Vamos de mal en peor. Ojalá hubiese sido una extranjera a la que el tipo se hubiese ligado en Santorini.
– ¿Por qué no la mencionó en su declaración?
– Porque estuvo esperando más de una hora para declarar y ya estaba harto. Si hubiese mencionado a la chica, lo habrían retenido más tiempo. Tenía ganas de terminar con el asunto.
– ¿Por qué? ¿Tenía que dar de comer a los leones? -Tarda casi medio minuto hasta visualizar al filósofo-domador con el pendiente, y se echa a reír.
– No se deje engañar por su aspecto. Es un genio -dice.
– Si eso fuera cierto, me habría hablado de la chica. ¿Tienes su dirección en Alemania?
– No. Sólo ha sido una amistad de verano, de esas que en otoño se olvidan.
Tal vez no quiere dármela para no meterlo en líos. El inglés abre los ojos y se despereza. Anita me deja y vuelve corriendo a su lado, por si la echa de menos.
– ¿Será un crimen pasional? -pregunta Adrianí.
Con tantos asesinatos como se cometen a diario en Atenas, yonquis que acuchillan por una dosis, albaneses que degüellan por una mísera esponja, rusos mafiosos que matan por un coche destartalado, y ella aún piensa que todos son crímenes pasionales. Resultado del verbo «vibrar», como diría Dimitrakos.
– Seguro. Lo estranguló, lo desnudó para quedarse con su ropa de recuerdo, fue a buscar un pico y una pala, le cavó la tumba y lo enterró.
– ¿Por qué no? ¿Tan inverosímil te parece?
– Qué quieres que te diga. A aquel poli de la tele que tanto te gusta seguro que le parecería más que verosímil. -Es el protagonista de una serie que Adrianí ve por las tardes. Todas las tardes.
– Ya no la veo -replica ella-. Ni tampoco Resplandor. Ahórrate los comentarios.
Me sorprende, pero no lo demuestro.
– Ya era hora. Has tardado tres años en darte cuenta de que es un impostor.
Me echa una indignada mirada de reproche, recoge el bordado, levanta el culo junto con la silla y va a sentarse unos cinco metros más allá, al sol.
En momentos como éste no me importa en absoluto que se enfade, porque así me deja en paz. El caso del cadáver sin identificar me resulta cada vez más sospechoso. Empiezo a arrepentirme de no haberlo enviado a Hermúpolis, a la Sección de Objetos Perdidos. Si el tipo anduvo realmente con una chica, y si la chica era griega…, ¿dónde está ella ahora? ¿Por qué no denunció la desaparición de su amigo? Cabe la posibilidad de que también esté enterrada en el monte, en la parte que no se desmoronó con el terremoto. Si el alemán me lo hubiese contado en su momento, habría ordenado que excavaran toda la zona, para asegurarnos. Ahora me veré obligado a cursar la orden desde Atenas, y quién sabe si harán bien el trabajo. Si no encontramos a la chica, una de tres: o se habían separado antes del crimen, o ella estaba involucrada en el asunto, o se esconde porque tiene miedo. No veo la solución. Para colmo de males, he de contactar con la policía alemana, informarles de que busquen al filósofo-domador y preste declaración complementaria. Y todo porque le dio pereza quedarse diez minutos más en la comisaría.
Sumido en mis pensamientos, el rítmico sonido de los motores me arrulla y al final me quedo dormido. No sé por cuánto tiempo, pero al despertar descubro que anochece. Tardo más de un minuto en darme cuenta de que el barco está detenido en alta mar. Busco con la mirada a Adrianí, pero su silla está vacía. Anita y el inglés también han desaparecido.
Me levanto para ir a buscar a mi mujer. La encuentro sentada en una de las butacas del salón, viendo en la tele a un tipo de treinta y tantos, vestido con chaqueta verde, camisa marrón y pantalones granate. El tipo habla con una cuarentona que llora y se agita mientras, en el extremo derecho de la pantalla, alguien perora a través de una ventanita. La sala es un pandemonio de gente que fuma, juega a las cartas y habla a gritos. No logro oír lo que dicen en la tele, pero Adrianí es sorda y ciega a las interferencias. Para ella sólo existen las palabras del treintañero. Le toco el hombro, da un respingo de pájaro espantado, descubre que soy yo y vuelve a concentrarse en la pantalla.
