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Tres de las sillas están ocupadas por un hombre mayor, otro de mediana edad con un paquete envuelto en una bolsa de plástico y una cincuentona tocada con pañolón. Al fondo de la sala hay una mampara divisoria de cristal ante la que destaca el escritorio de una empleada joven, incolora e inodora. Será la hija de algún votante en espera de conseguir un puesto de funcionaría que, entretanto, trabaja para su protector.

– Soy el teniente Jaritos. Quisiera hablar con el señor ministro -le digo. Levanta la mano para señalarme las sillas pero añado «es un asunto del departamento» y la mano queda suspendida antes de emprender un curso descendente.

– Espere -dice. Se dirige tras la mampara y vuelve casi enseguida-. Pase, la señora Kutsafti lo recibirá.

Evidentemente, la señora Kutsafti es la secretaria particular del señor ministro, una cincuentona de cabello gris, vestido verde, un broche enorme y un fular en el cuello. A su derecha se erige la Gran Puerta, la entrada al despacho del ex ministro, acolchada de un material oscuro y tachonada.

– ¿Cuál es el motivo de su visita? -pregunta la secretaria.

– Ya le he dicho a la chica que se trata de un asunto del departamento. ¿No la ha informado?

Frunce los labios y alza la vista al techo, pero no se halla en disposición de echarme.

– Acomódese -indica, señalando uno de los dos sillones situados junto a la mampara y separados por otra mesilla.

Me siento en el estrecho espacio entre la mampara y la mesilla, mientras Kutsafti cruza la Gran Puerta y la cierra tras de sí. Pronto la reabre, asoma la cabeza y me invita a entrar.

Resulta incómodo enfrentarse de golpe a un señor impecablemente vestido con traje gris oscuro, camisa a rayas azules y corbata color granate, cuando ya le conoces en su desnudez, compartiendo cama con una chica. Tengo que morderme el labio para contener la risa. El ex ministro se pone de pie y me tiende la mano, luciendo la misma sonrisa de la foto en la que saluda a las multitudes.

– Bienvenido. Me alegro de conocerle, señor Jaritos. He oído hablar mucho de usted.

No ha oído nada, pero los políticos suelen fingir que se preocupan por los cuerpos de seguridad hasta el punto de conocer a los oficiales por su nombre. Lo cierto es que sólo se acuerdan de nosotros cuando nos necesitan para sus mítines y manifestaciones.

– Lamento mucho haberme presentado así, sin previo aviso, señor ministro -respondo con toda formalidad-. Estamos investigando la muerte de Konstantinos Kustas y han surgido algunos interrogantes acerca de los cuales preciso hablar con usted.

No parece preocupado; al contrario, asume una expresión de familiar afligido.

– Un desgraciado suceso -comenta, meneando la cabeza-. Una pérdida trágica.

– ¿Usted lo conocía?

– Por supuesto. Era propietario de un restaurante francés en Kifisiá, Le Canard Doré. Me encanta la cocina francesa y soy un cliente asiduo. Le aseguro que nada tiene que envidiar a los mejores restaurantes franceses.

– También era propietario de dos clubes nocturnos, Los Baglamás y el Flor de Noche.

– He estado en ellos un par de veces, aunque para serle sincero la música popular no me entusiasma. Sin embargo, los políticos nos vemos obligados a frecuentar lugares como éstos de vez en cuando, para potenciar nuestra imagen pública. -Se interrumpe y me observa-. Mis relaciones con Dinos Kustas no iban más allá de eso; me pregunto en qué puedo ayudarlo.

– Durante mis investigaciones he encontrado algo que le pertenece y he creído conveniente devolvérselo personalmente.

– ¿Algo que me pertenece? No sé de qué se trata. -Me mira extrañado, aún no ha empezado a inquietarse. Saco el sobre con la foto del bolsillo y lo dejo encima de su escritorio. Los negativos los he dejado en casa. Él recoge el sobre y lo abre. Como brotan las setas después de la primera lluvia, así brotan las gotas de sudor en la frente del ex ministro. Le tiemblan las manos y sujeta la fotografía con fuerza para que no se le resbale.

