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– Es decir, que a ti te entregan la información ya preparada.

– Exactamente.

– ¿Quién la prepara?

– Los responsables del muestreo.

– ¿Quién decide cómo se realiza el proceso?

– La señora Arvanitaki.

– Gracias -digo y me pongo de pie.

– ¿A qué se debe este repentino interés por los sondeos? -pregunta con su habitual sonrisa inocente.

– Quisiera aclarar un punto.

– ¿Relacionado con la muerte de mi padre?

– Tal vez.

La dejo atónita y subo a la tercera planta. La secretaria sesentona lleva el mismo traje ceñido y las mismas gafas de lectura. No se inmuta al verme, porque difícilmente podría ser más hostil que de costumbre.

– Necesito hablar con la señora Arvanitaki. Es urgente y no me importa que esté ocupada -digo bruscamente.

Echa una mirada a la centralita telefónica.

– Está hablando por teléfono. Espere.

Cabe la posibilidad de que no esté hablando, que esta bruja lo haga a propósito para obligarme a esperar y salirse con la suya. Me obliga a esperar cinco minutos. Cuando siente que su ego ha sido vindicado, me permite pasar.

Arvanitaki está estudiando unos informes mecanografiados.

Son las once de la mañana, pero va vestida como si se dispusiera a asistir a una recepción: un conjuntito azul oscuro, un pañuelo azul celeste en el bolsillo de la chaqueta, una blusa blanca y gran profusión de joyas.

– ¿Qué le trae por aquí, teniente? -pregunta con una sonrisa tensa.

– Necesito que me aclare algunos interrogantes que han surgido en el curso de las investigaciones.

La sonrisa desaparece de su rostro. Parece que mi introducción no le ha gustado en absoluto.

– ¿En relación con Greekinvest?

– También con R.I. Helias. Le doy mi palabra de que nuestra conversación no saldrá de aquí -le prometo y acto seguido tomo asiento.

– De acuerdo, aunque no sé de qué secretos podríamos hablar usted y yo.

Decido prescindir de la ironía porque se esfumará en cuanto oiga lo que tengo que decir.

– Señora Arvanitaki, usted se encarga de los sondeos de popularidad de dos diputados, uno del Gobierno y otro de la oposición. -Le doy los nombres del ex ministro y del diputado que recibió el piso de regalo.

– Sí.

– ¿Quién le encargaba la realización de estos sondeos?

Arvanitaki intenta escabullirse.

– Eso es información reservada, teniente.

– Escuche, he venido como amigo y le he asegurado mantener nuestra conversación en secreto. ¿Prefiere que la llame a declarar en Jefatura?

Suspira y responde a regañadientes:

– Todos los encargos provenían de Greekinvest, nuestra empresa madre.

– ¿Cómo llegaban a sus manos?

– Por fax.

– ¿Cabe la posibilidad de que estos sondeos estuvieran…, digamos…, manipulados?

– ¿Manipulados? -repite extrañada-. ¿A qué se refiere?

– De tal modo que el proceso del sondeo determine los resultados.

Reflexiona un poco, y cuando empieza a hablar parece sopesar sus palabras.

– Las empresas de sondeos son compañías privadas, teniente. Ofrecen unos servicios y tienen la obligación de obedecer los deseos de sus clientes. Si el cliente quiere un sondeo objetivo, los resultados serán objetivos. Si pretende obtener un resultado determinado, el sondeo se lo proporcionará. Evidentemente, las empresas tienen que preservar su reputación, para lo cual toman ciertas precauciones.

– ¿De qué tipo?

– Si afirman que el sondeo se ha realizado a partir de una muestra representativa, los resultados son objetivos. Si la palabra «representativa» no figura en el informe, se entiende que los resultados tal vez no sean tan objetivos.

– ¿Qué es una muestra representativa?

Arvanitaki sonríe.

– Tomemos el ejemplo de un partido político. Si la muestra proviene de todo el territorio nacional, es representativa. Pero si sólo proviene de las circunscripciones tradicionalmente inclinadas a votar por ese partido político en concreto, los índices de popularidad serán elevados, aunque en absoluto representativos.

– ¿Qué ocurría en el caso de los dos diputados?

Arvanitaki vuelve a suspirar.

– El cliente determinaba el modo en que debíamos realizar el sondeo.

– ¿Es decir?

– Solicitaba que encuestáramos a los asistentes de los mítines políticos de dichos diputados, o sus respectivas circunscripciones.

– Y puesto que a los mítines acuden los amigos del político y los electores de su circunscripción suelen ser afines a él, los índices de popularidad aparecían siempre inflados.

– En efecto.

– ¿Y cómo es posible que el ex ministro resulte más popular que el jefe de su partido?

– Me pone en un aprieto, teniente.

– Yo me encuentro en la misma situación, señora Arvanitaki.

– ¿Tengo su palabra de que nada de esto transcenderá? -La ironía ha desaparecido, ahora el tono es más bien de súplica.

– La tiene. Los datos quedarán entre usted y yo.

– En teoría, recurriría a una muestra representativa en lo que al jefe del partido se refiere, y la compararía con una muestra no representativa de la circunscripción del ex ministro. En tal caso, el índice de popularidad de éste sería siempre más elevado que el de su jefe.

– ¿Y esto no constituye una estafa?

– Yo diría que se trata más bien de un truco, teniente.

Puesto que hoy en día es imposible vivir sin trucos, las estafas han quedado abolidas. Algo que no puede comprender Niki Kusta con su sonrisa infantil.

– ¿Y si alguien descubre el ardid?

Por primera vez se ríe espontáneamente y sin inhibiciones.

– ¿Quién iba a investigar, teniente? Normalmente, los que reciben altos índices de popularidad se vanaglorian en público y los que pierden denuncian los sondeos como falsos, pero ninguno tiene pruebas para demostrarlo, porque las guardamos nosotros. Y, ya que los perdedores tienden a rehuir cualquier investigación, la gente nos cree a nosotros y no a ellos.

Como no tengo nada más que preguntar, me levanto. Ya sé cómo conseguía Kustas fabricar políticos con carisma. Sé, además, cómo se manipulan los sondeos y me felicito por no prestarles nunca atención.

Antes de salir del despacho, Arvanitaki me recuerda mi promesa una vez más y yo le reitero mi palabra de guardar el secreto. En la antesala, la secretaria, inclinada sobre sus papeles, libra una lucha silenciosa consigo misma para evitar mirarme.

Capítulo 48

La oficina del ex ministro se encuentra en la avenida Akadimías, en uno de esos edificios que albergan notarías y bufetes de abogados. También él debió de ser letrado antes de dedicarse a la política y librar así al Colegio de Abogados de su presencia. Los economistas inútiles acaban siendo contables; los abogados inútiles, diputados. Así funcionan las cosas. Entro en una estancia grande que recuerda las salas de espera de los médicos de provincias. Junto a las paredes han colocado sillas de madera alineadas y en el centro hay una mesilla cubierta de revistas atrasadas. Las paredes del señor ex ministro están forradas de sus fotografías. Un retrato en el que sonríe a sus votantes desde las alturas; una fotografía, tomada en el curso de un mitin electoral, donde se lo ve saludando a las multitudes con la pancarta del partido como telón de fondo; otra donde aparece junto al jefe de su partido, y una serie de instantáneas más pequeñas junto a empresarios, militares y personalidades extranjeras. Contemplándolas, me pregunto en qué lugar colgaría la foto con Kalia.