– ¿Ya estás despierto?
– ¿Por qué nos hemos detenido?
– Problemas técnicos, al menos eso nos han dicho.
– ¿Una avería?
– ¡Pues claro! -salta un tipo canoso de al lado-. ¡Qué se puede esperar de estos cacharros! Ya me ha pasado varias veces en este cascarón.
– ¡Ya decía yo que traía mala suerte viajar con un muerto! -La gorda de las mallas se planta delante de mí con aire triunfaclass="underline" su profecía se ha cumplido.
La mala suerte dura aún noventa minutos, y llegamos a El Pireo con tres horas de retraso. Allí está la ambulancia, con el enfermero y el conductor hartos de esperar. Me ocupo de que se lleven el cadáver y luego me uno a Adrianí en la cola de los taxis. Pasa uno cada cinco minutos. A esas horas no hay guardias urbanos y el tráfico es un caos. Consideré la idea de llevar el Mirafiori a la isla, pero está tan escacharrado como el barco y ya no está para muchos trotes. Ya somos los primeros de la cola y llega nuestro turno, pero esto no significa nada: los de atrás son más rápidos, nos adelantan y ocupan el coche. Otro taxista, que ya lleva a una pareja, busca más pasajeros.
– ¿Adónde? -me pregunta.
– A Pangrati.
– No me conviene -responde, entra en su taxi y arranca.
– ¿Por qué no le muestras la placa? Así no tendría más remedio que llevarnos -se indigna Adrianí.
– ¿Estás loca? ¿Quieres que me llamen fascista?
– ¿Y qué? ¿Acaso te importaría si te llamaran rojo? ¡Ay, cómo cambian los tiempos! -añade con un suspiro de pesar.
Fachas, rojos y liberales, todos se han ido. Sólo quedamos tres maletas y nosotros dos, esperando malhumorados que algún taxista despistado nos lleve a casa.
Capítulo 5
El Mirafiori está tal como lo dejé hace diez días. Por lo visto le molestó que no lo llevara de vacaciones con nosotros y tarda más de cinco minutos en arrancar. Al abandonar la calle Aristokleus para entrar en Aronis, llego a una colina, una reproducción en miniatura del Likabetto. Doy un frenazo y un viejo salta hacia un lado, sobresaltado, en un esfuerzo por salvar lo que le queda de vida.
– ¿Estás ciego, o qué? ¡Como si no tuviéramos bastante con las basuras, tú encima quieres atropellarme! -grita, al tiempo que pega un puñetazo en el parabrisas.
Ahora me fijo en que no se trata de una colina, sino de una montaña de bolsas, cajas de verduras, cartones de pizzas, huesos roídos por los perros, espinas relamidas por los gatos y envases plateados de comida a domicilio. En la cima de la montaña, allí donde la capilla del Likabetto domina el paisaje, se extiende un colchón destartalado; será para montañeros en busca de reposo.
– ¿Qué pasa? ¿Hay huelga de basureros? -pregunto.
– ¿De dónde vienes? ¿De la Comunidad Económica Europea?
– No, he estado de vacaciones.
– Bienvenido a Atenas -dice y me da la espalda.
En la calle Ymitú, las basuras llegan a la altura del entresuelo. Abres la ventana por la mañana y, en lugar de morir envuelto en el aroma del tomillo, como Vembo, te mueres de la peste que despiden las carnes y las frutas descompuestas. Algunos han rodeado con basura los arbolitos que plantó el alcalde para despistarnos. Me recuerdan la pinaza y las piñas con las que rodeábamos los pinos en mi pueblo.
Llego al edificio de Jefatura, en la avenida Alexandras, y subo a la tercera planta, donde está el Departamento de Homicidios. El pasillo está desierto. Antes de entrar en mi despacho, echo un vistazo al otro lado, donde están sentados Vlasópulos y Dermitzakis, los dos subtenientes del departamento.
– ¿De vuelta ya, teniente? -dice Vlasópulos-. ¿Ha regresado por el terremoto o porque nos echaba de menos?