonos.

– Déjame ver la agenda.

Sale del despacho para volver casi enseguida con una libretita pequeña. La abro y veo el nombre del ex ministro y su número de teléfono. De ello deduzco que el polvo de la foto no fue ocasional, sino que el tipo era un cliente asiduo. Al parecer Kustas no le había hablado todavía de las fotos y el ex ministro seguía disfrutando de los favores de Kalia sin temor.

– Me gustaría ver el piso.

– Justo a tiempo -responde el oficial-. Mañana entregamos las llaves.

– ¿Podéis prescindir de un agente? Sería más fácil si alguien me guiara.

– Puedo prescindir de un agente, pero no de un coche patrulla. Sólo tenemos dos, y están de servicio.

– No importa, he venido en mi propio coche.

– ¡Kontokostas! -llama el oficial, y casi de inmediato se presenta un joven agente uniformado-. Quiero que acompañes al teniente a la casa de Kúrtoglu, en el número 7 de la calle Inois. -Abre el cajón y le entrega las llaves.

– ¿Quién encontró el cadáver? -pregunto al agente mientras subimos por la calle Beloyannis.

– Un compañero, Balodimos, y yo. Nos avisó el cerrajero que ayudó a la amiga a abrir la puerta.

La calle Inois es un pasaje estrecho que parte de Solomú. Kalia, o Kaliopi, vivía en la planta baja. La puerta sigue precintada. Kontokostas arranca la cinta amarilla y abre con la llave que le ha dado el oficial de guardia. El piso es un pequeño apartamento de dos habitaciones, ambas exteriores, amueblado con modestia aunque limpio y ordenado.

– Enséñame dónde la encontrasteis.

Me conduce al dormitorio. La cama está en un rincón de la habitación, revuelta, con la manta y la sábana arrugadas a los pies. En la almohada se aprecia todavía la marca de la cabeza de Kalia.

No veo nada sospechoso, todo parece estar en su sitio. Abro el cajón de la mesilla, que está lleno de productos de belleza. En primera fila, una goma elástica y varias jeringas desechables.

Kalia solía pincharse en la cama, como hizo la noche de su muerte.

– ¿Dónde estaban los vasos?

– Encima de la mesilla. La botella estaba en el suelo, junto a la cama.

En una silla, junto a la puerta, han quedado una camiseta, unos pantalones tejanos y una cazadora. Bajo la silla, un par de zapatillas deportivas. En el armario guardaba otros tejanos, dos mallas y dos vestidos, todo colgado de perchas. En el primer cajón hay ropa interior, en el segundo, blusas y en el tercero, tres jerséis. Aparentemente, nadie registró los cajones, ya que la ropa sigue bien ordenada.

Salgo del dormitorio y me dirijo a la cocina, situada justo enfrente. Kontokostas viene pisándome los talones, sea porque teme que robe o porque es la primera vez que ve a un teniente de Homicidios en acción y quiere ilustrarse. En la cocina tampoco encuentro nada que llame la atención. Los vasos y la vajilla colocados en los armarios, y la pila, limpia. Después de tantos años en la Brigada Antivicio, es la primera vez que me topo con un drogadicto tan pulcro. Recuerdo a Kalia y su cinismo y pienso que ha tenido que morir para que yo descubriera lo que se escondía detrás de la fachada.