– Nunca la había visto -farfulla.

– ¿A quién? ¿A la chica?

– No, la fotografía. A la chica la vi una vez, cuando fui con un grupo de votantes a ese club…, ¿cómo ha dicho que se llama? -Finge no recordar el nombre, aunque también es posible que lo haya olvidado debido a la sorpresa.

– Los Baglamás.

– Eso es, Los Baglamás. Mis votantes se entusiasmaron y Kustas nos envió a la chica para entretenernos. Nos fuimos de madrugada. Habíamos bebido mucho, estaba un poco ebrio y me dio por ser generoso. Le ofrecí acompañarla a casa en mi coche y al llegar me invitó a tomar una copa… Entonces pasó lo que tenía que pasar. -Calla y vuelve a contemplar la foto, que había dejado encima del escritorio-. ¿Cómo iba a imaginarme que era una artimaña para que uno de los hombres de Kustas nos fotografiara?

– ¿La ha vuelto a ver?

– No, nunca más.

– Entonces, ¿por qué tenía su teléfono anotado en la agenda? -Saco del bolsillo la hoja de la agenda donde Kalia había anotado el número de teléfono del ex ministro y se la muestro.

– No lo sé -responde él-. Pregúnteselo a ella.

– Desgraciadamente eso no será posible, señor. La mujer está muerta.

– ¿Muerta? -repite, mirándome desconcertado. Su asombro parece genuino, aunque los políticos son actores profesionales.

– Sí, murió de sobredosis hace cuatro días. En el momento de la muerte no se encontraba sola, pero su acompañante procuró borrar todas sus huellas antes de desaparecer.

El ex ministro me observa con atención.

– ¿Cree que ese acompañante era yo? -pregunta lentamente.

– ¿Lo era?

– No.

– ¿Dónde estaba la noche del lunes?

– En una reunión maratoniana del partido, que duró hasta muy tarde.

– ¿Hasta qué hora?

– Las once.

– ¿Y después?

– Me fui directamente a casa.

– ¿Había alguien con usted?

– No. Estoy divorciado y vivo solo. Cené un poco, vi el informativo de las doce y me acosté.

– En cualquier caso, no hay nadie que confirme su coartada.

De repente, se despierta el animal político.

– ¿Necesito a un testigo fidedigno? -pregunta con la voz severa de un ministro que reprende a un director ineficaz.

– No sé qué contestarle. A usted la muerte de Kalia, o Kaliopi, le convenía, y Kustas ya estaba muerto, de manera que ya no quedaba nadie que pudiera hacer público su…, su pequeño desliz.

– ¡Esto es intolerable! -grita fuera de sí-. Mi trayectoria política no permite este tipo de insinuaciones, teniente. He sido diputado durante veinte años, fui ministro de un Gobierno anterior y jamás he dado pie para que nadie me chantajee.

– Kustas lo hacía o pensaba hacerlo. ¿Por qué, si no, iba a sacar esta foto? ¿Qué tipo de relación mantenía con él?

– Ya se lo he explicado, una relación únicamente basada en la gastronomía.

– No creo que lo chantajeara por cenar en Le Canard Doré. -Me gustaría mencionar el plato de carne cruda que me sirvieron allí, pero por desgracia no recuerdo su nombre-. ¿Tal vez estaba relacionado con sus sondeos de popularidad?

Por primera vez me mira con inquietud.

– ¿Qué tiene que ver Kustas con los sondeos? Los realiza R.I. Helias, una empresa que pertenece a un tal Petrulias.

– Quien por cierto también murió asesinado. Petrulias sólo era la fachada. Kustas movía todos los hilos, y usted lo sabía. ¿Qué le pedía Kustas a cambio de obtener índices de popularidad superiores a los del jefe de su partido? ¿Que colaborara ocultando el blanqueo ilegal de tres billones de dracmas al año, quizá?

Palidece como un fantasma, pero responde con voz fría y firme.