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El orden impera también en la pequeña sala de estar. Ya me dispongo a marchar cuando me fijo en la mesilla del televisor. Junto al aparato hay un marco de 25 por 20, más o menos, vuelto boca abajo. Al levantarlo, el respaldo se despega del resto. No hay foto, el marco está vacío.

– ¿Qué es esto? -pregunto a Kontokostas.

– Un marco.

– ¿Y no te llama la atención que esté vacío? ¿Tú decoras tu casa con marcos vacíos, Kontokostas?

– No.

– ¿Dónde está la fotografía, pues?

Levanta las manos en señal de desconcierto.

– No lo sé.

Podría comentarle que el mismo que se entretuvo en borrar sus huellas de la copa y de la botella se ocupó de sacar la foto del marco, pero prefiero callarme. No tendría sentido explicar que la noche de su muerte Kalia estaba con una persona muy cercana, alguien cuya fotografía estaba al lado del televisor, para contemplarla mientras veía el reality show de Methenitis. Si este alguien no estuvo involucrado en su muerte, al menos es evidente que tuvo miedo, borró sus huellas y desapareció. Podría investigar a todos los que figuran en su agenda, pero comprobar tantas coartadas de una en una sería un trabajo interminable. Por otra parte, la fotografía indica algo más. Si fuera de su novio o de un familiar, no habría sido necesario llevársela. La presencia de la fotografía en casa de Kalia no significa que la persona retratada estaba con ella cuando murió. No, el hombre de la foto es una personalidad conocida o relacionada con mis investigaciones. Y la única personalidad conocida que guarda relación con el caso es el ex ministro.

– Hemos terminado -digo a Kontokostas.

Lo dejo en la comisaría y emprendo el camino de vuelta a Atenas. Llego a casa pasada la una. Abro la puerta y me encuentro con todas las luces encendidas. Adrianí me está esperando de pie en el recibidor.

– ¿Qué horas son éstas de volver a casa? -pregunta, indignada.

– Ya te dije que tenía trabajo.

– ¿Tan importante es ese trabajo que te olvidas de tu casa, de tu salud y de tu hija, que se va dentro de pocos días? Tú no estás enfermo del corazón, sino que eres un adicto al trabajo, y Fanis nada puede hacer al respecto.

Me agarro al nombre de Uzunidis como a una tabla de salvación.

– ¿Qué comida piensas prepararle a mi médico? -pregunto con la esperanza de calmarla.

Me mira atónita. Cuando llego al dormitorio, la oigo gritar:

– ¿No tienes nada más que decirme? ¿No se te ocurre nada más?

Cuando entra en la habitación ya estoy acostado. Después de tantos años de matrimonio, aún le da vergüenza desnudarse delante de mí, de manera que se va al cuarto de baño para ponerse el camisón. Finalmente, se tiende a mi lado y me da la espalda.

– Pensaba preparar tomates rellenos -dice justo en el momento en que apago la luz-. ¿No te importará que los cocine para él? Había pensado en ese plato porque siempre me sale bien.

Mira por dónde, me ha salido un socio culinario.

– No me importa, pero pregunta a Katerina cuáles son sus intenciones. Porque, después de probar tus tomates rellenos, seguro que le pide que se case con él.

Adrianí se da la vuelta y apoya el brazo sobre mi pecho.

– Buenas noches -dice dulcemente y cierra los ojos.

Capítulo 47

Me despierto decidido a concederme un día más de margen, lo cual significa que debo desaparecer del despacho. Si no estoy, no informaré a Guikas y, por consiguiente, dejaré las fotos y el contrato de cesión del piso para otra ocasión. Es mi último plazo. Si a lo largo del día de hoy no consigo demostrar la implicación del ex ministro en la muerte de Kalia, entregaré las pruebas a Guikas para que archive el asunto. ¿Cómo divulgar el caso de Kustas con todas sus ramificaciones sin revelar también el papel del ex ministro? Imposible. Cerrarán el caso, tal como Guikas previó desde el principio.

Llamo por teléfono a Vlasópulos para comunicarle que necesito aclarar algunos detalles del caso Petrulias y que llegaré tarde al trabajo. Ni una palabra de Kustas. Evidentemente, corro el riesgo de que Guikas solicite el informe a Vlasópulos, pero no me atrevo a pedirle que no mencione nuestros hallazgos de ayer en el almacén. De todos es sabido que a cualquier buen subordinado le encanta poner la zancadilla a su jefe. Si lo aviso al respecto, informará al director deliberadamente para ganar puntos. Es un riesgo calculado, ya que Guikas sólo acepta informes de los jefes de departamento.

La segunda llamada telefónica es a Markidis.

– ¿Te suena el nombre de Kaliopi Kúrtoglu? -le pregunto.

– No. ¿De qué se trata?

– De una chica que encontraron muerta por sobredosis, hace cinco días, en su domicilio de la calle Inois número 7, en Níkea.

– Seguramente se encargó Korkas. Un momento. -Me deja esperando con el auricular en la mano y vuelve al cabo de cinco minutos-. Es como tú has dicho -confirma.

– ¿A qué te refieres?

– Murió de sobredosis.

– ¡Qué bien, no me mintieron! ¿Algún dato más?

– Encontraron restos de semen en la vagina. Debió de mantener relaciones sexuales treinta minutos o una hora antes de su muerte.

– ¿Por qué no informasteis a la comisaría de Níkea?

– Porque nadie preguntó y el informe aún no ha sido mecanografiado.

– ¿Cuánto tiempo tardáis en mecanografiar un informe?

– ¡Por Dios! -exclama indignado-. La chica era drogadicta y murió de una dosis de heroína pura. ¿Qué importa si se había acostado con alguien? ¿Sabes lo que suponen para nosotros esos yonquis que mueren como moscas a diario? Una sobrecarga de trabajo imposible de manejar. Sólo tengo dos secretarias, una de ellas con baja de maternidad. Te juro que no doy abasto.

– Vale. Cuando esté el informe, mándame una copia.

– ¿A qué viene tanto interés? -pregunta curioso.

– La chica trabajaba en uno de los clubes de Kustas y su muerte tal vez esté relacionada con el asesinato.

Se produce una pausa, después oigo una breve exclamación y se corta la línea.

He dejado la llamada más importante en último lugar. Marco el número del ex ministro y me contestan de su oficina. Pregunto a qué horas recibe al público, sin revelar mi identidad; insinúo, eso sí, que soy un votante en busca de favores. La secretaria me informa de que el señor ministro recibe cada día entre las once y las dos.

Consulto mi reloj. Son las diez. Antes de visitar al ex ministro tengo que averiguar cómo conseguía sus altos índices de popularidad, una información que tal vez me resulte útil.

Niki Kusta se sorprende de verme. Al principio se muestra cohibida, quizás a causa de nuestro último encuentro en mi despacho.

– Necesito tus conocimientos profesionales -le digo.

– ¿Por qué? ¿Piensa realizar un sondeo de popularidad?

– Yo no. Necesito saber si es posible manipular los resultados de los sondeos sobre una personalidad política o un producto comercial.

Niki Kusta se relaja y se echa a reír.

– Claro que sí. Siendo policía, ya sabrá que los trucos siempre son posibles.

– ¿Qué haría si quisiera falsear un sondeo?

– Yo soy analista, teniente, me limito a elaborar los datos que me ofrecen. El truco se produce durante la obtención de estos datos, en lo que llamamos muestreo; por eso es tan difícil detectarlo.