El ataque frontal se inicia con una salva de artillería pesada.
– Señor Jaritos, siempre lo he tenido por un oficial muy eficiente, pero hoy me ha defraudado.
– ¿Por qué razón, señor secretario?
– ¿Quién le ha dado permiso para chantajear a un miembro del Parlamento, a un ex ministro, ni más ni menos? ¿Quién se lo ha autorizado?
– Puntualicemos: no lo he chantajeado.
– Le amenazó para conseguir información. Si deseaba conocer la índole de su relación con Konstantinos Kustas, podría habérselo preguntado al señor Guikas o incluso a mí mismo. El pobre hombre temblaba de indignación cuando me llamó para asegurarme que sólo conocía a Kustas por frecuentar su restaurante. Ha decidido presentar una interpelación al Parlamento, solicitando que el ministro explique su comportamiento.
¡Qué hijo de puta! En cuanto se aseguró de que no habían más fotos incriminatorias, llamó al secretario general para evitar que siguiera incordiándolo.
– ¿No le comentó nada de la fotografía? -pregunto como por casualidad.
– ¿Qué fotografía?
Saco los tres sobres del bolsillo. Separo el que contiene la película y se lo doy al secretario general. Los otros dos me los reservo, para no quemar todos los cartuchos de una sola vez. El secretario sostiene la película a contraluz para examinar los negativos, y al instante deja caer la película como si le quemara los dedos.
– ¿Qué es esto? -pregunta.
– Los negativos de unas fotografías en las que aparece el señor ex ministro en la cama con una de las chicas que trabajaban en Los Baglamás, uno de los clubes de Kustas. Las encontramos en un almacén donde Kustas guardaba sus archivos secretos. La chica murió de una sobredosis, y tengo razones para suponer que el señor ex ministro estaba con ella en el momento de su muerte.
– ¿Cree que la mató él?
– Aún no tengo pruebas en este sentido. No obstante, Kustas chantajeaba al señor ex ministro, y ésta es la otra razón por la que quise hablar con él.
– ¿Por qué lo chantajeaba? ¿Qué tenía contra él?
– Kustas utilizaba sus establecimientos como tapadera para dedicarse al blanqueo de dinero. -Le expongo la defensa en zona alineada por Kustas. Guikas se ha vuelto noventa grados y me observa con los ojos entornados. Sé que me guardará rencor hasta el día de mi jubilación, pero por el momento ésta es la menor de mis preocupaciones. El secretario general ha apoyado la barbilla en las manos y ha cerrado los ojos.
– Y hay más -añado y le sirvo los otros dos sobres de postre.
Abre los ojos con dificultad y escoge el sobre mayor, el que contiene los documentos de la cesión del piso. Al ver el nombre del diputado, que es de su mismo partido, ya no sabe qué hacer con los papeles y se los da a Guikas. Luego abre el sobre con las dos fotografías de la isla, que enseguida entrega también a Guikas. Son como dos amiguetes que se van pasando las instantáneas de las últimas vacaciones, primero uno y luego el otro.
– ¿Qué significa todo esto? -pregunta el secretario general.
– La primera es una foto de la isla donde fue asesinado Petrulias. En la segunda aparece el lugar donde enterraron su cadáver. En cuanto a su significado, estoy convencido de que fue Kustas quien ordenó la muerte de Petrulias. Alguien más estaba al corriente y lo chantajeaba. Por eso llevaba quince millones la noche de su muerte.
– ¿Quién lo chantajeaba?
– Todavía no lo sé. Quizá los mismos asesinos, para sacar dinero. Quizá la rubia que acompañaba a Petrulias, cuya pista se ha perdido.
– ¿Desde cuándo dispone de estos datos?
– Desde anteayer por la tarde.
– ¿Por qué no informó enseguida a su superior? Encontró pruebas que implican a personalidades políticas y las guardó en secreto.
– Además, ya te había advertido que no hicieras ningún movimiento sin informarme antes -añade Guikas, hundiéndome más en mi tumba.
– Sólo hace dos días que las encontré. Pensaba entregárselas.
– Las entrega hoy, porque lo he convocado y tiene que salir del aprieto. De lo contrario, tal vez las habría retenido un par de semanas más.
Éste es mi punto débil. Debí informar a Guikas enseguida pero decidí correr un riesgo y ahora tengo que pasar auténticos apuros para salir indemne. Hasta el momento, yo era la estrella de la representación, el equivalente a Karteris, el cantante de Los Baglamás. Ahora estoy a punto de convertirme en el equivalente de Kalia para el departamento.
– Quise investigar los datos antes de presentar un informe completo al señor director.
– ¿Cómo pensaba llevar a cabo sus investigaciones? ¿Chantajeando también al diputado que recibió el piso de Kustas?
– Me han asignado dos asesinatos, además de un negocio de blanqueo de dinero. Creí que mi deber era resolverlos.
– Su deber consiste en informar a sus superiores cuando sus investigaciones conciernen a personalidades políticas. Su deber consiste en pedir instrucciones. Hace muchos años que pertenece al cuerpo, sabe perfectamente cuáles son las normas. Usted tomó iniciativas sin informar a nadie, un comportamiento muy poco profesional, teniente.
– Los constructores del Titanic eran también profesionales, señor secretario general, pero el mundo lo salvó Noé, un simple aficionado.
Su tez adquiere una tonalidad verdosa que recuerda las manzanas ácidas.
– Entregue los expedientes al señor Guikas -me ordena, conteniendo la ira-. Considérese apartado del servicio. Deberá someterse a un consejo disciplinario por haberse excedido en sus funciones.
– No he cometido ningún exceso. Si investigo dos asesinatos relacionados entre sí, me considero en la obligación de analizar todas las posibilidades.
– Desde luego, pero también tiene la obligación de actuar dentro de los límites de sus funciones. Usted no es Noé y nosotros no hundiremos el arca para complacerlo. Hemos terminado.
Claro que hemos terminado. Ya han visto los negativos, los documentos y las fotografías de la isla. ¿Qué más podrían decir? Me levanto y me encamino a la puerta sin pronunciar palabra. Los del comité disciplinario pensarán que estoy loco. Yo mismo me he puesto la soga al cuello, en lugar de haber entregado las pruebas -y la responsabilidad- a Guikas. Así habría actuado cualquiera para dormir con la conciencia tranquila. Basta con dar un paseo por los archivos para ver la montaña de casos sin resolver y admitir que soy un idiota.
– Quiero los expedientes en mi escritorio el lunes por la mañana -oigo la voz de Guikas a mis espaldas.
No contesto, ni le miro siquiera. Abro la puerta y salgo del despacho.
Capítulo 50
Desde anoche me atormenta un dilema: ¿debo contarles a Adrianí y a Katerina que me han apartado del servicio? Por lo general, compartir un problema con alguien es como pedir un préstamo: de momento representa un alivio, pero después hay que pagar a plazos la ayuda recibida. Si confieso en qué trance me hallo, sin duda me sentiré mejor, pero Adrianí se pondrá en pie de guerra para evitarme un posible infarto y me someterá a una auténtica represión. Además, existen otros argumentos adicionales a favor del silencio: Katerina vuelve a Salónica mañana por la noche y no quiero que se preocupe por mí. Al margen de eso, Uzunidis viene a comer hoy sábado, porque mañana estará de guardia en el hospital, y no me parece correcto que le recibamos con un humor más propio de un velatorio.